Dice Jesús que no cae a tierra un gorrión sin que el Padre lo sepa. Ayer mi hija y yo nos asomamos a la pantalla, esa ventana fija sobre la chimenea, y vimos con entusiasmo cómo la mamá gaviota alimentaba a su polluelo. Naturalmente, en estricta observancia del Evangelio, estoy convencido de que aquellos pájaros los puso allí Dios para decir algo al mundo. Carmen preguntó: «¿Y dónde está el papá de la gaviota bebé?». Y como respuesta a su pregunta, empezó a salir el humo blanco. ¡Habemus papam!
Desde que falleció Francisco he padecido un extraño sentimiento de orfandad. Los cristianos nos sabemos hijos de Dios, pero fue un deseo explícito de Cristo que hubiera entre nosotros alguien que le pusiera rostro y voz y autoridad y cariño al nombre del Padre. De modo que, con la fumata blanca, se respondían a la vez la pregunta de mi hija, la mía y la de toda la Iglesia: tenemos padre. Y un padre alimenta, protege y enseña.
Contra todos los pronósticos, el en teoría tan dividido colegio cardenalicio eligió en menos de veinticuatro horas al sucesor de Pedro. Hasta ayer era el cardenal Robert F. Prevost Martínez. Ese hombre se quedó encerrado en la Capilla Sixtina. El que salió al balcón era —sibi nomen imposuit— León XIV, el papa.
El papa lloraba con contención. Le temblaba la nuez de Adán al vicario de Cristo. Llevaba ya la sotana blanca, la estola roja bordada en oro, la muceta, la cruz sobre el pecho, aunque supongo que sentiría el peso de ese árbol sobre los hombros. «La paz esté con vosotros», se estrenó, declaración de intenciones. Ese «Shalom» con el que Jesús tenía la costumbre de saludar siempre. La paz. La paz.
Habló también en español, porque, aunque nació en Chicago (Sorrentino ya lo predijo) y es tenista (ídem), pasó más de tres décadas de misionero en Perú. Es el primer papa panamericano. En pocas horas vimos cientos de imágenes del papa con olor a oveja: montado en un potro, con las botas puestas en una inundación —cómo no pensar en la riada—, repartiendo del puchero, visitando a una anciana, comiendo con unos niños de campamento. Agustino, matemático, políglota, quiere, como Francisco, a los pobres en el centro.
Opinan los analistas políticos que es un hombre de consenso. Atuendo de Benedicto, sinodalidad y un retruécano casi argentino: «la paz desarmada y desarmante». Gran diplomático, parece un puente —«Hay que tender puentes», dijo— entre los sectores más conservadores y los progresistas. Los analistas políticos se equivocan, claro, como se equivocaron con sus quinielas. Aunque algo intuyen, no comprenden. En efecto, lo primero que supimos de él —su nombre— ya sugería un carácter conciliador. El hermano León fue el gran amigo de Francisco de Asís. León XIII, arquitecto de la doctrina social de la Iglesia, suena a tradición. Y también a síntesis. De rerum novarum.
Se equivocan los analistas porque piensan en términos de izquierda y derecha, pero la Iglesia es mucho más antigua que esa distinción. León XIV no viene a unir dos sectores enfrentados: es, él mismo, principio de unidad, cabeza visible, primero entre iguales. Por su cargo, dignidad y misión. También, por lo visto, por su carácter, pero eso es lo de menos.
Su lema de obispo, heredado de san Agustín, indica esa inquietud existencial desde mucho antes del cónclave: «In illo uno unum». En Cristo somos uno. Ningún líder del mundo puede ni imaginarse algo así. No hay esquema político que pueda integrar sin confrontación la unidad en la diversidad. Esa clase de convivencia, con el lazo del amor, se da solamente en un lugar: en la familia. Por eso León XIV solo es circunstancialmente un jefe de Estado. Ante todo es un padre. Los padres no teorizamos sobre las diferencias entre nuestros hijos: los queremos y procuramos que se quieran. Hemos de ser a la vez león y gaviota.