Se hizo famoso a los setenta y cinco por un superventas inesperado: La crisis ninja y otros misterios de la economía. Después, a los de la tele les hizo gracia que tuviera doce hijos y cuarenta y nueve nietos y, además de ser un gurú económico, se convirtió de golpe y porrazo en un gurú de la vida familiar. Empezó a escribir en 2008 y en marzo iba a publicar su título número doce, pero el coronavirus lo desbarató todo. El hombre que nos explicó la crisis de hace una década no sabe si podrá explicarnos esta.
Son las dos de la tarde y Leopoldo Abadía ha bajado al bar de la esquina. Entra impecable en el garito, con corbata y pañuelo, con su bastón y su porte de ministro. Debe de venir mucho, porque la camarera, confianzuda, le llama Leo. Pide un whisky y, con la misma confianza, le dice que no se corte, que eche un chorrito más. Está de muy buen humor. Le acompaña su hijo Gonzalo, el undécimo de doce y a la vez su manager. «Toda la vida trabajando... para que mi hijo sea ahora mi jefe», se queja. Apenas se sientan entra un chico espigado con el casco de la moto colgado del brazo. Es Íñigo, uno de los cuarenta y nueve nietos del famoso economista. Se casó hace un año con Almu y están esperando un bebé.
Íñigo, que no ha leído los libros de su abuelo sobre familia —aunque sí los tres primeros, los de economía—, acaba de llegar de Dublín de visitar a su hermano Borja mientras Almu se iba de viaje con sus amigas. «¡Qué cosas hacéis los matrimonios de ahora!», comenta el patriarca.
Hace unos días, en el ascensor de una clínica, una señora le dijo a Leopoldo Abadía:
—Usted sale en la tele, ¡enhorabuena!
Se ve que en España, pensó el hombre, hay dos clases sociales: los que salen y los que no. Y yo soy de los que salen.
Leopoldo Abadía se divierte siendo famoso. Da la sensación de que le importa un pimiento su fama, que se lo toma más bien como un hobby. Podría ser porque, cuando uno se pasa toda la vida trabajando y se hace famoso con setenta y cinco años, entonces ya le pilla de vuelta. El otro día descubrió su nombre en una lista de celebrities y le pareció divertidísimo porque no sabe lo que es una celebrity. Tiene una foto con Belén Esteban y Mario Vaquerizo que dice que venderá cuando vaya apurado de dinero. Para referirse a los famosos patrios dice «mis amigos de la farándula». A algunos los invita a una comida que suele organizar en verano. Se lleva muy bien, por ejemplo, con Risto Mejide, que le hizo caer en la cuenta de que él inventó el primer máster de España durante sus comienzos en el IESE. Se incorporó a la escuela de negocios en 1962. Con veintinueve añitos lo mandaron a Harvard junto con otros profesores jóvenes bajo la categoría de faculty associate.
—Es decir, que podías entrar en cualquier clase y hablar con quien quisieras —explica—. Pero no supimos a lo que íbamos hasta un mes más tarde. Cuando ya estábamos en la gloria bendita apareció Antonio Valero, el primer director del IESE, para decirnos que quería empezar un programa que se llamaría máster. Aunque no te lo creas, la palabra máster no existía, igual que no existía la palabra móvil ni tantas otras.
Uno de los profesores que estaban allí le preguntó a Valero: «¿Por qué le habéis puesto ese nombre?». Y Antonio dijo: «Por su honda raigambre académica».
—¡Fíjate! —sonríe ahora Leopoldo, al recordarlo—. ¡El primer máster de España lo puse en marcha yo! Y no me di cuenta hasta el año pasado. Me quedé muy contento de mí mismo cuando me lo dijo Risto.
Calcula que desde 2008 ha concedido más de mil entrevistas. Le encanta. Solo hay que ver lo bien que se lo pasa en el programa de Buenafuente.
Todo el sarao comenzó aquel año. Él escribía para sí mismo un diccionario de términos económicos para no perderse en la marabunta de información empresarial. Por ejemplo, si leía concurso de acreedores, escribía la voz en su diccionario personal y anotaba: la antigua suspensión de pagos. «Como no entendía la crisis —dice— me fui al IESE, cogí los papeles de allí y empecé a poner comentarios al margen, y me salió un vocablo que en vez de ocupar cuatro líneas era de seis páginas». Crisis: y seis páginas de definición. Lo dejó como un anexo sin firmar y se lo envió por correo electrónico a dos amigos que estaban en consejos de administración de empresas. Uno de ellos lo mandó a la papelera sin abrirlo, pero el otro no.
Al cabo de quince días un hijo suyo le llamó para decirle que aquello estaba corriendo por toda Barcelona. Será la clásica exageración, pensó él. Lo habrán leído el vecino de arriba y el del bar de abajo. Pero no: era toda Barcelona. Después de otras dos semanas el artículo llegó a su despacho con una nota que decía: «Seguramente os interesará. No sabemos quién lo ha escrito, pero por el estilo debe de ser un joven estudiante universitario». «¡Sí, señor!», dice él, jocoso por el piropo. La cosa, en fin, se fue de madre. Hubo un par de aprovechateguis, como diría Rajoy. Uno, que además resultó ser directivo de un banco importante, ya había hecho circular el artículo firmado por él. Y otro, «movido por pura admiración hacia usted», según le dijo a Leopoldo, había registrado la marca Leopoldo Abadía®️. Entonces fue cuando colgó el artículo en un blog que acumula ya cinco millones de visitas. Un poco después le llamaron de la editorial Espasa para pedirle que escribiera un libro. Abadía tenía la esperanza de que detrás de las palabras «le pondremos toda la ayuda que usted necesite» se escondiera la posibilidad de un amanuense de escritura, pero de eso nada. Era mucho cariño lo que pusieron, pero nada más que eso. Por fin, en enero de 2009 se publicó La crisis ninja y otros misterios de la economía actual.
Gonzalo Abadía dijo en una reunión con varios trabajadores de Espasa:
—Hagamos una porra: ¿cuánto decís que vendemos?
—Yo digo que siete mil —se atrevió Ana Rosa Semprún, directora de la editorial.
—Nueve mil —apuntó Olga Aldeva, editora.
—Noventa mil —dijo Gonzalo.
—Mira, Gonzalo —le explicó Ana Rosa—, es que en no ficción no se vende eso.
—¡Cien mil! —subió él la apuesta.
Al final vendieron ciento cincuenta mil, y Leopoldo Abadía se convirtió, de la noche a la mañana, en un gurú económico.
El mejor viaje de su vida lo hizo por su ochenta cumpleaños. Le habían invitado a dar una conferencia en un hotel de Girona. Al entrar a un salón de actos abarrotado se dio cuenta de que toda aquella gente era su familia. Una familia que, más que tal cosa, es una tribu. Está formada por Leopoldo y Elena y sus doce hijos. Blanca es la primogénita. Leo, el segundo, se casó con Regina, se fueron a vivir a México y tuvieron a Javi (que a su vez se casó con Gabriela y tuvieron a Gabrielita y esperan otro bebé), a Rocío, Regina, Borja, el que vive en Dublín, Íñigo, el que se ha casado con Almu y espera un bebé, Teresa, que estudia en Pamplona, Carmen, que también, Fabiola, Poldi y Pepe. Javi, el tercer hijo de los Abadía, se casó con Mercedes y tuvieron a Bosco, Álvaro, Marta, Gonzalo e Inés. Carlos, número cuatro, casado con Maite, tiene siete hijos: Paloma, que es la mayor de los que están en Navarra y es una sucursal del matriarcado en la Comunidad foral, Blanca, Leyre, que también estudia en la Universidad, Cris, ídem, Itziar y Carlos, que son gemelos o mellizos, sus hermanas no lo tienen muy claro, y Beatriz. La quinta hija del matrimonio, Elena, sufrió una poliomielitis de pequeña que la dejó limitada de movimientos, pero eso no le impidió estudiar Medicina y ejercer de médico, casarse con Javi y traer al mundo a Miguel y Alejandro. El sexto Abadía, Jorge, tiene con Belén, su mujer, a Jorge, Katia y Elena. Fer, el séptimo, se casó con Vero y tuvieron a Gabriela, Íñigo, Manuela y Fer. El octavo es Rafa, que se casó con María Teresa, a la que todos llaman Chiqui, y entre los dos criaron a Pablo, que tiene un don para imitar a la gente, a Carolina, a Santi, a Nacho, a Alicia, a Guillermo, más conocido como Billy, y a Sol. La novena Abadía es Cris, que se casó con Pedro y tuvo a Pedro, María y Victoria. Mage, la décima, casada con Alberto, trajo al mundo a Javier, Gonzalo y Diego. El undécimo, Gonzalo, que es el jefe del abuelo, tiene tres hijos con Anna: Cecilia, Rafa y Gonzalo. El pequeño, Alfonso, se casó con Helena y tuvieron a Mateo y Catalina. Si no fallan las cuentas, salen setenta y siete miembros de la familia entre abuelos, hijos, nietos, bisnietos, cónyuges y bebés en camino. ¡Toda aquella gente reunida en un hotel de Girona para celebrar el ochenta cumpleaños del abuelo!
—Allí descubrimos que tenemos primos guays —cuenta Pablo, uno de los que estudian en Pamplona.
—Y fue superdivertido porque no dormíamos con los padres sino con los primos de nuestra edad —corrobora Carmen.
Además de ellos dos, se graduarán en la Universidad Leyre y Cris, que son hermanas, Teresa, la hermana mayor de Carmen, y Paloma. Paloma ejerce de delegada del gobierno familiar en Navarra e invita los domingos a comer a sus primos a su piso. Los cuatro más jóvenes están sentados alrededor de una mesa del Rumbos, una de las clásicas cafeterías de Pamplona donde los estudiantes tienen sus primeras citas. Los cuatro andan entre primero y segundo de carrera y tienen el mismo grupo de amigos.
—Los mayores nos encargamos unos de otros —afirma Pablo—, y de los pequeños se ocupan sus padres, no los abuelos.
Esa es una de las tesis que defiende Leopoldo en Abuelos al borde de un ataque de nietos. Después de publicar sobre economía y criar hijos, empezó a escribir sobre ser abuelo. Tiene otros títulos divertidos como Yo de mayor quiero ser joven o Cómo hacerse mayor sin volverse un gruñón. Eso último, lo de no volverse un gruñón, quizá no será tan fácil para las próximas generaciones, que, según dice, no van a tener pensión.
—Cuando los pobres ministros dicen «El futuro está garantizado», déjales. Eso no es ni posverdad. Pero es que tienen que comer… Con el método de reparto de España, eras joven y trabajabas para los viejos de entonces con la idea de que cuando fueras viejo los jóvenes de ahora te pagarían. Pero ocurren dos cosas. Una: que en Europa hemos decidido no tener hijos (no lo digo por mí, es un plural mayestático); y, dos, que los viejos viven cada vez más. El plan de las pensiones tal y como está ahora tiene un futuro muy feo. A mí me parece que debemos evolucionar a un sistema de capitalización como el austriaco: te descuentan al mes lo que sea la seguridad social y eso se mete en un fondo que es tuyo. El tío de ochenta años todavía se muere cobrando, pero al de treinta hay que decirle que se monte un plan de pensiones ahora. La gente te dice: «Ya, claro, y les hago el negocio a los bancos». Me da lo mismo. Tú haz negocio con quien quieras, pero prepárate algo porque, si de aquí a treinta años no puedes vivir, tampoco podrás decir que la culpa es del banco. No, la culpa será tuya.
Los nietos tienen veinte años y viven instalados en la carcajada, como cualquier congénere de su edad. No son, en fin, pequeños gurús económicos ni activistas de las familias numerosas. ¿No están cansados de ser los nietos de?
—No, yo encantada —dice Cris, que ya se ha terminado su cerveza.
—Es que la fama del abuelo no es en plan la fama de un actor —puntualiza Carmen, de la rama mexicana—. Es mucho más chill. Hace cosas muy buenas y cae muy bien.
—A mí me encanta ser su nieta, eh, estoy muy orgullosa —tercia Leyre, la hermana mayor de Cris.
—Sí, pero luego igual... —titubea Pablo—. Me da rabia cuando sacas una buena nota y hay quien dice: «Claro, como es nieto de Leopoldo…».
Pablo trabajó durante un tiempo con su tío Gonzalo. Acompañaba al abuelo a sus conferencias, le organizaba la agenda, escuchaba siempre las mismas anécdotas, como la del torero que se encontró en el ascensor de un hotel. Se ve que el torero volvía hecho polvo de la corrida y su subalterno le dijo que no hacía falta que torease la tarde siguiente, que lo cancelarían. «No, no —dijo el torero—, tengo que hacerlo por la gente».
—El abuelo siempre cuenta esa anécdota —confiesa Pablo— que por lo visto le ayudó a no sé qué. Ya no me acuerdo, de tantas veces que lo he escuchado.
Todos se vuelven a reír.
Los nietos tienen un grupo de WhatsApp que se llama «El ninja y sus chavales». Según el abuelo, en el chat «ellos hablan durante el día y yo les contesto por las noches». Según sus nietos, es una especie de agenda familiar en la que su abuelo les recuerda las fechas importantes y las que no lo son tanto. Hoy hace veintitrés años que falleció la bisabuela Águeda. Hoy se cumplen treinta y cinco años de la primera confesión de la tía Cris. Ellos le cuentan qué han hecho ese día, le mandan fotos de sus actividades.
—El otro día —cuenta Leopoldo sentado en el sofá de su casa— les puse: «¿Dónde estáis?». En Roma, en Atenas, en México… Y yo pensaba: «Esto antes se llamaba viajar». Pero ahora ya no. El de Roma había cogido un vuelo de RyanAir a casa de un amigo y por 33 euros había ido, había estado y había vuelto. Lo que hace la globalización es que antes los barrios de Barcelona se llamaban Pedralbes o Poblenou y ahora se llaman Londres, Shangáis o Washington.
A sus 86 años, Leopoldo Abadía ve muy bien todo esto de la globalización. ¿Es más difícil ahora que hace cincuenta años encontrar un buen trabajo y formar una familia?
—No. Pero tienes que estar dispuesto a moverte, a vivir en Guatemala tres años y luego otros tres en Alaska, y hay que hablar el inglés como el castellano.
Lo suyo, dice, fue parecido, salvando las distancias. Abadía nació en Zaragoza en 1933 en una familia formada por su padre, su madre y él. La Guerra Civil la pasó como en La vida es bella. Con tres años, cuando los aviones sobrevolaban la ciudad y sonaban las alarmas, su padre se lo subía a caballito para bajar cantando al refugio antiaéreo. De su madre aprendió a vivir el optimismo tal y como él lo entiende, «que no es decir que no pasa nada, porque pasan muchas cosas. El optimismo es luchar con uñas y dientes para salir adelante de una situación concreta».
—Cuando salía del colegio —recuerda— me sentaba en una mesa, y mi madre se ponía al lado a hacer vainica o a leer, y yo a estudiar. Y cuando habían pasado veinte minutos, «¿Te lo sabes? A ver». Y me tomaba la lección. «Todavía no te lo sabes, sigue». Mi madre me enseñaba que lo que no me sabía me lo sabría; que lo que me fallaba no me fallaría. Nunca me dejó rendirme.
Su familia vivía de una tienda de ropa. En 1950 su padre le dijo: «Si te animas a estudiar ingeniero textil, cuando acabes nos montamos tú y yo una fábrica de confección». El Leopoldo Abadía de diecisiete años no sabía ni lo que era una fábrica de confección, pero aceptó y le mandaron a Barcelona en avión. Apenas llegó a tratar «de hombre a hombre» a su padre, porque murió en un accidente cuando él tenía veintiún años y estudiaba en Barcelona.
Al principio lo repetía mucho, que él no es economista, que es ingeniero textil, pero los periodistas no le hacían ni caso y él dejó de decirlo. Para ser sinceros, cuando inauguraron la facultad de Económicas en Barcelona, se matriculó en la carrera y solamente aprobó dos asignaturas: Derecho Civil e Historia de la Economía Fundamentalmente Moderna. De aquella época en blanco y negro data también el prolegómeno de su historia de amor con Elena Jordana.
Él había quedado con otra moza, pero en la España de los cincuenta un chico y una chica no salían solos, así que él fue con un amigo y ella con Elena Jordana. Y, caray, la que le gustó fue la otra.
—En un guateque me abrió la puerta Elena —recuerda—. Cuando la vi pensé: «Ya está». Nos pasamos toda la noche hablando. Eso fue un 30 de marzo. El 3 de abril le pedí para salir, el 7 salimos otra vez, el 18 me declaré, el 24 me dijo que sí y fijamos la fecha de la boda. Y la cumplimos con un día de retraso, porque la iglesia estaba ocupada.
En Zaragoza, en aquella época, sucedía un fenómeno de interés turístico regional: el encierro de las Jordanas. Elena tiene cinco hermanas, y hubo un momento en que las seis tenían novio. Y los seis novios dejaban en casa a las seis hermanas a las nueve y media. Ella estudiaba Medicina y le explicó que no se podía casar hasta que terminara la licenciatura. Pero se ve que se lo pensó mejor y a los quince días dejó la carrera.
—Ahora que han inventado la conciliación no se enteran de que ya la habíamos descubierto hace muchos años. Ella se quedó de directora general responsable de aprovisionamiento, logística, recursos humanos, administración y finanzas. Y yo, de director comercial: traía los pedidos a casa. ¡Y funcionaba! Perfectamente.
Leopoldo viajó mucho. El matrimonio se esforzó para que los niños no lo acusaran. Si tenía que hacer en una semana Madrid-Sevilla-Bilbao, no empalmaba: iba a dormir a casa. Hacía Barcelona-Sevilla, Sevilla-Barcelona. Al día siguiente Barcelona-Bilbao, Bilbao-Barcelona. El objetivo del plan no era dormir en casa, sino que los hijos lo viesen todos los días, así que su madre no los dejaba acostarse hasta que el papá volviese de trabajar.
—Llegaba a la una... Los niños estaban cansados, pero me estaban esperando. Yo estaba tres minutos con ellos porque no podía con mi alma, les daba un beso, rezaba con ellos, los acostaba... ¡y adiós! Mis niños nunca supieron que papá no estaba. Te cansabas mucho, era quizá un poco más caro. Pero lo que había que hacer era querer, y querer con esfuerzo.
Querer con esfuerzo. En el fondo ese es el planteamiento del matrimonio Abadía-Jordana, la receta con la que han sacado adelante a sus doce hijos. Leopoldo Abadía tiene una «mítica conferencia», como dicen sus hijos, que se titula 26 cosas que hay que hacer para que una familia funcione bien, y que ya impartía mucho antes de ser un gurú. Cuando se enteraron los de Espasa le propusieron hacer un libro con eso, pero escucharon mal al teléfono y la primera propuesta de portada llevaba como título 36 cosas que hay que hacer para que una familia funcione bien. Por no decepcionar a su editora, Abadía se propuso inventar diez puntos nuevos y al final le salieron cincuenta y tres. Así que el número no es importante. Es un poco como lo de los diez mandamientos que se resumen en dos. Al final, el resumen de las cincuenta y tres, o treinta y seis, o veintiséis cosas que hay que cumplir es ese: querer con esfuerzo. O, dicho de otra forma que Abadía emplea en sus conferencias para despertar la atención del público (la primera vez que lo dijo fue en un teatro en Sevilla que produjo jugosos titulares): el matrimonio tiene que hacer el amor todos los días. Cuando se acaban las risas, los codazos y las miraditas suplicantes o angustiadas, él termina su frase. «El matrimonio tiene que hacer el amor todos los días, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos».
—Hombre, claro —explica desde su sofá—, el amor se fabrica día a día. Cuando estás recién casado, el amor es de una manera. Y luego se mantiene y va aumentando, pero hay que cuidarlo.
También en los momentos difíciles. Especialmente en los momentos difíciles. Como cuando, en 2012, Elena pasó un cáncer en la boca muy duro y estuvo desde julio hasta octubre ingresada en la Clínica Universidad de Navarra.
—Yo ahí vi que éramos una familia de verdad —dice su nieto Pablo. Detrás de él, a través de la ventana, se ve la Clínica—. Cómo se iban turnando los hijos para cuidarla.
—La operación duró dieciséis horas —recuerda Carmen.
—Aquello fue cuando más famoso era el abuelo —apostilla Pablo—. Es como que la vida te da pero te quita, y luego te da más, porque la abuela ahora está perfecta.
Esas cosas, dice Leopoldo, primero hay que digerirlas. Y en ese proceso de digestión ayuda mucho tener una familia normal. También ayuda la fe, que es algo que se vive en casa de los Abadía. En 36 cosas que… escribe: «No sabéis lo agradable que es llegar a casa y que un chavalín te abra la puerta y te diga: “Papá, ¿qué tal ha ido en esa cosa tan difícil que tenías que hacer hoy? Yo he rezado mucho por ti”».
—Hablando del cáncer, recuerdo que una vez estaba agobiada con la uni —sigue contando Carmen en el Rumbos— y le mandé un audio en plan: «Abuelo, estoy agobiada». Él siempre contesta: «Carmen, guapa», y ya está, esa es su contestación. Pero esa vez me dijo: «Vete a la ermita y pídeselo a la Virgen del campus, que hace milagros». Desde entonces, cada vez que me siento así, me acuerdo de la abuela y voy un rato a la ermita.
El despacho de Leopoldo Abadía, en su casa de Barcelona, no es muy grande. O no lo parece porque las estanterías están a rebosar y llegan hasta el techo, y las paredes también están llenas de fotos, de recuerdos, de recortes de prensa, de premios. Y la mesa está llena de papeles. Más que un despacho es un baldaquino barroco. Pero en ese mar indiferente de pequeños objetos llama la atención un regalo que le trajeron de Colombia: una imagen de san José dormido al que se le ha descolgado la corona. No solo por ver al santo patriarca en esa postura inusual, sino porque debajo de la talla se asoma un sobre salmón de la Junta Electoral, de los de votar a los senadores. Y no es que el caballero le deje al santo tomar la decisión de su voto, sino que no tenía otro sobre a mano y utiliza ese para escribir sus oraciones y encomendárselas. Dentro de unas semanas, cuando estalle la pandemia del covid-19, Abadía escribirá: «Que esto se acabe pronto con las menos bajas posibles. Ninguna, si puede ser». Y guardará el papel en el sobre salmón.
—Mis nietos, a veces, ponen sus peticiones en otro sobre y lo colocan también debajo de san José junto a las mías —cuenta.
El salón es ancho, luminoso, limpio, exquisitamente decorado como se decoraban las casas antes de Ikea: es decir, con muebles, cuadros, alfombras, marcos, fotos, libros dispuestos en un orden difícil de clarificar para una mente minimalista acostumbrada al mueble nórdico y a las mesas Lack o Lisabo. Hay dos sofás negros, puede que tres, y tres mesitas, tal vez dos. En una de ellas hay un ejemplar de Tintín y las joyas de la Castafiore. Elena no aparece en el salón. Últimamente no se encuentra demasiado bien. Habla regular y come difícil, pero mantiene viejas costumbres como ver los partidos de tenis o el Pasapalabra o llevar en el ordenador las cuentas de la familia. Sus nietos la describen con sustantivos en vez de con adjetivos: elegancia, porte, distinción, humildad.
—En sesenta y dos años que llevamos casados solo he visto a mi mujer nerviosa dos veces —explica su marido—. Con las miles de personas que han venido a casa y que siguen pasando por aquí, ella sabe dar importancia a lo importante. Y lo importante es que nos queramos todos. Desde el cáncer, por las noches está muy cansada. El otro día me dijo: «Entre tú, que no oyes, y yo, que no hablo, ¡menudo matrimonio!».
—¿Han sido felices?
—¡Muchísimo!
Ya están vacías las cañas. El camarero ha traído unas bravas y la cuenta.
—Los abuelos están enamorados —se lanza Leyre.
—Son el espejo en el que me miro —tercia Pablo.
—Se quieren un montón —interrumpe Carmen— y se nota en detalles, en gestos… El abuelo siempre está pendiente de la abuela. Ella siempre va la primera para todo.
—Cuando vine a la uni, la abuela me dijo: «No hables de política» —sigue Pablo—. Igual también os lo dijo a vosotras.
—Sí —responde Carmen—. No hables de política y nunca dejes de ir a misa por pereza.
Por lo visto, Leopoldo es el primero que no le hace caso a su mujer. No por la misa, a la que asiste a diario, sino por lo de la política, sobre la que escribe con frecuencia en sus artículos y también en su nuevo libro, Sonriendo bajo la crisis: claves para animar a un mundo preocupado. A decir verdad, de ese libro solo se han impreso quince ejemplares: doce para los hijos, uno para Elena, otro para el archivo familiar y uno para el Rey —Leopoldo Abadía siempre le manda un ejemplar de lo que escribe al Rey—. Una tirada exigua porque el coronavirus lo ha desbaratado todo y Abadía se ha tenido que sentar a escribir «treinta y tantas páginas más» para explicar algo de las consecuencias de la pandemia. En el libro vaticina una nueva crisis económica, pero no solo eso. A través de un método sencillo, una lista de cosas que ahora ocurren y hace quince años no —las fake news, el procés o Donald Trump— apunta al relativismo como un cambio de paradigma que ha venido para quedarse. Pero cambio de paradigma le parecía muy cursi y lo bautizó el cambiazo.
—Será fácil incluir las páginas nuevas, porque ¡fíjate si ha habido cambiazo! —dirá Leopoldo meses más tarde, desde el confinamiento impuesto por la pandemia.
A pesar de no haber publicado ningún libro hasta los setenta y cinco, con este ya van doce. Desde 2008 no ha dejado de escribir. Esta misma tarde, cuando se levante de la siesta, tiene que terminar un artículo para La Vanguardia y todavía no sabe de qué tratará. A todo esto, lo del whisky se ha ido alargando y finalmente han decidido comer aquí, en el bar de la esquina. Leopoldo ha pedido unas lentejas que han aparecido en un plato tamaño abuela con el que podrían comer tres o cuatro personas.
—Y me lo tienes que pasar primero para que lo optimice para el SEO —le recuerda Gonzalo.
—El SEO, el SEO… —se queja él—. Yo no sé nada de eso. Escribiré el artículo y luego tú ya haces lo que quieras con él. Pero después de la siesta.
Se le ve apurado con las lentejas. La camarera confianzuda ha terminado su turno, se ha cambiado y se despide antes de marcharse. Un chico joven ha venido a sustituirla y Leopoldo le pide que le ponga las lentejas en un tupper: no ha podido con ellas.
—En esta casa —dice— la comida no se tira.