Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Aquel resplandor silencioso

Texto Victor Javier García Molina, especialista en Historia militar y colaborador de ABC / Fotografía Getty Images y Agencia EFE 

El 6 de agosto de 1945, hace setenta años, el superbombardero B-29 «Enola Gay» arrojó sobre Hiroshima la primera bomba atómica de la historia. La explosión arrasó casi por completo la ciudad y provocó la muerte instantánea de ochenta mil personas. 


Muchas personas más, miles, hasta ciento cuarenta mil  fallecieron en el bombardeo y en los días que siguieron a aquel 6 de agosto. Otras soportaron durante años las secuelas de la radiación, para terminar muriendo por esa causa. Dos días después del ataque a Hiroshima, Japón recibió la noticia de que la URSS había roto su pacto de neutralidad, en vigor desde abril de 1941. A continuación, el Ejército Rojo invadió la provincia china de Manchuria, entonces en poder del imperio japonés.

El 9 de agosto, una nueva desgracia golpeó al emperador Hirohito y a su Gobierno cuando el B-29 Bockscar, con el mayor Charles Sweeny al mando, sobrevoló Nagasaki para repetir el diluvio de fuego. El objetivo inicial, Kokura, había amanecido cubierto de nubes, lo que la salvó de la destrucción.

Seis días después de la segunda bomba, Hirohito se dirigió por radio a su pueblo. Era la primera vez que escuchaban su voz, y lo hizo para anunciarles que era necesario «soportar lo insoportable»: la rendición incondicional. La Segunda Guerra Mundial, el conflicto más sangriento de la Historia, llegaba a su fin.

Cuatro años antes, en diciembre de 1941, Estados Unidos había entrado en la guerra en respuesta al ataque japonés contra Pearl Harbor, al que siguió una serie de contundentes victorias niponas durante los primeros meses del conflicto. Gracias a ellas, Tokio había realizado una rapidísima expansión. Esos triunfos, además, contuvieron a China, enfrentada a Japón desde 1937.

En la batalla de Midway (junio de 1942), los aliados hundieron la flota de portaaviones de la Marina imperial. Ese triunfo marcó el punto de inflexión de la guerra del Pacífico y el inicio del ocaso militar japonés, incapaz ya de alcanzar una paz negociada, al menos si pretendía retener sus conquistas en el sudeste asiático, rico en las materias primas que Japón necesitaba.

Sin embargo, la guerra aún duraría tres largos años, en los que el Ejército y la Marina niponas se opusieron con una determinación fanática a los Estados Unidos y sus aliados (Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y Holanda). Estos aplicaron la estrategia bautizada como «salto de rana», que consistía en avanzar de isla en isla sin acometer un ataque general sobre Japón. De ese modo, el ejército nipón veía cómo sus enemigos se acercaban inexorablemente al «sagrado territorio». 

Bajo el yugo del Bushido

El Ejército imperial estaba regido por el código Bushido, que consideraba la resistencia a ultranza y el sacrificio absoluto como las mayores virtudes militares. No seguir esos principios representaba traicionar al emperador, una autoridad suprema y divina. Tal acción solo era comparable a rendirse en combate, una deshonra ante la que solo cabía el suicidio. La capitulación, por tanto, era incompatible con la mentalidad bélica japonesa, y con un sistema político que, aunque formalmente parlamentario, era un régimen muy militarizado.

Esa cultura, compartida también por el emperador, permitió la aprobación del plan Ketsu-Go en enero de 1945. Según se especificaba en él, en caso de invasión tanto los soldados como los civiles lucharían hasta la muerte. A aquellas alturas  ambos bandos consideraban inevitable la invasión, debido al curso de la guerra en el Lejano Oriente. 

La implantación de la «guerra total» que suponía el Ketsu-Go demuestra el estado de catástrofe en el que vivía el Ejército japonés. La campaña submarina estadounidense había estrangulado las rutas mercantes y militares de la Marina imperial, destrozada definitivamente en las batallas de las Marianas y del golfo de Leyte. Además, las ciudades japonesas sufrían continuos bombardeos, prácticamente sin oposición antiaérea. Las zonas industriales y los núcleos urbanos estaban destruidos, situación que se unía a las dificultades de suministro. La población soportaba una creciente hambruna, y la situación era insostenible. Sin embargo, el emperador y el Gobierno liderado por Hajime Sugiyami —sustituto del famoso general Tojo, forzado a dimitir— se resistían a reconocer que la guerra estaba acabada para  Japón, opinión compartida por la inmensa mayoría de los mandos militares. Aunque asumían la imposibilidad de vencer a Estados Unidos, esperaban contar con los suficientes soldados y pertrechos para que el coste de la invasión de Japón fuese intolerable para los aliados. Precisamente en ese momento, comenzaron a actuar los kamikazes, término japonés que significa «viento divino» y que pasó a designar a los pilotos suicidas que se lanzaban contra los barcos norteamericanos. De ese modo, según pensaban en Tokio, se podría negociar el fin de la guerra.

El Ejército japonés ya había ofrecido ejemplos de su férrea determinación, llevada al paroxismo en las batallas de Iwo Jima, en febrero de 1945, y Okinawa, durante el verano del mismo año. Iwo Jima era un islote de veinte kilómetros cuadrados que pertenecía al territorio metropolitano japonés y, como tal, la consideraban tierra sagrada. Durante más de un mes, los estadounidenses se sumieron en una lucha sin cuartel contra un enemigo casi invisible cuyo objetivo no era la victoria sino causar el mayor número posible de bajas antes de caer aplastado. La victoria de los marines en «El Infierno», como llamaban a Iwo Jima los invasores, tuvo un regusto amargo. Por primera vez en el transcurso de la guerra en el Pacífico, los vencedores sufrían más bajas que unos vencidos a quienes la derrota no impedía luchar hasta el último aliento.

La situación se repitió en la batalla de Okinawa, librada en la primavera de 1945, donde la lucha fue aún más cruel. Si en Iwo Jima la escasa población había sido evacuada, en Okinawa los civiles se vieron envueltos en la guerra y aproximadamente un tercio de la población inicial —unos cien mil civiles— pereció. Entre ellos, los que cometieron suicidios colectivos, inducidos o alentados por las autoridades militares presentes en la isla. Tras la victoria estadounidense, Okinawa quedó arrasada (poblados, infraestructuras…).Era un aviso de lo que les esperaba a los aliados si invadían Japón.

 

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