Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Nueva York en un año y en tres dimensiones

Marta Quintín [Com 11]

Llegó a la capital del mundo en enero para trabajar como reportera en la agencia de noticias Efe durante un año.
Allí acaba de presentar su primer libro, Dime una palabra.


Nueva York [Estados Unidos]. ¿Quién no tiene una imagen preconcebida de Nueva York? ¿Quién no sabría recitar sus epítetos: la Gran Manzana, la ciudad que nunca duerme...? ¿Quién juraría que no desea visitarla al menos una vez en su vida? Cuando llegas a la capital del mundo, compruebas que, efectivamente, ya has estado allí antes, pero lo ves todo desde una nueva e inestimable perspectiva: la de las tres dimensiones.


¿Y qué pasa cuando un maño arriba a esta gran urbe tridimensional? Pues que, al menos la que suscribe, alzó la cabeza para familiarizarse con el paisaje de altos vuelos, y se topó de bruces con un airoso chapitel erizado de luz, que le pareció muy semejante al emblemático edificio Chrysler. “Pero no puede ser, no es posible que tenga tanta potra como para que mi primera imagen de Nueva York sea el Chrysler”, me dije para mis adentros, móvil en mano para capturar fotográficamente el momento. Pues sí era posible. Fue llegar y besar el santo. Pero no me contenté con eso.
Todo advenedizo que se precie siente unas prisas desaforadas por pisar los lugares que ha inmortalizado el cine, con un afán poco menos que colonizador. Así que, al día siguiente, me pateé Central Park sin misericordia, y la primera mañana que tuve libre me lancé a recorrer el puente de Brooklyn, no fuera a desmoronarse antes de que me diera tiempo. Cuando se lo conté a una de mis compañeras de la agencia de noticias Efe, a la que he venido a trabajar durante un año, me miró de hito en hito. “¿Que te fuiste al puente de Brooklyn en enero, a varios grados bajo cero, por el simple placer de cruzarlo? Tú estás loca”. He de decir que la vista del skyline y de una diminuta dama vestidita de verde azulenco que se llama Libertad, perfilándose en lontananza, merecieron el sacrificio.


Nueva York corrobora sin pudor todos los tópicos: museos excepcionales, musicales por las esquinas, restaurantes en los que te tomas el sándwich de los sábados sabiendo que Meg Ryan asentó allí sus posaderas con motivo del rodaje de la comedia romántica de turno... Pero, al mismo tiempo, también es un semillero de aventuras imprevistas que destierran de tu vocabulario el término “anodino”, y que hacen que cada día aquí valga por una semana en cualquier otra ciudad del mapamundi. Por ejemplo, que se declare un tiroteo en la parada de metro a la que acudes todos los días para ir al trabajo. Y que lo cuentes dándole el rango de peripecia, con la adrenalina manándote a borbotones, y que tu casero te aclare con una sonrisa condescendiente: “Ahora vives en Harlem, pequeña”.


Eso sí, he de admitir que aquello fue un episodio aislado, para alivio de mi madre y de aquellos que me guardan un ligero aprecio. El resto del tiempo, y pese a su fama, Harlem no pasa de ser un barrio cuajado de iglesias baptistas en las que los reverendos leen la Biblia en formato e-book y a las que acuden pulcras ancianitas afroamericanas que cada domingo se decantan por un color pastel al que se mantienen fieles hasta las últimas consecuencias: de rosa o amarillo desde la punta de los tacones a la pamela. Conmovedor.

El texto continúa en pdf.