
Aixa de la Cruz
Alfaguara, 2025
224 páginas
19,90 euros
Un apunte podría sorprender en el capítulo de agradecimientos: «No nos conocemos, pero me han ayudado muchísimo en mi analfabetismo religioso Pablo d’Ors y sus Amigos del Desierto, el pódcast Las hijas de Felipe y la cuenta en YouTube de la monja benedictina sor Marta». Sorprende en una novela plagada de drogas, alcohol, sexo de todas las categorías, divorcios, viajes astrales y violencia. Comprenderá el lector que no es, en ningún sentido, una novela católica. Sin embargo, palpita en sus páginas una pregunta muy honesta sobre Dios y sobre la Iglesia.
La protagonista, Violeta, es simultáneamente una niña inteligente que lee a las Brontë mientras su padre abandona a la familia; una treintañera lesbiana encerrada en una relación tóxica; una mujer madura que entra en un convento y, siempre, la pareja intermitente de Paul, un novio gay que está y no está y luego está otra vez. La historia se cuenta fragmentada, como si la autora, Aixa de la Cruz, quisiera recalcar la incapacidad de la cronología para explicar una vida. Lo que comparten todas las versiones de Violeta es un vacío. «Todo el mundo quiere nombrar su agujero, lo que nunca se colma, para sentir que está lleno de algo».
¿Es una novela sobre Dios? Obviamente. Él es el nombre del agujero que Violeta trata de colmar. Pero no estamos ante una historia de redención. La protagonista pasa tres décadas cayendo una y otra vez en patrones tóxicos que la hacen sufrir de un modo inhumano. Y al lector con ella. La prosa de De la Cruz es impecable, clara, inteligente y muy dura. Como la escena sin concesiones en la que Violeta sufre un aborto espontáneo de un hijo que no sabía que esperaba. O una escena íntima en la que las sábanas acaban cubiertas de sangre. Es desagradable, y la autora parece querer obligar al lector a ver lo desagradable, a sentir el olor de la sangre y, sobre todo, el vacío existencial de una vida desnortada desde el primer momento. En las distintas vueltas de la espiral se permiten algunos momentos de respiro: el refugio de una amistad frágil, la vuelta de una madre más que imperfecta, el cobijo de un amor egoísta y la presencia intermitente pero real de lo sagrado que, sin embargo, las instituciones religiosas parecen incapaces de manifestar, salvo, quizá, en el cariño sincero de sor Montse. Una redención, en fin, a pedacitos, una esperanza poco menos que tímida… pero esperanza de todos modos.
Esta novela es un grito de auxilio generacional, tan lúcido en su diagnóstico del mal contemporáneo —que no es otro que la ausencia de sentido— como duro y desagradable en el modo de plantearlo. Un libro valiente y oscuro que se pregunta, acaso desde la rabia, por el cuerpo, la muerte, la maternidad, el trabajo, la trascendencia, la amistad y el matrimonio. Todos los interrogantes que la posmodernidad no sabe responder. Todo empieza con la sangre demuestra que esquivar las grandes preguntas no equivale a responderlas.