En el tejido laboral del siglo XXI han pasado desapercibidas, invisibles para los indicadores de rendimiento, dos claves para comprender el trabajo humano: el sentido y el encuentro. La catedrática Ana Marta González desenreda en este ensayo los ovillos del meaningful work y el connective labor. De su cabal comprensión depende que seamos capaces de diseñar una transición laboral justa.
En el tejido laboral del siglo XXI han pasado desapercibidas, invisibles para los indicadores de rendimiento, dos claves para comprender el trabajo humano: el sentido y el encuentro. La catedrática Ana Marta González desenreda en este ensayo los ovillos del meaningful work y el connective labor. De su cabal comprensión depende que seamos capaces de diseñar una transición laboral justa.
En buena medida, el ingreso práctico en la vida adulta, para el que nos preparamos durante años, viene marcado por la capacidad de sostenernos por medio de nuestro trabajo. La centralidad del trabajo en nuestras vidas, sin embargo, no es solo económica. Podríamos decir que constituye un indicio de que hay un lugar para nosotros en la vida social. Por eso, carecer de un puesto de trabajo puede tener efectos devastadores. Y, al contrario: si existe la posibilidad de proyectar la propia vida en el trabajo es solo porque a priori este se presenta como un espacio en el que podemos desarrollar nuestras capacidades y contribuir de forma específica a la sociedad de la que formamos parte. También por eso, las frustraciones profesionales pueden desembocar en frustraciones vitales. De esas frustraciones —o alienaciones— se nutren los contemporáneos discursos del postrabajo, cuya meta declarada —una vida social emancipada del trabajo— presupone una visión negativa del trabajo, que solo puede equilibrarse con una visión alternativa que incida en sus dimensiones específicamente humanas y extraiga las consecuencias oportunas a la hora de organizarlo.
De entrada, basta con mirar a nuestro alrededor: para ingresar y prosperar en el mundo laboral no bastan competencias técnicas; además, se precisan competencias relacionales; y, sobre todo, es necesario estar convencido de que el trabajo que uno realiza tiene un sentido, que vuelve significativos los éxitos y compensa los sinsabores que acompañan toda vida profesional. Por eso merece la pena reflexionar sobre ambos aspectos.
De hecho, desde hace al menos una década, la cuestión del meaningful work —trabajo significativo— es recurrente en las investigaciones sobre sociología del trabajo. La profesora de Oxford Ruth Yeoman, pionera en este campo, argumenta en su artículo «The Future of Meaningfulness in Work, Organizations, and Systems» que «esta dimensión del comportamiento humano ha sido por lo general desatendida por la economía, la política y las ciencias sociales, pero los estudios psicológicos acreditan que la significatividad es una dimensión importante de nuestra vida, y la investigación en trabajo significativo muestra que las personas luchan por encontrar sentido incluso en medio de trabajos precarios».
Con todo, la cuestión del trabajo significativo parece abrirse paso allí donde el trabajo ya no se contempla solo desde la perspectiva económica; cuando ya no lo vemos en exclusiva como una fuente de recursos o un factor de productividad, sino que lo afrontamos como una dimensión importante de nuestra vida, a la que dedicamos tiempo y esfuerzo, y de la que, por tanto, esperamos algo más que un valor instrumental.
No siempre fue así. El mundo antiguo era consciente de la necesidad de trabajar para vivir, y precisamente porque lo veía desde la perspectiva de la necesidad lo consideró como algo opuesto a la libertad propia de la acción política o las actividades intelectuales. En esta línea, Aristóteles describía el trabajo como una «servidumbre limitada»; una servidumbre, por lo demás, inseparable de tener un cuerpo. De ahí procede aquella clasificación de los trabajos en liberales y serviles, que durante siglos ha inducido a la falsa opinión de que hay unos trabajos más dignos que otros, como si mantenerse alejado de la materia fuera en principio más digno que involucrarse en ella; como si hubiera algo indigno en prestar un servicio material. Como si la dignidad o la indignidad no residieran, más bien, en la actitud con la que se asumen ciertas tareas y la libertad con la que se presta un servicio.
El mundo moderno contribuyó de distintas maneras a rectificar esta visión, no solo por razones económicas, sino también morales. En el primer párrafo de La riqueza de las naciones (1776), obra con la que se inicia la economía política moderna, Adam Smith sitúa el origen de la prosperidad de un pueblo en la división del trabajo. Apenas tres décadas más tarde, en la Fenomenología del espíritu (1810), Hegel reflexiona sobre el trabajo no ya desde la perspectiva de la productividad sino desde el valor que aporta al individuo, que, gracias al trabajo, toma conciencia de sí mismo y de su espacio singular en el mundo. Con ello apunta una idea con la que el hombre y la mujer de nuestro tiempo sintonizan rápidamente: la del trabajo como un lugar de autorrealización.
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Es verdad que en la experiencia moderna y contemporánea del trabajo no faltan tampoco las sombras. Como vieron autores tan diversos como Tocqueville o Marx, la división y una deficiente organización del trabajo puede ser fuente de diversas alienaciones. En el segundo volumen de Lademocracia en América, publicado en 1840, Tocqueville se expresaba así a propósito del impacto humano de la revolución industrial que había observado en Estados Unidos:
«Cuando un artesano se dedica continua y únicamente a la fabricación de un solo objeto, acaba por realizar su trabajo con rara destreza. Pero al mismo tiempo pierde la facultad general de aplicar su espíritu a la dirección del trabajo. Cada día se hace más hábil y menos industrioso, y se puede decir que en él el hombre se degrada a medida que el obrero se perfecciona. ¿Qué puede esperarse de un hombre que ha empleado veinte años de su vida en hacer cabezas de alfileres?»
La fábrica de alfileres era el ejemplo que había puesto Smith para ilustrar el incremento de productividad que suponía la división del trabajo, al que se debía la transición del régimen artesanal al industrial. Tocqueville, en cambio, lo emplea para expresar sus efectos humanos con una frase lapidaria: «A medida que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación más completa, más débil, limitado y dependiente llega a ser el obrero. El arte progresa, pero el artesano retrocede».
Esta fue, en parte, la razón, de que los pensadores de las décadas siguientes se preguntaran, cada vez con más insistencia, por los efectos de la especialización sobre el espíritu humano. Sin embargo, no se quedaban en el terreno individual, sino que se trasladaban al social:
«A medida que se va descubriendo [...] que los productos de una industria son tanto más perfectos y tanto más baratos cuanto más amplia es la manufactura y mayor el capital, hombres muy ricos y muy cultos se lanzan a explotar industrias [...]. Así pues, al mismo tiempo que la ciencia industrial rebaja sin cesar a la clase obrera, eleva a la de los patronos. A la par que el obrero confina cada vez más su inteligencia al estudio de un único detalle, el dueño extiende diariamente su mirada por más vastas totalidades»
Ilustración: Pedro Perles
Observando el desarrollo de la industria americana, Tocqueville advierte la formación de dos tipos humanos cuya desigualdad podría evocar la propia de sociedades aristocráticas. Procedente él mismo de una familia aristocrática, Tocqueville no podía menos que establecer la comparación en La democracia en América:
«El amo y el obrero no tienen, pues, aquí nada semejante, y de día en día difieren más. Son como los dos eslabones extremos de una larga cadena. [...] Un extremo se halla bajo la dependencia continua, estricta y necesaria del otro, y parece nacido para obedecer, del mismo modo que este para mandar. ¿Y qué es esto sino una aristocracia?... Pero esta aristocracia no se parece en nada a las que la precedieron… [...] No existe un verdadero lazo entre el pobre y el rico. [...] El manufacturero no le pide al obrero más que su trabajo, y el obrero no espera de él más que el salario. Ni el uno se compromete a proteger, ni el otro a defender...»
Han pasado casi dos siglos desde que Tocqueville escribiera estas palabras. Entretanto hemos tomado conciencia, cada vez más clara, del modo en que los cambios en el mundo del trabajo impactan en la personalidad individual y en la vida de la sociedad. Sabemos que la especialización no tiene por qué desembocar en alienación de la propia humanidad, siempre y cuando cultivemos también la visión de conjunto, y veamos nuestro trabajo particular en un contexto general. De hecho, la propia división del trabajo, en la medida en que incrementa la interdependencia recíproca, no tiene por qué generar alienación social, pues, como supo resaltar Durkheim, esa interdependencia funcional genera oportunidades de solidaridad, que está en nuestra mano aprovechar. Lo hacemos cuando nos reconocemos mutuamente formando parte de una misma sociedad, cuyo desarrollo genera sin parar nuevas necesidades y retos, a los que cada uno contribuye con el fruto de su trabajo, por lo cual merece respeto y reconocimiento.
ENTRELAZAR LA TECNOLOGÍA
Ningún trabajo, ningún trabajador, es una pieza aislada. Estamos embarcados en una obra común; nuestra forma de organizar el trabajo debería reflejarlo incluso en lo material: los trabajadores deberían ser los primeros en participar de los objetivos y beneficios de su empresa, de forma que perciban los múltiples modos en que su trabajo no solo sirve al avance de intereses individuales, sino al desarrollo de la sociedad, del mundo, porque eso es fuente de sentido para su labor.
Sin duda, a causa de la presión o la naturaleza rutinaria de ciertos oficios, sostener ese sentido cada día puede resultar costoso. De ahí también que Yeoman subraye la dimensión relacional involucrada en el descubrimiento y en la recreación de sentido: «La búsqueda de sentido —escribe— depende de procesos intersubjetivos y relacionales, a través de los cuales las personas construyen colectivamente fuentes de significado e instituciones que las hacen posibles». No por casualidad, en la vida de toda organización hay momentos —celebraciones, aniversarios, etcétera— que nos hacen recordar en comunidad este sentido, en un clima libre de presión, que nos permite también sanar o retomar relaciones dañadas.
En todo caso, el impacto de la tecnología en nuestras formas de trabajo añade actualidad a esta reflexión sobre su sentido. Sabemos que la tecnología incrementa la productividad, y, si bien la automatización induce a que se destruyan algunos empleos, provoca también la aparición de tareas que requieren de nuevo trabajo humano. Una de las personas que lo han estudiado en profundidad es el Nobel de Economía Daron Acemoglu. Ya en 2019 publicó con Pascual Restrepo un artículo titulado «Automation and New Tasks: How Technology Displaces and Reinstates Labor». Sostiene que, más que dibujar un futuro en el que la tecnología de sistemas autónomos e inteligentes induciría desempleo —lo que vaciaría de propósito muchas vidas—, se trata de avanzar hacia un escenario de complementariedad, en el que el incremento de la productividad no tenga lugar sin más a costa del empleo. La tecnología misma promueve tareas que requieren el desarrollo de capacidades específicamente humanas, tales como el juicio, la creatividad o la inteligencia emocional. Para eso, sin embargo, es preciso que el diseño tecnológico y la organización del trabajo se orienten en esta dirección, tal y como defienden Acemoglu, Autor y Johnson en su trabajo Can We Have Pro-Worker AI? para la iniciativa Shaping the Future of Work del MIT.
Esa perspectiva implicaría moderar la fascinación por la inteligencia artificial general. Como señala el propio Acemoglu en un artículo en Project Syndicate, «soñar con máquinas superinteligentes induce a que la industria ignore el potencial de la inteligencia artificial como tecnología de la información que puede ayudar a los trabajadores. Lo que importa es el conocimiento preciso en el área relevante, pero la industria no está invirtiendo en esto actualmente. Los chatbots que pueden escribir sonetos shakespearianos no ayudarán a los electricistas a realizar tareas nuevas y sofisticadas. Pero si piensas que la inteligencia artificial general está cerca, ¿por qué molestarte en ayudar a los electricistas?».
LA HEBRA IRREMPLAZABLE
En realidad, como señala Yeoman, desarrollar tecnologías que capaciten a los trabajadores en el ejercicio de sus tareas concretas constituye uno de los elementos más esenciales para una transición laboral justa y humana, centrada en la persona y su desarrollo; una transición que integre la productividad, la funcionalidad y la eficiencia dentro del paradigma más amplio del cuidado. Acemoglu tiene razón cuando afirma que «necesitamos un paradigma industrial que, más que celebrar la superioridad de las máquinas, enfatice su fortaleza más grande: aumentar y expandir las capacidades humanas». Ahora bien, para realizar este giro no basta innovación tecnológica, sino también innovar en el modo de organizar el trabajo.
A este propósito, quisiera llamar la atención sobre un libro de la socióloga Allison J. Pugh que tiene un título significativo: The Last Human Job: The Work of Connecting in a Disconnected World (Princeton University Press, 2024), todavía no traducido al castellano: El último trabajo humano: la labor de conectar en un mundo desconectado. En este libro, Pugh acuña la expresión connective labor —trabajo conectivo— para referirse a un trabajo reflexivo que, de modo casi imperceptible, la gente lleva a cabo en el curso de interacciones ordinarias «para expresar que se hace cargo, que tiene una comprensión emocional de la otra persona». Este tipo de actividad acompaña también a la práctica profesional, y, de hecho, constituye el corazón de oficios relacionados con la «enseñanza, salud, consejo, gestión o incluso de control de otras personas». En todos estos casos y muchos otros «la capacidad de ver a otra persona, de entender su perspectiva, permite a estos trabajadores ofrecer un mejor servicio que los hace más efectivos en sus tareas. A menudo invisible, este trabajo es parte de lo que hace posible que médicos, terapeutas, encargados de funerarias y una multitud de profesionales —desde maestros a peluqueros, a detectives— alcance las metas que consideran valiosas».
Pugh insiste en que este tipo de trabajo, invisible e invisibilizado, que precisamente en nuestro tiempo importa mucho poner en valor, no es solo un conjunto de soft skills que rodean lo que sería el «núcleo duro» del trabajo. En no pocas ocasiones son esas habilidades blandas las que marcan la diferencia en el modo de realizar el trabajo educativo, sanitario o de gestión, a causa de «los significados que transmite al trabajador y a la gente con la que se relaciona». En efecto: «La experiencia de ver y reflejar a otra persona de manera efectiva genera muchos otros bienes», tales como sentido, dignidad, propósito, etcétera, que no solo enriquecen al trabajador sino a aquellos que se relacionan con él a causa de su trabajo.
«Cuando nos permitimos contemplar los significados que las personas crean juntas —escribe Pugh—, entendemos que el trabajo conectivo no es solo el producto derivado de las habilidades o logros de un trabajador individual —que podrían o no ser remplazadas o aumentadas por las máquinas— sino que son un logro relacional, colectivamente producido por los humanos en concierto. Los hilos de conexión que emanan de este trabajo —los lazos que definen y vinculan al trabajador y a su cliente, los nodos de relaciones sociales y significado social, la resonancia— se tejen desde el núcleo de su humanidad. El trabajo, más allá de la tarea concreta, es un trabajo vital, si bien, en muchas ocasiones, está amenazado por la sistematización y la automatización…».
Entre los muchos ejemplos del modo en que este trabajo relacional contribuye de forma decisiva al desempeño profesional, quisiera referirme a uno en particular, que en una revista universitaria no nos resulta extraño: la educación.
¿Reemplazará la inteligencia artificial a maestros y profesores en su tarea educativa? Naturalmente, la respuesta depende de lo que esperamos de maestros y profesores. Si se espera apenas transmisión de contenidos, muchas veces los encontramos mejor en otros lugares. Pero la tarea educativa es mucho más que eso. Incluso si la IA se ajusta al nivel de aprendizaje del alumno, y emite refuerzos positivos ante su progreso, lo que no puede proporcionar es el reconocimiento y el sentido de la dignidad que emerge del mismo proceso educativo, que es siempre relacional. De ordinario, el chico que ha resuelto un problema de matemáticas sirviéndose de la IA desea compartirlo con sus padres o su maestro.
ENTRAMADO RELACIONAL
Entre las muchas entrevistas que realizó para la elaboración de su libro, Pugh relata los focus groups que dirigió en una privilegiada escuela de California a la que los empleados de Silicon Valley envían a sus hijos, y que, más que por la tecnología, se distingue por el trato personalizado que dispensa a sus alumnos. Esa imagen contrasta con varias escuelas públicas en lugares menos favorecidos en las que la tecnología informática ha servido para reducir la plantilla. Sin embargo, deberíamos procurar que el componente relacional del proceso educativo no se convierta en un lujo para unos pocos privilegiados, porque, de hecho, los bienes relacionales derivados de ese proceso constituyen su elemento central. Los alumnos obtienen algo más que conocimientos: obtienen reconocimiento y un sentido de la propia dignidad. Esa es la razón por la que la educación no puede reducirse a un conjunto de tareas, eventualmente reemplazables por apps.
Ilustración: Pedro Perles
El componente relacional es también insustituible en las profesiones sanitarias. ¿Cuántas veces es el acompañamiento y la capacidad pedagógica del personal sanitario lo que marca la diferencia entre la seguridad y la angustia? No es casual que educación y sanidad constituyan los dos sectores en los que se registra mayor burnout profesional. Con frecuencia se atribuye esta situación a que se trata de trabajos que involucran un exceso de relaciones. Con base en su propia investigación, Pugh se atreve en The Last Human Job a proponer una hipótesis ligeramente diferente: «Si tenemos en cuenta el significado que las personas extraen de su trabajo conectivo […] podemos revisar lo que sabemos acerca del burnout […]. Tal vez no se debe a un exceso sino a un defecto de relación. El burnout puede estar originado por la experiencia de una relación impedida, algo que tiene lugar cuando factores de tipo organizacional, estructural o personal vuelven imposible que las relaciones sean fuentes de sentido o dignidad».
Por supuesto, la naturaleza del trabajo debe informar el modo de organizarlo. No es lo mismo protocolizar el trabajo de una planta de producción de coches que el de un hospital o una escuela. Como saben los médicos, la atención de algunos pacientes puede llevar más tiempo del que el gerente estima razonable, porque, además de los aspectos técnicos, no podemos dejar de lado los relacionales. Aquí tenemos un reto para las organizaciones, según Pugh: «Desarrollar una arquitectura social que, mediante diseño relacional, cultura conectiva y distribución de recursos, cree las condiciones precisas para las interacciones humanas» en el curso de las cuales desarrollamos significado.
Los bienes relacionales que emergen del trabajo cotidiano no son algo secundario ni marginal: son fuente de significados compartidos, en los que se pone de relieve la dimensión humana del trabajo. De preservar esos bienes depende que, en la práctica, el trabajo se perciba como un lugar de crecimiento ético, no regido únicamente por los imperativos de la racionalidad instrumental. Aunque esos bienes relacionales no pueden generarse por decreto, ni comprarse con dinero, sí cabe propiciar su aparición con políticas empresariales y sociales adecuadas, que tomen en cuenta las condiciones relacionales de la productividad, dentro y fuera de la organización. La respuesta al trabajo alienado no consiste en la utopía del postrabajo, sino en la práctica del trabajo humano.
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