Ha muerto el filósofo Alasdair MacIntyre (Reino Unido, 1929-2025), un pensador a quien el mundo moderno le debe la rehabilitación del concepto de virtud. Sobre su intuición de que la vida social puede fundarse sobre la vulnerabilidad, la dependencia y el cuidado, los autores de este ensayo han escrito Corporalidad, tecnología y deseo de salvación: apuntes para una antropología de la vulnerabilidad (Dykinson, 2024). La fragilidad deviene así el eje sobre el que giran relaciones sociales de reciprocidad: dar y recibir.

Somos frágiles, vulnerables. Se escucha cada vez más en el debate público, pero no se ve ningún movimiento real por asumir y vivir en plenitud esa vulnerabilidad. Más bien al contrario: se arrincona, se prohíbe, se aparta la mirada. La fragilidad debe evitarse, ese parece el mandato contemporáneo. El 21 de mayo falleció en Glasgow Alasdair MacIntyre, un filósofo visionario que adelantó una forma de comprender lo humano que resulta particularmente incisiva en los tiempos que corren. Aunque inició su carrera intelectual en la filosofía analítica, el marxismo y el psicoanálisis, en un momento dado descubrió la importancia de la virtud aristotélica. Escribió en 1981 Tras la virtud, que ya se puede considerar un clásico contemporáneo.

En ese texto, MacIntyre identificó un problema central de nuestro tiempo: la cultura moral y política están fragmentadas. La modernidad está sumergida en una crisis moral —es imposible alcanzar ningún acuerdo en cuestiones éticas— porque ha desarrollado una comprensión emotivista de la ética. Esta teoría asume que no es posible un argumento racional definitivo sobre el modo correcto de actuar. Y, sin un argumento así, los juicios morales solo reflejan los sentimientos o intereses de cada cual. Es imposible llegar a un acuerdo porque ninguno de los contendientes ha concedido siquiera la posibilidad de que exista algo universalmente válido en lo que basar el razonamiento moral. 

En este contexto, debates como el aborto, la eutanasia, la guerra justa o la distribución de la riqueza se convierten en un diálogo de sordos. Como dice MacIntyre, llega un momento en que tiene razón quien tiene más poder, y creer que existe algo común a todos los seres humanos que pueda sentar las bases de un acuerdo es como creer en los unicornios. Frente a ese panorama, MacIntyre dio un giro que consiste en situar las virtudes sobre las normas, como sucedía antes de la fragmentación moderna. 

LA VULNERABILIDAD, LO INCONTROLABLE

¿Cómo es posible reconstruir una ética compartida en una sociedad emotivistaMacIntyre encontró la respuesta en un lugar inesperado: nuestra vulnerabilidad. Todos experimentamos una fragilidad vital —enfermedad, envejecimiento, muerte— que se impone a nuestra biología, de modo que hemos de incorporarla como algo definitivo en nuestra existencia. Nuestra corporalidad frágil nos abre al mundo y nos hace depender de otros, lo cual dice algo sobre el sentido de nuestro existir en el mundo. Para comprenderlo, conviene aclarar tres conceptos fundamentales.

Primero, la fragilidad biológica: el proceso inevitable de envejecimiento, enfermedad y muerte que todos experimentamos. Buena parte de la felicidad depende de cómo la integremos en nuestra vida. Esta fragilidad escapa a nuestro control y nos obliga a «llevarnos bien con el destino», como decían los clásicos. La fragilidad biológica permite que los seres humanos se ayuden entre sí y puedan entenderse ellos mismos. En segundo lugar, el cuerpo y su fragilidad tienen una finalidad concreta que nos abre al mundo. A esto lo llamamos intencionalidad corporal. Todo ser humano se experimenta como alguien inacabado, necesitado de ayuda para realizarse plenamente. Por último, tenemos inscrito en el alma un deseo de salvación muy vinculado a la espiritualidad, pero también a la dimensión psicobiológica. Se manifiesta en el anhelo de trascender esta vida que experimentamos a través de un cuerpo imperfecto en frágil equilibrio. 

La cuestión, entonces, para una antropología de la vulnerabilidad, es cómo ser felices siendo frágiles. Aristóteles, que entendía la ética como el arte de la felicidad, señaló tres condiciones para la felicidad: ser virtuoso, poseer determinados bienes y estar amparados por el azar y la fortuna. O sea: hay que ser bueno, pero eso no basta. Se necesitan los bienes que satisfacen las necesidades del cuerpo —como la comida o el techo— y del alma, como la amistad. Pero incluso eso resulta insuficiente. Hay que aprender a convivir con lo incontrolable, con el azar y la fortuna. Lo cual entronca muy bien con nuestra comprensión de la fragilidad biológica. 

En realidad, también la necesidad de determinados bienes y el propio ejercicio de la virtud presuponen la conciencia de la propia fragilidad y la de los demás. La vulnerabilidad se presenta como lo incontrolable frente a la experiencia de la libertad. No podemos simplemente observar la relación entre ellas a partir de los límites que nos impone nuestra condición frágil, sino que la libertad resulta la apertura del individuo hacia los otros seres humanos y sus necesidades. Así, se incrementan las posibilidades personales de alcanzar los fines de la propia vida y la de los demás.

EL INDIVIDUALISMO CONTRA LA JUSTA GENEROSIDAD

El observador social constatará pronto que nada de todo esto se comprende ni se practica hoy. Desde la lógica de mercado, una madre que cuida a un hijo discapacitado está perdiendo tiempo productivo; desde la lógica de la autonomía individual, está sacrificando su libertad. El cuidado aparece hoy como un problema que desearíamos delegar en la tecnología. Resulta que el individualismo, particularmente el moral, encierra al sujeto en los límites de la satisfacción emotivista de sus necesidades. Donde podría haber relaciones humanas virtuosas —allá donde se presenta la vulnerabilidad— encontramos otros vínculos de carácter técnico, legal o comercial. Frente a la propuesta de MacIntyre, el mundo moderno entiende la libertad como un fin en sí mismo; olvida las dimensiones de la vida que relacionan a la persona con la naturaleza y la vida social y, por último, encubre los fines propios de la voluntad humana. En cambio, una antropología de la vulnerabilidad como la que nosotros proponemos comprende la fragilidad como la condición natural que hace posible desear una vida lograda más allá de la fragilidad del mundo material.

MacIntyre propuso un concepto revolucionario para superar esta crisis: la justa generosidad. No se trata simplemente de ser justo en el sentido clásico de dar a cada uno lo suyo, sino de reconocer que en una sociedad de seres vulnerables, la justicia debe incluir la misericordia y el cuidado como elementos constitutivos, no como añadidos externos. MacIntyre reelabora esta idea en su libro Animales racionales y dependientes a partir de la obra de Tomás de Aquino, que señaló la estrecha relación, en el pensamiento cristiano, entre la justicia y la misericordia.

La justa generosidad, más que una virtud, es un entramado de ellas que hacen moralmente bueno al ser humano. Destaca la prudencia, que conecta de forma casi inmediata con la justicia en cuanto reconoce la vulnerabilidad y la dependencia. Pero no solo. También la virtud de la amistad establece un marco para vivir una reciprocidad sin cálculo, donde los amigos buscan mutuamente el bien del otro. Y la misericordia, por su parte, responde directamente a la necesidad de otras personas sin más razonamiento que esa necesidad misma. 

Todos estos elementos deben considerarse parte integral de lo que es justo, no simples correctivos de la justicia. A diferencia de los otros animales, los humanos podemos establecer una cultura en la que el cuidado de la fragilidad quede en el corazón de nuestro comportamiento. De modo que la justa generosidad implica pensar seriamente cómo se distribuyen los bienes a la luz de nuestra fragilidad. 

LA UTOPÍA Y EL PRESENTE

Una cultura emotivista como la nuestra, sin embargo, podría argumentar que la misericordia y el cuidado no son parte integral de la justicia, sino que son necesarios mientras no se alcance una justicia verdadera. Podría suceder el deseo, disfrazado de justa generosidad, de anular la libertad humana o de cambiar los fines de su existencia… Pero, en realidad, no sabemos si alcanzaremos algún día sociedades totalmente justas e igualitarias. ¿Cuál sería el costo de una utopía semejante? Y otra pregunta más inquietante: ¿podríamos ser felices sin el cuidado y la atención a nuestra fragilidad?

¿Qué significaría aplicar esta filosofía en nuestro mundo concreto? MacIntyre nos invita a repensar cuestiones fundamentales que atraviesan el debate público actual. Primero, cómo valoramos la enfermedad física y mental —reversible o irreversible— en la construcción de una sociedad justa. Segundo, cómo consideramos la dignidad del ser humano en los primeros y últimos momentos de la vida, y qué comportamientos motivamos desde esa visión a través de las leyes civiles. Tercero, cómo organizamos políticamente el cuidado de los más vulnerables sin caer en la tentación moderna de confiar ciegamente en la tecnología para superar toda fragilidad humana, como si pudiéramos acabar con todo tipo de mal.

La pregunta que nos deja MacIntyre tras su muerte es incómoda pero necesaria: ¿puede el ser humano lograr la felicidad sin el cuidado y la atención a su fragilidad? ¿O seguiremos viviendo la ilusión de que la autonomía absoluta y el control tecnológico total nos conducirán a una vida plena? Su legado nos empuja hacia una revolución silenciosa: la de reconocer que nuestra vulnerabilidad no es una debilidad que superar, sino un fundamento sólido para construir una sociedad que merezca la pena.

 

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