¿Nos arrepentimos?

1 de enero de 2019 4 minutos

Enrique García-Máiquez Biografía

Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969) es poeta y ensayista. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y es profesor en un instituto de secundaria de Puerto Real (Cádiz). Además de en Nuestro Tiempo, donde publicó su primera columna en 2009, escribe también en El diario de Cádiz, El Debate, La Gaceta y la revista Misión. Es autor de ocho poemarios —los más recientes Verbigracia e Inclinación de mi estrella (2022)—, varios libros de aforismos, diarios y colecciones de artículos; y dos ensayos, Gracia de Cristo (Monóculo, 2023) y Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu (CEU Ediciones, 2024), que le valió el premio Sapientia Cordis.


Con frecuencia los famosos y las celebridades proclaman en las entrevistas: «Yo no me arrepiento de nada», y uno, curioso, se pregunta: «¿De veras?»

El celebérrimo «Yo no me arrepiento de nada que proclaman tan a menudo las celebridades en sus entrevistas de papel couché es un «Omnia in bonum» por lo laico: esto es, lo que san Pablo decía en la Epístola a los Romanos de que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman», pero sin Teología por detrás ni confianza en la Providencia. Descubrirlo me ha hecho comprender, por fin, esa vanidad o suficiencia de los famosos; y hasta sentir por ella una ternura inédita. ¡Cómo será posible —me preguntaba antes—, si yo me arrepiento de casi todo lo mío o, por no exagerar, si cada noche hay por lo menos siete cosas que hice mal o setenta que no hice o setenta veces siete que hice a medias!

Sin embargo, en esa frase hay un núcleo de verdad. Porque, si uno contempla con atención su vida, descubre que hasta los hechos más casuales o anodinos o tontos terminaron siendo —por la ley de la causalidad— imprescindibles para traernos a este presente. Quizá el famoso discurso de Steve Jobs en Berkeley sea su más redonda expresión. Por lo perdido que anduvo el hombre y por lo encontrado que se encontró. Alguien de éxito global, receptor de la gratitud de los millones de dueños de un producto Apple, explica cómo todo lo que le sucedió, hasta dejar a medias los estudios o ser un adolescente díscolo o matar el tiempo con la caligrafía, contribuyó a su éxito. Cuando uno se da cuenta, cuesta arrepentirse de cualquier traspié.

Ahora bien, ¿justifica eso la frase? A medias: en el medio plazo. El problema es el término final. La frase la suelen decir triunfadores en la apoteosis de sus carreras. Pero la vida sigue y, como sabían los griegos, nadie puede llamarse feliz hasta el día de su muerte. El «Yo no me arrepiento de nada» dicho con total seriedad solo parece posible si uno sobrevive a su muerte y puede rematar la contabilidad como en el impagable poema de Miguel d’Ors: «Porque todo es camino,/ porque por estas cosas me conduces/ con mano misteriosa/ a la luz de Tu rostro,/ Te alabo en las estrellas/ —inútil intentar adjetivarlas—,/ Te alabo en el Cervino y en la zamba/ que llaman “La del grillo”/ y en la mirada de David, cubierta/ de merengue feliz mientras escribo esto;// pero también en todas mis heridas,/ en los que me asesinan cada hora,/ en mis albas insomnes y en las letras del banco/ que de pronto me ponen la pistola en el pecho.// Porque todo es camino/ aunque la ruta a veces parezca una traición,/ porque cuanto sucede nos acerca,/ porque sé que la escena/ final de mi película/ eres Tú» [La música extremada, páginas 49-50]. Así resultan otra cosa ¡hasta las letras del banco!

Claro que esa plenitud acoge en un abrazo imprescindible los arrepentimientos más auténticos y profundos, que son una exigencia del guion, si queremos que la escena final de nuestra película sea Él. En el «Omnia in bonum» como Dios manda, entran, trenzándose, diversas cuentas: las de uno, con sus arrepentimientos, y las de la Providencia, que cuenta con todo, porque todo es camino, pero que lamenta las curvas y los baches.

Aunque en mi artículo venía a hablar del «Yo no me arrepiento» posmoderno, esto es, autosuficiente. Es más fácil, quizá más falso y, más que nada, más frágil; aunque, una vez que se comprende, tiene su dimensión bonita de alabanza, a pesar de los pesares, del aquí y del ahora. 

También, quizá, nos permita invitar tímidamente al desarrepentido a arrepentirse alguna vez de algo. Aunque solo sea porque es el modo de poder decir un día (más allá del tiempo) esa misma frase que tanto le gusta y que tan bien queda en el papel couché, pero para siempre y con fundamento. El proceso mental ya lo tienen experimentado de sobra. Es cuestión de dar un pequeño salto como quería Kierkegaard. Al proponerlo no estoy haciendo más que saldar mi deuda. Sus «Yo no me arrepiento de nada» me ponían a arrepentirme de inmediato prácticamente de todo y, además, ahora que los he comprendido, me hacen desear decirlo, igual de fotogénico que ellos, en la escena final de mi película.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Cabe la posibilidad de estar agradecido a los errores de los que, a la vez, uno se arrepiente profundamente?

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