
Una teje sangre; la otra, luz. Una celebra la mitad de su carrera y la otra, nonagenaria, se despide. Una reabre el Grand Palais, la otra clausura la Fondation Cartier. Seis paradas de metro separan los universos de Chiharu Shiota y Olga de Amaral.
Chiharu Shiota (Osaka, 1972) lleva décadas enredando el mundo. Sus vastos bosques de hilos asemejan un paisaje neuronal. O una telaraña enorme. O el vientre de una ballena. La malla domina, aplasta, gobierna, invade el espacio que, en teoría, debería contenerlo. Lo transforma.
¿Hilos negros? La noche, superficies carbonizadas, el infinito, agujeros oscuros, constelaciones sin estrellas. ¿Blancos? En Japón, ese color conecta con la muerte, con un limbo atemporal. ¿Rojos? Las tonalidades sangrientas arden en Uncertain Journey, al inicio de «El alma tiembla», su retrospectiva en el Grand Palais. En el centro del enjambre de líneas —Shiota utilizó 280 kilómetros de hilo— reposan seis barcos de metal: sin coraza, apenas esqueletos. Barcos sin un Ulises al mando. Los filamentos, como tentáculos, succionan las popas. Barcos sin destino.
Adelante, In Silence: una maraña negra envuelve un piano calcinado. Piano sin teclas. Piano sin sonido, como el de John Cage. Esta atmósfera fúnebre evoca cuando de niña vio un piano entre las llamas, mudo, y, aterrada, corrió a casa a tocar el suyo. «Sentí como si mi propia voz también se quemara […]. Siempre cargo este silencio dentro de mí: en las profundidades de mi corazón. Cuando lo intento expresar, carezco de palabras», escribió para la galería Detached (Australia) en 2011.

Su lenguaje nació de un desencuentro: una rabia creativa (con el arte) y una frustración vital (con ella misma). Shiota perdió la fe en la pintura: pensó que todo estaba hecho. Inquieta, le deslumbró la experimentación de Magdalena Abakanowicz, fue de intercambio a Canberra y en Alemania, donde reside, aprendió de Marina Abramović, pionera del performance. Una mañana —tras mudarse nueve veces en tres años—, despierta extrañada. Nota un ovillo. «Empecé a trenzar una red alrededor de mi cuerpo y mi cama […] Había creado una pintura tridimensional y, al mismo tiempo, un espejo de mis sentimientos», recordó en el Grand Palais. Autopsia de un cuerpo harto de mendigar respuestas. Hallazgo de una voz.
Pero la vulnerabilidad insiste. Los hilos se rompen y desaparecen después de cada exposición. Acecha la amenaza de lo efímero: también a su vida. Tras dos diagnósticos de cáncer, sus creaciones son batallas con la muerte. «Teje para baluarte de tu isla / redes de pesadillas», cantó Borges en «A cierta sombra, 1940». Y ella, cuando expuso en Cisterne (Dinamarca), definió sus espacios con un emblema propio del poeta: «Laberintos dentro de laberintos». Porque sus obras no se ven: se caminan. Laberintos de la memoria. Del vacío. El alma tiembla.
Al otro lado del Sena, el alma vuelve a estremecerse. En la Fondation Cartier —esa límpida caja de cristales— Olga de Amaral (Bogotá, 1932) despliega su retrospectiva.
Desde el techo, gravitan las Brumas: veinticuatro telas piramidales de dos metros de alto. Su complexión vaporosa recuerda al baño de una lluvia suave. El aire serpentea tímido entre los hilos. Blancos mortecinos, verdes Veronese, azules ultramar, morados obsidiana. La luz rebota en geometrías pintadas en las piezas: agujeros, manchas, espirales. La luz —o su rastro— aparece, merodea, resalta, tintinea. Las paredes multiplican reflejos.
Estelas, en el sótano, a oscuras, reúne un rosario de tejidos suspendidos en el aire. De contextura liviana, imitan piedras funerarias de tamaño monumental. El brillo del oro hipnotiza. Esa sensibilidad brotó de una dislocación. En los setenta, cuando Shiota nacía, De Amaral abanderaba la vanguardia. Su trabajo, de énfasis arquitectónico, cambió tras conocer a la ceramista Lucie Rie en Londres. Ella le mostró un vaso agrietado y reconstruido bajo la técnica del kintsugi. El oro brilló en la oscuridad. Desde entonces, asegura en la conferencia The House of My Imagination, abraza «una búsqueda centrada en cómo tornar el textil en una superficie dorada por la luz», en capturar «la textura del tiempo». Los procesos demandan años y ayudantes. Una labor alquímica.

«Mi sueño es tejer una obra totalmente transparente», afirmó en 1988. Sus palabras remiten a la sentencia del simbolista Odilon Redon: «La lógica de lo visible al servicio de lo invisible». La retrospectiva puede leerse, también, como la persecución tenaz y larga —llena de metamorfosis— de ese objetivo infinito.
El Sena. Dos orillas. A la izquierda, la Fondation Cartier. La luz: las alquimias de Olga de Amaral, brumas inasibles, mantos oníricos. A la derecha, el Grand Palais. La sangre: los laberintos de Chiharu Shiota, telarañas de memorias, batallas con la muerte.
La luz y la sangre hicieron temblar París.