Las más recientes crisis globales —tanto la guerra en Ucrania como la pandemia— han puesto el foco sobre las dos caras de la moneda de los derechos de propiedad industrial e intelectual. Por un lado, su importancia para garantizar la innovación y, en definitiva, el desarrollo tecnológico y cultural de la sociedad. Por el otro, el peaje de los derechos de exclusiva que otorgan a sus titulares y su alcance comercial cuando tienen por objeto tecnologías disruptivas.
En el ámbito sanitario, la gestión de la emergencia a raíz del covid-19 ha elevado el número de críticos con la industria farmacéutica. Algunas voces se cuestionan la conveniencia de que vacunas y medicamentos estén cubiertos por derechos de patente, e incluso atribuyen a estas compañías la creación deliberada de alarmas como estrategia para incrementar sus ventas. Ahora bien, si hay un sector donde los derechos de exclusiva —en este caso, los derechos de patentes— juegan un papel clave para el progreso científico, ese es el farmacéutico. Sin esa recompensa que brinda el ordenamiento jurídico —la patente— por divulgar la invención y ponerla al servicio de la comunidad, resultaría imposible asumir los multimillonarios gastos que genera el descubrimiento de fármacos y vacunas, incluidos los que se quedan en el camino, que son muchos más de los que finalmente alcanzan el mercado. El coste de desarrollo de un medicamento, teniendo en cuenta las anteriores circunstancias, se calcula en torno a los 2500 millones de euros.
La solución al acceso a los medicamentos y a las vacunas no radica, como también se ha sugerido, en suspender los derechos de patente en situaciones como las que hemos vivido. Porque el marco legal —y no solo el español— dispone de herramientas para garantizarlo sin necesidad de expropiar o vaciar de contenido los derechos del titular, aunque parezca lo más fácil y hasta aplaudido, si el discurso de partida no es el adecuado. Por ejemplo, relacionado con las vacunas, si el titular de la patente no produce la cantidad necesaria, se le puede imponer la concesión de licencias obligatorias a favor de terceros dispuestos a explotar la patente. Este tipo de medidas suponen un instrumento eficaz para que determinados medicamentos lleguen a la población de territorios comercialmente olvidados a través de iniciativas públicas o de entidades benéficas.
En la desgraciada invasión rusa a Ucrania, la suspensión de los derechos de exclusiva de las compañías de los denominados países hostiles se ha incorporado por primera vez —que sepamos— dentro de las sanciones económicas impuestas por las naciones enfrentadas. Mediante decreto, el Gobierno de Vladímir Putin aprobó en mayo que cualquier persona o empresa que cuente con el visto bueno del Kremlin pueda explotar una patente registrada en una región hostil, sin la obligación de pagar indemnización alguna en el caso de que el titular de la patente reclame en los juzgados. Barra libre para infringir cualquier patente.
A través de un decreto posterior, el Gobierno ruso blanqueó, asimismo, las llamadas importaciones paralelas, que suponen la introducción en su mercado, sin el consentimiento de la otra parte, de productos puestos a la venta por el titular de la marca en otro mercado diferente. Con esta medida se trataba de evitar el embargo de exportación a Rusia de artículos amparados por determinadas marcas, sobre todo en el sector del lujo. Cuando la mayoría de las firmas extranjeras del sector textil dejaron de operar en Rusia, el Gobierno de Putin parece que pasó a considerar los bolsos como bienes de primera necesidad.
Los derechos de propiedad industrial e intelectual no constituyen, desde luego, la solución a los conflictos de orden mundial. El patrimonio intangible de nuestras empresas debería contribuir al progreso de la sociedad y al bienestar de sus individuos. Que no sean ni un arma ni un objetivo a derribar.