Grandes temas PERFIL Debate público Geopolítica SOLO WEB
J. D. Vance, un trumpista posliberal

Grandes temas PERFIL Debate público Geopolítica SOLO WEB

Tanto por su historia de ascenso desde Middletown, Ohio, a la Casa Blanca como por su biografía intelectual y conversión al catolicismo, J. D. Vance representa el cambio de régimen al que aspiran los posliberales. También es, posiblemente, el heredero de Trump en el partido republicano.
Solo habían pasado nueve días desde la toma de posesión de Donald Trump como presidente número 47 de los Estados Unidos el 20 de enero de 2025, cuando James David Vance, más conocido como J. D. Vance, su vicepresidente, se volvió tendencia en X por unas declaraciones a Fox News. «Hay cierta idea cristiana de que primero amas a tu familia, luego al vecino, después a la comunidad y a los conciudadanos, y, por último, al resto del mundo». Al instante, las redes se inundaron de comentarios por su apelación al concepto de ordo amoris para justificar las deportaciones del nuevo mandatario. Entre quienes le apoyaron se encontraba Adrian Vermeule, profesor de Derecho Constitucional de Harvard y ponente en la XXV Jornada Aula de Derecho Parlamentario de la Universidad de Navarra, en la que expuso, en noviembre de 2024, el constitucionalismo del bien común.
«Sabes que estás en un orden posliberal cuando los altos mandatarios electos explican sus posturas en términos de teología política, y el debate principal no gira en torno a si son o no tolerantes, sino a si su teología política es acertada o equivocada», posteó Vermeule a propósito de la entrevista. El académico pertenece a un grupo de filósofos, juristas e intelectuales estadounidenses, los posliberales, al que el propio Vance se adscribe. Pocos días después, el 10 de febrero de 2025, el papa Francisco envió una carta dirigida a los obispos de los Estados Unidos en la que afirmaba que «el amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos. [...] El verdadero ordo amoris que es preciso promover es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37)». En los meses que han transcurrido desde su nombramiento, Vance ha dado mucho que hablar. No solo por lo que dice o hace, sino también por su historia de superación, típicamente americana, y su trasfondo intelectual, novedosamente clásico.
J. D. Vance tenía once años cuando su madre intentó suicidarse un día de 1995. Bev estrelló el coche contra un poste de teléfono después de que Bob, su tercer marido, le hubiera pedido el divorcio. Al cabo de unos meses, mientras iban por la autopista, se puso de mal humor por algo que dijo J. D. y amenazó al niño con chocar el vehículo y morir los dos. Otra mañana, antes de ir a la escuela, su madre le exigió un tarro de orina limpia; debía someterse a una prueba aleatoria en el trabajo y la suya estaba contaminada.
Durante siete años se mudaron seis veces, J. D. vivió una temporada con su padre, y su madre sumó cinco parejas: Bob, Chip, Steve, Matt y Ken, «un completo desconocido» que tenía tres hijos. J. D. no fue feliz con ninguno y tanto vaivén emocional se tradujo en un creciente interés por las drogas. Al igual que muchos chavales de su pueblo pensó en dejar el colegio. «No lo sabía, pero me encontraba cerca del precipicio [...] Junto a mi pésimo historial escolar estaban mis experimentos con la droga: nada duro, sobre todo el alcohol que caía en mis manos y un alijo de hierba que el hijo de Ken y yo nos encontramos», explica en sus memorias, Hillbilly Elegy (Harper Press, 2016), adaptadas a una película por Netflix en 2020.
Sin embargo, existía una figura que le daba estabilidad a J. D. y, en cierto sentido, lo salvó. «Mamaw ocupa un lugar importantísimo: todavía, más de una década después de su muerte, es ella la persona con quien más me siento en deuda», compartió Vance en la revista católica The Lamp. Tras el episodio de la orina, se mudó con su abuela materna, mamaw. A pesar de su fuerte carácter apalache, los insultos, el lenguaje vulgar y los gritos constantes, le dio a J. D. un hogar. Con ella empezó a mejorar en los estudios, consiguió su primer trabajo de cajero en un supermercado Dillman’s y se planteó su futuro con seriedad.
Con el objetivo de madurar, decidió posponer su entrada a la universidad y se alistó en el Cuerpo de los Marines, al que perteneció cuatro años. Años en los que compró su primer coche y ayudó a mamaw con los gastos médicos; años en los que cayó en la cuenta que solo los pobres como los de Middletown comen a diario en restaurantes de comida rápida como KFC y Wendy's; años en los que recibía a todas horas cartas cariñosas de Lindsay —la única de sus muchos hermanastros a la que de verdad considera hermana—, de su mamá —que siempre le pedía perdón por ser una mala madre—, y de mamaw —que falleció durante ese periodo—; y años en los que se marchó para servir en Irak. Esa época le dio el orden y el carácter que anhelaba.
En 2007, al terminar su etapa en los Marines, J. D. entró en la Ohio State University, donde se graduó summa cum laude en dos cursos —lo normal son cuatro— en el Bachelor of Arts. Volvió un año a Middletown y luego, en 2010, accedió a la Escuela de Derecho de Yale. «Nunca en toda mi vida me había sentido tan fuera de lugar», escribe Vance en sus memorias. Ahora tenía al alcance de la mano trabajar en el Tribunal Supremo o en los grandes despachos del país, y acudir a cenas con nueve cubiertos, entre ellos tres cucharas y varios cuchillos para la mantequilla. Se había adentrado en ese mundo que sus vecinos llamaban de forma despectiva élites.
Vance, sin embargo, no anduvo solo en su paso por Yale; varias personas lo ayudaron a navegar por esos mares desconocidos. Como Usha Bala Chilukuri, compañera de Derecho: al principio su amiga, a finales del primer curso, su novia, y, en 2014, su mujer. Ella, hija de inmigrantes indios, fue quien le enseñó normas de protocolo («Ve del exterior al interior y no utilices el mismo cubierto para dos platos; ah, y usa la cuchara grande para la sopa»), que los problemas personales no se resuelven gritando («Entre lágrimas, me dijo tranquilamente que huir nunca era aceptable y que tenía que aprender a hablar con ella») y, sobre todo, que existen familias en las que la falta de respeto no es el pan de cada día («La madre de Usha no se quejaba de su padre a sus espaldas»).
En paralelo, contó con Amy Chua, su profesora de Contratos, quien no se limitó a aconsejarle en lo académico. Le animó a escribir sus memorias y le recomendó que no solicitara unas prácticas si quería cuidar su noviazgo. Por último, con motivo de una conferencia que impartió en la universidad, conoció a Peter Thiel, el polémico empresario de Silicon Valley que fundó PayPal con Elon Musk y fue uno de los primeros inversores de Facebook. «La charla de Peter es el instante más significativo de mi paso por Yale. Él expresó un sentimiento hasta entonces inarticulado: que me encontraba obsesionado con el éxito per se [...]. La conciencia de haber priorizado la búsqueda del éxito sobre la formación del carácter se volvió una preocupación vital para mí: ¿éxito para qué? Ni siquiera sabía por qué me importaban las cosas que me importaban», mencionó en 2020 en una carta pública sobre su conversión religiosa en The Lamp. Entre 2016 y 2017, trabajó con Thiel en la start-up Mithril Capital y recibió de él quince millones de dólares en 2022 para su campaña como congresista por Ohio.
«Fluctúo entre pensar que Trump es un idiota cínico como Nixon que no sería tan malo (e incluso podría resultar útil) o que es el Hitler de los Estados Unidos». Esto le escribió Vance a un excompañero de piso de la universidad durante la campaña presidencial de 2016. Su autobiografía, un best seller, se leyó como un análisis sociológico del éxito de Trump: el declive de ciudades americanas provocado por la desindustrialización. Vance, sin embargo, se oponía al magnate porque pensaba que era un mentiroso y no le gustaba su forma de hacer política. Poco a poco cambió de opinión. Las polémicas audiencias del juez Kavanaugh para la Corte Suprema —los senadores democrátas quisieron impedir su nominación por medio de acusaciones de agresión sexual—, las protestas de Black Lives Matter, el ascenso de lo woke… y también ciertas conversaciones privadas con Trump hicieron que J. D. Vance lo apoyara. Tanto es así que en 2020 votó a Trump como presidente y en enero de 2023, con su respaldo, se convirtió en senador de Ohio por el Partido Republicano.
En julio de 2024, a propósito de su elección como vicepresidente, una pieza del New Yorker concluía que «Vance le ha dado a la campaña de Trump algo pequeño pero de incalculable valor: la oportunidad de sugerir de manera creíble que el trumpismo tiene un futuro más allá de él». Y esto se debe, en parte, a su perfil intelectual. Entre 2016 y 2025, el trumpismo se ha afianzado como una teoría política que aglomera, entre otros, los siguientes rasgos: una crítica a las élites y al establishment liberal, una visión de la migración, el trabajo y el comercio que prioriza el interés de su nación y una tendencia al conservadurismo social.
Y Vance, como miembro del posliberalismo, le da ese fundamento teórico que necesitaba. Pensadores como Patrick Deneen, Adrian Vermeule, Sohrab Amrami y Rod Dreher militan en este movimiento, a la vez que se inspiran en el trabajo realizado en el siglo XX por filósofos como Alasdair MacIntyre y John Gray. Su propuesta se distingue por la recuperación de categorías clásicas a la hora de hablar de la política, como el bien común, y un juicio negativo de la tradición liberal, debido a lo que consideran su inherente relativismo moral, tendencia a la burocracia y refuerzo del individualismo. A saber, la paradoja de que el crecimiento del Estado es inseparable de la proliferación de derechos y, de esta manera, que las categorías políticas de izquierda y derecha no son más que dos caras del mismo trasfondo liberal, como sostienen, por ejemplo, Deneen o MacIntyre.

El posliberalismo también enfatiza la naturaleza corrosiva de un irrestricto libre mercado sobre los vínculos sociales. En la introducción de su último libro, Cambio de régimen (Homo Legens, 2024), Deneen escribe lo siguiente: «Lo que se necesita es, en resumen, un cambio de régimen: el derrocamiento pacífico pero vigoroso de una clase liberal corrupta y corruptora y la creación de un orden posliberal en el que las formas políticas existentes puedan permanecer en su lugar, siempre y cuando un ethos fundamentalmente diferente informe esas instituciones y al personal que ocupe los despachos y puestos claves».
Vance no solo comparte con esta ala de la derecha su visión política, sino también la espiritual. Así como el posliberalismo tiene un trasfondo teológico-político, que bebe de la tradición clásica, en el pensamiento de Vance subyacen san Agustín —al que escogió como su patrono después de leer La ciudad de Dios— y el catolicismo, que abrazó en 2019, cuando se bautizó y recibió la comunión. Durante su niñez y adolescencia, la religiosidad que conoció consistía en el pentecostalismo de su padre, de claro corte anticientífico, los sermones de Billy Graham y Donald Ison que veía junto a mamaw en la televisión, y el ejemplo de virtud de su tío Dan, casado con la hermana de su madre.
Ya en Ohio State y Yale, Vance profesó el ateísmo típico de las élites de su generación: el nuevo ateísmo del periodista Christopher Hitchens y el neurocientífico Sam Harris, dos de los cuatro «jinetes del ateísmo» que más influyeron en ese debate en la primera década de los 2000. No obstante, la conferencia de Peter Thiel, la lectura de san Agustín y el encuentro con la teoría del chivo expiatorio de René Girard lo acercaron hacia el catolicismo. «Peter me dejó con una cosa más: era posiblemente la persona más inteligente que había conocido, pero también era cristiano. Él desafió el modelo social que yo había construido: que los tontos eran cristianos y los inteligentes ateos», contó J. D. en The Lamp.
Como ocurre con todo político en ascenso, Vance no ha dejado de acumular enemigos, tanto a la derecha como a la izquierda. Tom Nicols, un conservador del movimiento Never Trump, en un artículo en The Atlantic de 2021, se refirió a él como un «oportunista, traidor y payaso» por considerar que su cambio de opinión respecto de Trump no era más que un ejercicio de cinismo propio de quien solo busca el poder. Asimismo, ha encajado numerosas críticas desde el lado progresista por su reacción a los resultados presidenciales de 2020 y el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, al defender en una entrevista con el New York Times que cuestionar la legitimidad de unas elecciones es parte del proceso democrático. Otro aspecto conflictivo para los conservadores es su posición frente al aborto. En 2021, expresó su apoyo a una ley estatal en Texas que lo prohibía en todos los casos. A pesar de ello, durante su campaña, en 2022, declaró que creía en excepciones razonables, como en la situación de una niña de diez años. Y en el verano de 2024 manifestó su respaldo a las pastillas abortivas.
Por otro lado, muchos recelan del patrocinio que recibe Vance de personajes de la élite conservadora, como Peter Thiel, Donald Trump Jr. y Elon Musk, ya que ven en ello una incoherencia con su discurso. Sus críticos interpretan —tal y como recoge un perfil del New Yorker titulado «El improbable ascenso de J. D. Vance»— que, a fin de cuentas, se ha convertido en miembro de esa casta que tanto reprobaba.
Su estilo incendiario en medios y redes sociales aviva la polémica. Por ejemplo, causó una gran indignación su entrevista con el conocido comentarista político de derechas Tucker Carlson en 2021, al afirmar que gobernaban su país un montón de «childless cat ladies», o sea, solteronas con gatos. También, en septiembre de 2024 compartió una historia sobre unos haitianos en Springfield, Ohio, que supuestamente se comían las mascotas de sus vecinos. No se encontró ninguna evidencia, pero Vance no lo negó y lo repitió como argumento a favor de una política migratoria más estricta.
Durante el sonado discurso que pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich el 14 de febrero de 2025 frente a las autoridades europeas, cuestionó el desentendimiento de Europa por su propia defensa militar, sus limitaciones a la libertad de expresión y su crisis identitaria debido al «retroceso respecto de algunos de sus valores más fundamentales». Concluyó con el icónico «No tengan miedo» de san Juan Pablo II. Los fuertes aplausos iniciales, cuando se refirió al atentado que acababa de ocurrir en Múnich a manos de un afgano solicitante de asilo, se volvieron cada vez más tímidos; los políticos europeos se iban dando cuenta de que Vance les estaba imputando todos los males que azotan al Viejo Continente. El ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, consideró «inaceptables» sus palabras. Por otro lado, Mick Hume, editor jefe de The European Conservative, alabó el discurso. Publicó su transcripción completa y escribió lo siguiente: «Reconocemos que marca una línea divisoria en la política occidental y que estamos de acuerdo con casi todo lo dicho [...] Somos dos Occidentes. La división no es entre Estados Unidos y Europa, ni entre Vance y Von der Leyen. Es entre el pueblo y las élites».
En el contexto de las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia por el fin de la guerra en Ucrania, el 21 de febrero, Vance contestó a un tuit del historiador conservador Niall Ferguson y le acusó de promover basura moralista y analfabetismo histórico. Una semana después, cuando las tensiones estaban en su punto álgido, durante una ya célebre reunión con Zelenski en el despacho oval, Vance no se limitó a un rol pasivo. Mientras él destacaba el papel de la diplomacia americana para asegurar una paz duradera con Rusia, el ucraniano le reveló su escepticismo. «¿De qué tipo de diplomacia estás hablando, J. D.?». La conversación subió de temperatura y el vicepresidente interpretó el tono, exigencias e interrogantes de Zelenski como una falta de respeto. «Deberías estar agradecido con el presidente por intentar terminar este conflicto», le espetó Vance.
La réplica se volvió viral —sucedió delante de las cámaras— y provocó un escándalo en los principales círculos políticos y mediáticos, que lo consideraron una humillación pública. ¿Fue un error garrafal de diplomacia o más bien pura táctica política para lograr que Europa se responsabilice de la seguridad de Ucrania?
El 2 de marzo, Keir Stammer, el primer ministro británico, recibió a Zelenski en Downing Street, junto con otros líderes del continente, entre ellos Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea. Sin formular ningún documento oficial, se comprometieron a duplicar su ayuda a Ucrania y aumentar el gasto militar para rearmar Europa. Al día siguiente, Estados Unidos congeló temporalmente la ayuda militar al país eslavo por medio de una orden ejecutiva que «afecta a más de mil millones de dólares en armas y municiones», según informa el New York Times. Un día después, Zelenski tuiteó que está listo para firmar un acuerdo que permitirá a contratistas estadounidenses explotar recursos minerales en Ucrania, y trabajar bajo «el fuerte liderazgo del presidente Trump a fin de lograr una paz duradera». Parece que el controvertido equipo Trump - Vance, de momento, consigue lo que quiere.
Texto: Esteban Garay
Alaridos. Llamas. Gritos. Piedras. Espectros condenados a vagar en los escombros de la incomprensión. ¿Cómo habría sido vivir en Babel después de su caída?, se pregunta Jonathan Haidt en The Atlantic. El psicólogo social ve en aquel apocalipsis la imagen de una presente serie de Estados Unidos. El artículo «Por qué los últimos diez años de la vida americana han sido excepcionalmente estúpidos», que firmó en mayo de 2022, manifiesta la vigencia de su análisis.
«Babel —puntualiza— es una historia sobre la fragmentación de todo. La ruptura de lo que eso significó, la dispersión de personas que fueron una comunidad».
La experiencia que caracterizó el siglo XX estadounidense fue «queda atrás». En Haidt surgió un cañón: creó como una red de instituciones públicas y privadas promovió grandes avances científicos. Ni rastro de la identidad de un pueblo que custodiaba la democracia. Aquella unión ha mutado: en una batalla encarnizada entre «activistas progresistas» y «conservadores devotos», dos de las siete tribus ocultas que dividen al país, según el informe presentado por el think tank Iniciativa More in Common.
Al indagar en las causas de esta transformación, el profesor de la Universidad de Nueva York encuentra culpables: las empresas tecnológicas. Sus productos, advierte, han reconfigurado el mundo y corroen la democracia. Y el «suelo» no es compartido.
La primera grieta en los muros de Babel se abrió en 2009, cuando Facebook y Twitter introdujeron los botones de «like» y «retweet» con un uso absolutamente claro. A partir de ese momento, ampara Haidt, el público se volvió más moralista, menos reflexivo; muy ferviente, poco ecuánime; se «voleó» en la popularidad de los contenidos, no en su veracidad.
En esa espiral de publicaciones rocambolescas que los algoritmos distribuyen en volúmenes insólitos, la política norteamericana danza en el abismo. El autor rememora cómo Madison, en la Constitución de 1787, protegió la fragilidad institucional ante «la turbulencia y debilidad de las pasiones desordenadas». Una «pesadilla», acota Haidt, que la viralidad ha materializado. En las redes sociales rigen las leyes del viejo Oeste: todos disparan contra todos. Las consecuencias de esta nueva arena pública le preocupan: «Quienes intentan silenciar o intimidar a sus críticos se hacen más estúpidos a sí mismos». Pero el sesgo de confirmación tiene cura: interactuar con personas con las que no se comparten creencias.
Solo en un país donde «la indignación es la clave de la viralidad, la actuación escenica aplasta la competencia» y la desinformación puede eclipsar a todos los periódicos del país se explica la segunda victoria presidencial de Donald Trump, sostiene Haidt. Trump «no destruyó la forma» fue el primer político en dominar las nuevas dinámicas de la era pos-Babel.
Quizá Mark Zuckerberg no deseara nada de esto, pero la arquitectura de las grandes plataformas, en su carrera desenfrenada, disolvieron la base de la confianza, socavaron la fe en las instituciones y dinamitaron la posibilidad de compartir un discurso: que son las tres fuerzas principales que cohesionan a las democracias.
Como reemplazo, Haidt señala tres fenómenos sociales que han emergido en el caos babilónico. Primero: las redes otorgan más poder a los que les provocadores, a la desinformación, agresivos, y moderados, ciudadanos. Segundo: los extremos políticos acaparan el protagonismo gracias a un vaivén de ataques, calumnias y desvilificaciones. Y tercero: las redes incitan a una justicia «sin juicio». «Cuando nuestra esfera pública se rige por la dinámica de la turba, sin las debidas garantías procesales, obtenemos una sociedad que ignora el contexto, la proporcionalidad, la misericordia y la verdad», indica.
Consciente de que una respuesta política sencilla resultaría absurda, Haidt exige que los últimos fortalecer las instituciones para mejorar la salud en la ira y la desconfianza crónica, proponía educar a la próxima generación para la ciudadanía democrática y reformar las redes sociales.
Con el objetivo de frenar la desinformación, Frances Haugen, exempleada de Facebook, propone, por ejemplo, abonar el botón de «No». Así, cada usuario se vería forzado a reflexionar antes de distribuirlo. La verificación previa de identidad también purgaría millones de bots y cuentas falsas.
Sin embargo, el cambio más importante que Haidt propugna para reducir la toxicidad de las redes sociales es evitar que accedan los niños, al menos hasta los dieciséis años. Más tiempo en línea, durante la infancia restringe las oportunidades para el juego libre sin supervisión, «que es la forma en que la naturaleza enseña a los jóvenes la capacidad de cooperar, crear y hacer cumplir las reglas, llegar a acuerdos, resolver conflictos y ejercitar la defervas».
Proteger ese momento puede brindarle a las sociedades necesarias para el autogobierno en la adultez resulta prioritario porque, como argumentó el economista Stephen Macedo, sin una pérdida representar «una seria amenaza para las sociedades libres». Una generación despojada de estos aprendizajes, advierte, recurriría a las autoridades para zanjar disputas y se embriagaría la interacción social.
Desde esta perspectiva, dejar que los niños salgan a jugar les prepara para el revés de la sociación, en el que Tocqueville depositaba la clave de la viralidad de la democracia. Haidt reivindica la autonomía y la infancia desconectada.
Cuando Tocqueville viajó por Estados Unidos en 1830, época Haidt, le impresionó la constante comunicación de formar asociaciones voluntarias para trabajar en temas locales. «No podemos esperar que el Congreso o las compañías tecnológicas nos salven. Debemos transformarnos a nosotros mismos en una comunidad» —sentencia el psicólogo social—. «Cómo será vivir en Babel después de su destrucción? Lo sabremos conforme enfrentemos y perdida. Pero también es un triunfo. Para reflexionar, escuchar y construir».
En consonancia con ese espíritu de servicio, Nuestro Tiempo es una revista gratuita. Su contenido está accesible en internet, y enviamos también la edición impresa a los donantes de la Universidad.