ENSAYO Sostenibilidad Nº 717 Ciencia y tecnología
Tal vez estemos cansados de que pongan sobre nuestros hombros el futuro del planeta, sobre el que recibimos con frecuencia mensajes catastrofistas o contradictorios. Sin embargo, es posible un desarrollo sostenible planteado a largo plazo, esperanzado y crítico a la vez, que integre el compromiso de mejorar y cuidar el entorno natural y la vida de todas las personas. La autora de este ensayo presenta tres perspectivas positivas sobre la ciencia y la sostenibilidad.
Los científicos nos dan una noticia mala y una buena —y no es un chiste—. La mala: la crisis climática avanza rápidamente y afecta de modo significativo a la naturaleza y a las personas, especialmente a las más vulnerables. La buena: aún estamos a tiempo de hacer algo al respecto, si abandonamos los combustibles fósiles y aceleramos la inversión en energías renovables. Nos ha dado el aviso —una de tantas noticias que incorporan en el titular los términos ciencia y sostenibilidad— el Panel de Expertos sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas, que hizo público en Suiza el resultado de su sexta y última evaluación. ¿Cuál es la percepción social en respuesta a estas afirmaciones o a otras semejantes? No es fácil saberlo. Junto con la preocupación por el medioambiente, hay indicios de que los ciudadanos están cansados de mensajes catastrofistas o contradictorios, o de que se ponga sobre sus hombros el peso del planeta y la responsabilidad sobre las generaciones futuras. Por no hablar de los costes de los cambios de modelo económico y de consumo y de cómo afectan a las familias.
Así las cosas, parece lícito plantearse: ¿es la sostenibilidad una moda pasajera, una obsesión colectiva, una agenda oculta al servicio de poderes políticos, ideológicos o económicos? E incluso podemos dar un paso atrás: ¿de qué hablamos cuando hablamos de sostenibilidad? ¿No es este término, además de omnipresente, excesivamente amplio o indefinido? ¿No es en ocasiones puro maquillaje? Resulta que la gran sospecha de la incoherencia sobrevuela la percepción que tenemos los ciudadanos de muchas de las iniciativas que se autodenominan sostenibles. Una sospecha que se confirma con medidas como la reciente propuesta de normativa europea para combatir el greenwashing y los datos que la acompañan: el 40 por ciento de los productos que se dicen ecológicos no pueden demostrar que lo son. Sin embargo, no es posible inhibirse: la sostenibilidad nos implica a todos, y muy concretamente a las empresas. A ellas les llega en forma de nuevos marcos regulatorios, condiciona su acceso a la financiación, puede alterar el comportamiento de las cadenas de suministros y los hábitos de los consumidores. Todos estos cambios rápidos en un mundo rápido hacen difícil algo muy necesario: pensar sobre la sostenibilidad. Estas líneas pretenden proporcionar elementos de juicio para responder a las preguntas antes formuladas y proponen tres perspectivas sobre la sostenibilidad y la ciencia, desde el peculiar punto de vista de la institución universitaria y, más en concreto, en su relación con el mundo de la empresa.
¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE SOSTENIBILIDAD?
En el año 1987 se hizo público el informe de las Naciones Unidas Our Common Future, también llamado Informe Brundtland en referencia a Gro Harlem Brundtland, coordinadora del proyecto y entonces primera ministra noruega. En ese documento se definía el desarrollo sostenible como «aquel que asegura las necesidades del presente sin comprometer las del futuro». La sostenibilidad se presentaba, por tanto, en la dimensión más lógica del término, la de la duración: sostenible es aquello que permanece a través de los embates del tiempo y de las cambiantes circunstancias de la historia. De algún modo, en esta definición subyacía una pregunta no realizada y una crítica velada: ¿es la forma de vida de las sociedades occidentales, con su nivel de consumo y sus impactos en la naturaleza, sostenible a largo plazo? No es este el lugar para proporcionar las evidencias más relevantes, pero todo apunta a que la respuesta es negativa, sobre todo si se aplican esos niveles de consumo y esos impactos a toda la población mundial. Tenemos, así, una primera característica del desarrollo sostenible: supone una mirada solidaria, tanto respecto de las generaciones futuras como de las personas de todos los ámbitos sociales y geográficos.
También en ese informe se mencionaban tres dimensiones del desarrollo sostenible: la ambiental, la económica y la social. Esta diversidad de perspectivas hace que el término «sostenible» pueda resultar demasiado amplio o difuso. Pero si la triple dimensión de la sostenibilidad amplía el concepto con el riesgo de que pierda foco, también lo enriquece y lo salva de visiones polarizadas o de planteamientos unilaterales. Y, en la práctica, tiene aplicaciones muy concretas: que algo sea sostenible —ya sea una propuesta política o empresarial, o cualquier actividad humana— significa que en su planteamiento se tiene en cuenta el triple impacto, ambiental, social y económico, de modo que busque producir efectos positivos en el entorno, las personas y la economía. A su vez, en este modo de abordar las cosas encontramos dos supuestos.
Por un lado, en la triple visión se percibe una mayor conciencia de la conexión que existe entre el bienestar de las personas, el de las sociedades y, como suele decirse, «el del planeta»: la cuestión ambiental ha dejado de ser patrimonio de unos pocos amantes de la naturaleza, nos implica a todos. Un ejemplo es la relación entre salud humana, animal y ambiental, tal como se aborda en el programa One Health de la Organización Mundial de la Salud: en efecto, tenemos evidencias de que la mala gestión de los ecosistemas provoca que enfermedades animales salten a las personas, o de que una enfermedad animal, como la brucelosis, puede tener consecuencias humanas y económicas devastadoras.
Por otro lado, la afirmación de que es posible un desarrollo que lo incluya todo —el cuidado de la naturaleza, el de las personas y el desarrollo económico— es tanto como decir que, si queremos, somos capaces de hacerlo. Conviene recordarlo, porque tan nociva como el negacionismo es la convicción que desanima a muchos, especialmente a los jóvenes, de que el daño que ha provocado nuestro modelo de desarrollo es irreparable y no tiene sentido intentar revertirlo. Así que, junto a la crítica a nuestro estilo de vida, el empeño por la sostenibilidad parte de la confianza en la capacidad humana de diagnosticar y afrontar retos —incluso retos globales— con inteligencia, sentido de solidaridad y compromiso. Estamos, pues, ante un planteamiento serio, pero esperanzado.
Estas son las características del denominado desarrollo sostenible: un planteamiento a largo plazo, optimista y crítico a la vez, que integra el compromiso de mejorar y cuidar el entorno natural y la vida de todas las personas ¿Utópico? ¿Ingenuo? Quizá. Pero, en todo caso, presenta elementos muy positivos y apunta a un modelo de desarrollo que todo ser humano preocupado por el bien común desearía.
LA BUENA CIENCIA AL SERVICIO DE LA SOSTENIBILIDAD
Hablemos ahora del papel de la ciencia en el ámbito de la sostenibilidad. A grandes rasgos, es doble: la ciencia, por un lado, permite hacer diagnósticos precisos y determinar las dimensiones de los problemas y sus causas; por otro, ciencia y tecnología son grandes fuerzas tractoras para encontrar soluciones a los problemas. Pero, como toda actividad humana, la ciencia está marcada por límites y puede someterse a influencias e intereses de todo tipo, hasta el punto de poner en peligro su prestigio. Ejemplos no faltan: en Estados Unidos, una iniciativa llamada Smoke and Fumes ha investigado la conexión entre compañías tabacaleras y de hidrocarburos desde los años 50 del siglo pasado. Esas empresas financiaban a científicos cuyos informes minimizaban o arrojaban dudas acerca de los efectos nocivos del consumo de tabaco y de la polución sobre la salud humana o sobre el medioambiente. La ciencia es manipulable. Y la ciencia, además, es compleja, de modo que los ciudadanos se sienten a veces indefensos ante afirmaciones que no pueden saber si son ciertas o relevantes.
Todo esto indica que, para avanzar hacia un modelo sostenible de desarrollo, necesitamos de la ciencia, pero no de una ciencia cualquiera: necesitamos ciencia que esté al servicio de las personas y de la naturaleza, que sea —desde todos los puntos de vista— buena ciencia.
Esa buena ciencia debe ser de calidad, sólida, contrastada. En definitiva: fiable, cultivada con criterios de excelencia académica. No puede venderse a las presiones comerciales o a los intereses partidistas; ha de ser una ciencia libre. Y también abierta a las aportaciones de las diferentes áreas, es decir, que reconozca la necesidad de contribuciones diversas para llevar todas las perspectivas a los análisis o a las soluciones. Por último, la buena ciencia es realista y se comunica bien; hace partícipe a la ciudadanía de sus aportaciones —y también de sus límites—, señala los niveles de certeza de sus propuestas y sus hallazgos.
Estas características ponen de manifiesto que la fiabilidad de la ciencia tiene mucho que ver con algo que con frecuencia se pasa por alto pero que es fundamental: la confianza en las personas que la practican y en las instituciones que la lideran. Precisamente la pandemia ha puesto de relieve que la información científica es mal recibida cuando llega a través de medios que, por diversas razones, no resultan de confianza para determinados grupos. Las universidades tenemos una gran oportunidad para ser referentes en esa ciencia fiable, contextualizada y libre, que esté al servicio de las personas y el medioambiente. Aunque la tarea investigadora no nos pertenezca en exclusiva, por nuestra propia misión estamos comprometidas con el conocimiento y apostamos por el desarrollo de las personas y de la sociedad: somos —podemos ser— generadoras de confianza, de buena ciencia que aporte la luz y las soluciones necesarias.
Volvamos ahora la mirada hacia las empresas. Según su naturaleza, sus dimensiones o su sector, la relación con la ciencia y la tecnología será más o menos estrecha y podrá desplegarse en mayor o menor medida de la mano de la actividad investigadora de la universidad. Pero los ámbitos de colaboración van mucho más allá y pueden aplicarse a corporaciones de todos los perfiles y en ocasiones a la propia relación entre ellas o a su estructura u organización. En la Universidad de Navarra tenemos ejemplos de cómo es posible que mejore la propia actividad industrial a partir de experiencias compartidas y avaladas con la fiabilidad de la investigación. Proyectos como el Purpose Strength Project, que ayuda a las empresas a mejorar su modelo organizativo a través de la definición e implantación de su propósito corporativo. O el grupo «Mejora sostenible», que permite a las empresas integrar de forma progresiva la circularidad en todo su modelo empresarial. Son proyectos, como tantos otros, que surgen de la cercanía, el diálogo y el entendimiento mutuo entre la universidad y las empresas, aliadas naturales para avanzar en el desarrollo sostenible, pero que necesitan encontrar campos de interés común y sincronizar los tiempos de su actividad.
PREGUNTAS GRANDES Y A VECES INCÓMODAS
Junto con el atractivo panorama que abren ante nuestros ojos el desarrollo sostenible y las posibilidades que nos ofrecen la ciencia y la tecnología, aparece un nuevo reto: contribuir con aplicaciones y soluciones concretas. Por seguir con el mismo ejemplo de los hidrocarburos: hemos construido sobre su consumo nuestro tejido industrial, nuestras comunicaciones y medios de transporte, nuestra economía y hasta las formas de vida. ¿Cómo se revierte ese proceso? ¿Por dónde empezamos? Lo mismo sucede cuando se trata de evaluar la triple dimensión social, económica y ambiental de los problemas. Un ejemplo reciente lo proporciona la pandemia: los datos indican que hubo en esos meses una disminución importante de las emisiones de gases de efecto invernadero, pero salta a la vista que reducir la huella de carbono encerrándonos en casa no es una solución. Problemas complejos requieren la colaboración de todos los actores: administraciones públicas, empresas, instituciones filantrópicas y ciudadanía. Hace falta innovar, una nueva regulación y un cambio en los hábitos de consumo: todos estamos implicados. En cada sector, en cada cuestión, la relevancia de esos factores será mayor o menor, pero en todo caso, tanto la comprensión de los fenómenos como la implantación de medidas requieren una cocreación entre los distintos agentes sociales. Como decíamos antes, es tiempo de escuchar, conocer al otro, buscar la visión compartida, trabajar en equipo.
Y junto con todos los agentes, se necesita también la aportación desde cada ámbito de conocimiento. De nuevo la crisis del covid ofrece aprendizajes interesantes en este sentido. En los años de pandemia descubrimos que tan importante como la investigación sobre virus o la capacidad de producción de las empresas farmacéuticas fue hacer llegar a la ciudadanía la información adecuada, o proporcionar vacunas a los países que no podían pagarlas. La ciencia necesita de todos y, muy en concreto, de la aportación de las humanidades. En efecto, son muchas las voces que están invitando a que las humanidades, incluidas la filosofía y la ética, tengan un nuevo protagonismo. Si queremos dar a los debates de nuestro tiempo la profundidad y la relevancia que tienen y si buscamos soluciones realmente sostenibles en el tiempo, no podemos obviar preguntas clave: ¿Qué es el bien común? ¿Cómo se articula en sociedades complejas? ¿Qué significa salud humana? ¿Cuál debe ser el protagonismo de los ciudadanos en la construcción de la sociedad? Estas y otras preguntas exigen reflexión y no tienen respuestas unívocas, pero no por ello dejan de ser vitales. Son los cimientos sobre los se construye nuestra comunidad y merece la pena pensar sobre ellos.
La universidad, en la medida en que sabe sustraerse a los posicionamientos ideológicos que polarizan a la opinión pública, puede ser esa ágora de encuentro entre saberes, el lugar de las preguntas grandes y a veces incómodas. Es también un espacio en el que la comunidad académica, desde los estudiantes hasta los investigadores, puede abrirse a un diálogo social que permita avanzar hacia una mayor comprensión de los problemas y en la búsqueda creativa de respuestas.
TALENTO PARA EL DESARROLLO SOSTENIBLE
Son las personas las que configuran el mundo: el origen de los problemas y también de las soluciones. Pensemos en concreto en las personas que van a liderar nuestra sociedad en los próximos años en todos los ámbitos: la investigación, la comunicación, la política, la economía, la sanidad, etcétera. De ellas va a depender la toma de decisiones, el diseño y la implementación de los proyectos que configurarán nuestro mundo. ¿Serán capaces de adquirir los hábitos intelectuales y los compromisos morales necesarios para llevar a cabo los cambios que necesitamos? Si atendemos a los mensajes sobre el mundo laboral que reciben los jóvenes que se están formando, hay que reconocer que son más amenazadores que esperanzados. Abundan expresiones como «El panorama del trabajo va a transformarse radicalmente y las profesiones para las que os estáis formando no existirán dentro de unos años»; «Tenéis que estar preparados para el cambio constante y la incertidumbre»; «Competís con muchos jóvenes muy bien capacitados y con un mercado global»; «Es imprescindible destacar por algo».
Demos la vuelta al argumento y consideremos qué formación necesitan nuestros jóvenes para hacer frente a las necesidades y desafíos de la sociedad, al mismo tiempo que se desarrollan como profesionales y como personas. Lo dicho hasta ahora nos da unas coordenadas que se pueden resumir en tres aspectos.
En primer lugar, la mejor capacitación es la que les permitirá ser excelentes profesionales en cada ámbito a través de un aprendizaje profundo —no meramente instrumental o técnico, que es el que cambia a gran velocidad—. Ser médico o ingeniera es mucho más que saber de medicina o de ingeniería: es lo que capacita para comprender desde dentro a qué obedecen los cambios en una profesión que, por su propia naturaleza, está en diálogo con el mundo.
Esa formación ha de ser holística, integral. Sin despreciar la especialización —necesaria por el gran desarrollo del conocimiento—, incluirá perspectivas de otras áreas y tendrá muy en cuenta la visión humanística de la vida y de la propia profesión. Solo personas de visión amplia son capaces de comprender los problemas en toda su complejidad. Como apuntan los profesores estadounidenses Summit y Vermeule, «los proyectos que unen a científicos, ingenieros, artistas, humanistas y sociólogos de modo que se creen puentes entre las disciplinas tradicionales producen nuevas meneras de aproximarse a las cuestiones complejas. El nuevo conocimiento requiere nuevas formas de educación. Mientras que los paradigmas del siglo XX de enseñanza enfatizaban la especialización, ahora necesitamos una nueva cultura de aprendizaje».
Por último, esa formación fomentará la visión solidaria y comprometida con los demás, la sociedad y la naturaleza. Ese sentido ético de la profesión es condición imprescindible para que, una vez insertos en la vida profesional y desde ese mismo trabajo, cada persona sea un generador de soluciones sostenibles en el propio ámbito.
Nuestra experiencia en la Universidad de Navarra indica que esta aproximación a los estudios, además de responder al que podemos llamar ideal universitario, es una vigorosa fuente de motivación para los estudiantes. Y esto enlaza con otra dimensión fundamental: desde esta atalaya que es la universidad, con vistas a la juventud y al mundo laboral, vemos por un lado las necesidades del mercado, los perfiles que surgen, pero también tenemos la oportunidad de palpar y transmitir a los empleadores qué es lo que atrae a nuestros alumnos, qué trabajos sacan lo mejor de ellos mismos, cuáles son las empresas que les convencen por su modo de tratar a las personas o por cómo han definido su propósito. Importa mucho que cultivemos esa tarea de mediación para que el mejor talento llegue a las empresas, las desarrolle y las transforme.
Comencé estos párrafos señalando las incertidumbres y los retos de nuestro tiempo. Es lógico que se experimenten como una amenaza: al fin y al cabo, vivimos en una cultura amante del control y de la previsibilidad. Pero, como hemos visto, disponemos también de unos medios extraordinarios: el conocimiento, la ciencia, la tecnología y, sobre todo, las personas, y muy particularmente las cualidades humanas y profesionales de los jóvenes que llenan nuestras aulas. Los momentos de crisis son generadores de soluciones creativas e innovadoras, muchas veces desarrolladas en colaboración con otros. Son también grandes oportunidades para que nos planteemos el sentido de lo que hacemos. Para la Universidad son una llamada a profundizar en nuestra misión al servicio de la sociedad y en nuestra propia identidad como lugares de encuentro, diálogo, investigación y aprendizaje para, desde ahí, lograr aportaciones creativas que nos permitan avanzar hacia una sociedad más solidaria y justa; en definitiva, más humana.