Empecé a escribir esta columna poco después de que el ministro principal de Escocia hubiera presentado su dimisión con apenas trece meses de mandato. Se llama Humza Yousaf. Es un musulmán nacido en Glasgow, miembro del Partido Nacional Escocés que en marzo de 2023 sucedió en el cargo a la más conocida Nicola Sturgeon, obligada a dimitir por un caso de corrupción. Solo en una parte del mundo, la occidental, podría producirse un fenómeno de estas características: que una persona de raza y religión ajenas a las del país consiga acceder a un cargo semejante. El nombre de Yousaf y la tolerancia que representa habían surgido en un almuerzo con dos profesores del máster que dirijo: un reputado productor audiovisual y uno de esos periodistas sabios que han vivido en medio mundo, tienen obra publicada en todos los géneros literarios y se desenvuelven sin problemas en no sé cuántas lenguas.
Me parece que fui yo quien prendió la mecha sin querer, con una anécdota menor. Hablé de un amigo coreano, muy simpático, que estaba pensando cambiar su enorme coche de muchos años y prestigiosa marca europea. Preguntaba a menudo por las prestaciones del que conducía yo, y llegué a dar por supuesto que terminaría comprándose el mismo modelo. Un buen día apareció con uno muy similar al mío pero de una marca de su país. Se justificó sin necesidad: «No puedo presentarme delante de los coreanos con un coche japonés». Por entonces encabezaba la pequeña comunidad de paisanos suyos que viven en Galicia. El comentario me hizo pensar en una especie de rencor patriótico en su decisión y lo atribuí mentalmente a la pesada ocupación japonesa que sufrieron en el primer tercio del siglo pasado. El escritor y periodista con el que compartíamos almuerzo amplió esa visión a tiempos más recientes y a experiencias que han padecido los coreanos en Japón y que en algunas zonas quizá todavía padecen.
Dije algo sobre prácticas incluso más graves contra los extranjeros en China y en otros países en los que apenas se aceptan inmigrantes, refugiados o, en general, personas de otras nacionalidades. Y ahí el escritor se encorajinó y sacó a relucir el caso citado de Humza Yousaf, que llegó a ser jefe de un Gobierno autónomo en uno de los territorios en los que más se ataca la supuesta prepotencia etnocéntrica de la cultura occidental: Reino Unido, cuyo anterior primer ministro, Rishi Sunak, es de ascendencia india y tampoco comparte color de piel ni religión con Yousaf ni con los ingleses de toda la vida. Ni con Vaughan Gething, nacido en Lusaka, Zambia, y de raza negra, que ha presidido fugazmente el Gobierno autónomo de Gales. Los tres, además, sucedieron a tres mujeres.
Podemos autoflagelarnos tanto como queramos, decía el escritor. «Es como lo de la esclavitud». Me desconcertó. «Pues sí, tuvimos esclavos. Es verdad. Pero también es cierto que las sociedades occidentales fueron las únicas que se plantearon la inmoralidad de esa práctica y lucharon contra ella hasta hacerla desaparecer. O por lo menos, fuimos las primeras en intentarlo». Lo he entrecomillado pero solo por facilitar la claridad. Obviamente, ni grabé ni tomé notas, así que no se trata de afirmaciones literales.
Después de desplegar esos datos, mi amigo periodista concluyó que la sociedad occidental no es perfecta, pero que habíamos conseguido un nivel de integración, de libertades y de tolerancia que resulta imposible encontrar en otras civilizaciones actuales o pretéritas. «Tienes ahí un buen artículo», le dije. Me contestó que no pensaba escribirlo. Que, en todo caso, lo escribiera yo y sin citarle. Hecho.