Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Donde el sueño echó raíz

Texto: Lucía Martínez Alcalde [Fia 12 Com 14] Colaboradora: Ana Eva Fraile [Com 99] Fotografía: Manuel Castells [Com 87]

Al principio solo estaban los chopos. Y los falsos plátanos. Tierras de cereales. El río susurrante. Era 1963 cuando se aposentaron secuoyas y coníferas enfrente del Colegio Mayor Belagua. Desde entonces, hasta los más de cuatro mil árboles en 113 hectáreas, se han sucedido lluvias, sequías, heladas y días de sol; personas que han soñado el campus, que lo han cuidado o que, sencillamente, han dejado su huella mientras iban de paso. El campus también pone su sello en quien lo transita y en quien lo habita. 


Despedidas (foto de apertura). Chopos, fresnos y plátanos entre el río y la carretera. Estos chopos son jóvenes, pero hay otros en el campus que han superado los cien años, algo poco común en su especie | MANUEL CASTELLS

 

Los de la maleta

 

La séptima entrega de esta serie sobre la historia de la Universidad elige como protagonista al campus de Pamplona. Con motivo de la publicación del último libro de Carlos Soria, El campus de la Universidad de Navarra, estas páginas hacen memoria de su crecimiento desde las primeras plantaciones en 1963..

 

En 1960 el campus ya era, pero aún no todo lo que estaba llamado a ser. Al lado del Hospital de Navarra se había construido la Escuela Nueva para los alumnos de Medicina. Hacia el sur y el este se extendían tierras de secano, campos de trigo. Una cadena de chopos lombardos —ahora centenarios— surcaba el color pardo de los terrenos, desde la antigua Fuente del Hierro hasta el río. Al llegar a la carretera paralela al Sadar se unían a los altos plátanos de sombra, y acompañan aún hoy el recorrido del agua. Algún frutal aislado. Un nogal —que todavía perdura, cercano a la ermita—. Allí donde los límites de Pamplona se desdibujaban. 

El campus ya era, pero estaba aún por construir. Una aparente contradicción que él ha escuchado durante sesenta años a profesores de Filosofía, cuando explican que la persona es un ser completo que a la vez se va haciendo, con su libertad

Pero ¿cuál era la libertad del campus? ¿Qué podía hacer él? ¿Qué magia transformó sus tierras de labranza en una sinfonía de colores? No ha habido magia, pero sí sabiduría, manos trabajadoras, mirada amorosa, almas que cuidan, brazos fuertes, voces bajas y un sueño.

 

Resiliencia. El ginkgo biloba del Central fue uno de los primeros árboles en el campus. Se trata de una especie resistente: tras la primera bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, rebrotó un árbol nuevo a setecientos treinta metros del epicentro de la explosión | MANUEL CASTELLS

 

UN JARDÍN EN SUS MANOS

Llamado por la Universidad, Ángel Ramos fue el primero que soñó el campus como un paisaje, un bosque, sin encorsetarlo en trazados geométricos, otorgándole la libertad que necesitaba, la libertad que podrían respirar quienes lo transitaran y lo vivieran. Ramos, profesor de la Escuela de Montes de la Universidad Politécnica de Madrid, trenzaba del estilo del jardín inglés el baile entre el paisaje natural, el creado por el hombre y la arquitectura. «El hombre ha buscado siempre el jardín», dejó escrito en Espacios verdes. El campus no era, no podía ser, un espacio cerrado, el tesoro de unos pocos privilegiados, como se concebía desde la Antigüedad, sino un jardín para muchos, para todos.

Si el adalid sabio fue Ángel Ramos, la misión de primer artesano se otorgó a Pachi Villar. En los años sesenta, animado por José Ona, el arreglalotodo de la Universidad por aquel entonces, dejó las tierras y las viñas de Olite y comenzó como responsable de Mantenimiento. Y, de ahí, a primer jefe de jardineros. Las manos de Pachi sembraron, trasplantaron, regaron, podaron… Sus pies recorrieron una y otra vez las hectáreas del campus joven y también apagaron explosivos. Carlos Soria cuenta en El campus de la Universidad de Navarra —publicado en junio de este año— que el 12 de julio de 1980 el sistema de detección de incendios instalado en el sótano del Central registró humo. Pachi, que vivía con su familia en el edificio, «se lanzó escaleras abajo y [...] se encontró con varias mechas encendidas y humeantes. No salió huyendo [...]. Pisó, retorció y apagó las mechas». De los veinte artefactos, solo llegaron a explotar cuatro. Pachi impidió una tragedia mayor. 

En la tarea de construir el campus, además de los sueños de Ángel Ramos, se siguió una máxima: ajardinar al tempo marcado por los edificios que se fueran levantando. Así sonaron sus balbuceos iniciales, en el curso 1963-64: la plaza del Central, la campa de Belagua y un trocito de verde alrededor de Goimendi, todo de la mano de Villa Miranda, un vivero local que aún existe. El primer árbol fue un cedro atlántica, en los terrenos frente a Belagua, cerca del río. Entre los pioneros que comenzaron a poblar el campus se erigían también otros cedros, tuyas gigantes, arces, secuoyas, cerezos del Japón, ginkgos, hayas rojas y abedules. 



Pioneros. La campa de Belagua en 1963 fue el inicio del ajardinamiento del campus. Los álamos blancos de la primera línea señalizaban con anterioridad el camino de la Fuente del Hierro | JOSÉ GALLE 

 

EL CURADOR DEL CAMPUS

El pequeño campus se teñía de rojos y dorados cuando Carlos Soria llegó en 1967 a la Universidad. Los árboles apenas levantaban unos metros del suelo. En Madrid, había cambiado el derecho por la profesión periodística y, tras diez años en Europa Press, Alfonso Nieto le dijo que le querían para el incipiente Instituto de Periodismo en Pamplona. Poco tiempo después le nombraron director de Comunicación, para relevar a Paco Gómez Antón.

Sus trayectos desde la antigua biblioteca —que se había terminado un año antes— y el Central se convirtieron en paseos: veía, miraba, saludaba a los jardineros... Ellos, con la confianza que les había inspirado aquel treintañero que contemplaba con mimo las parcelas y los árboles, empezaron a preguntarle: «Don Carlos, ¿qué podríamos plantar en esta zona, que está un poco embarrada y tiene poco fondo?», o «¿Y este arbusto no se helará aquí?». «Pensaban que sabía y por eso contaban con mi opinión, pero la realidad es que yo distinguía un pino de una palmera y poco más», recuerda Carlos Soria. Entonces se hizo con los diez tomos de Manuales de jardinería, del escritor catalán Noel Clarasó, que fueron sus primeros libros de cabecera.

«Ángel Ramos vio que era un campus para vivir sobre todo en invierno y primavera, así que no podía estar desnudo durante tres o cuatro meses», explica Soria. Por eso se optó en gran medida por coníferas —¡más de novecientas!— que «hacen que, incluso en invierno, el campus tenga vida, como una esperanza de que llegará la primavera», añade. 



Los primeros cuidadores. Una representación del primer equipo de jardineros, con Pachi Villar a la cabeza (a la izquierda); Pascual Lecumberri encima del carro y junto al remolque, Porfirio Leoz y Luis Cano; al fondo, Nilo Lecumberri | JOSÉ LUIS ZÚÑIGA 

 

Un día de 1970 el rector Francisco Ponz llamó a Carlos Soria: «Pensé que tal vez me iba a decir algo por dedicarme a pasear tanto…, pero me preguntó qué sabía de jardinería. A su mesa llegaban cuestiones sobre si convenía plantar en tal esquina un cedro deodara, podar los tilos o luchar contra la grafiosis de los olmos… Y él veía que no era la persona adecuada para decidirlo. “¿Podrías encargarte de eso?”. Así, sin necesidad de ningún documento oficial, fui nombrado curador del campus».

Carlos Soria no es un teórico del medioambiente, ni un experto en botánica ni en biología. La palabra curador implica algo más que conocimientos: remite a alguien que también mira amorosamente al campus, convencido de que habla y trasciende.

Hacia finales de los setenta, la mayor parte de las hectáreas del campus lucían desnudas, en barbecho. Se optó entonces por lo que Carlos Soria, en su libro, denomina «la solución forestal»: «Plantar miles de árboles, pequeños y baratos, que trabajasen la tierra, esponjaran el suelo y mantuvieran más sueltos aquellos terrenos arcillosos y pesados». Los liquidámbares en la cuesta que une las Facultades Eclesiásticas con el edificio Amigos son una muestra de aquella etapa.



Otros pobladores. De las 273 especies de animales identificadas en el campus, 77 son aves. Las urracas, también llamadas picarazas, son muy invasivas y viven a costa de los otros pájaros | MANUEL CASTELLS

 

SINFONÍA DE COLORES

El campus habla en silencio a todo aquel que quiera escucharle. Pero también canta. A lo largo del año interpreta lo que el curador llama «sinfonía de colores». Como una composición en la que la voz principal fluye de rama en rama, de árbol a árbol. Como un Bolero de Ravel de la naturaleza en el que, sobre una armonía y un acompañamiento constante de los verdes de las coníferas, cada instrumento interpreta su solo en un momento indicado del año, a veces durante varias semanas, a veces durante algunos días, en ocasiones a dúo o en cuarteto, derrochando virtuosismo desde un rincón del campus.

Con el inicio de curso estalla el rojo de los liquidámbares contra un cielo azul límpido recién estrenado. Los robles se tornan color caldera. En noviembre, las hojas del ginkgo biloba del edificio Central se vuelven doradas en un crescendo perfecto y, tras el clímax, caen formando una alfombra alrededor, en un «desnudo pudoroso», como dice Carlos Soria. De amarillo se visten también los tilos y los fresnos. El oro del atardecer brilla en las copas de los chopos lombardos. Los plátanos de sombra junto al río componen un mosaico de hojas verdes, amarillentas y ocres. El colorido del otoño parece concentrarse en las copas de los abedules que acompañan los pasos hacia la ermita. Los arces rojos imitan a los fuegos artificiales, en una explosión que permanece congelada para que todo el mundo pueda verla.

Al llegar el invierno, el campus simula susurrar y corean los pinos, abetos, tejos, pinsapos, cedros y otros perennes, los permanentes y leales. Un oído atento y una mirada certera descubren entonces un mar de verdes y, además, la picea azul y los pizzicatos de los acebos.



El Sadar. Noel Clarasó dice que el agua es un elemento indispensable en un jardín. El campus tiene su río, de presencia constante y discreta | MANUEL CASTELLS

 

Cuando los días se alargan, los ciruelos rojos se lanzan a florecer aun conscientes del peligro que corren sus frágiles pétalos frente a las heladas. En la entrada de la Escuela de Arquitectura, los magnolios de hoja caduca destellan en rosas y blancos. De repente, en una pradera, la primera margarita. Y, al día siguiente, más voces blancas se unen a la sinfonía.

El blanco también es el color de la floración de los castaños de Indias. Los cerezos japoneses comienzan su aria en torno a Semana Santa, con un timbre bellísimo y una tonalidad hipnótica. Les sigue el violeta pálido que vierte la paulonia.

Solo los alumnos que tienen que profundizar en alguna materia en junio pueden maravillarse del esplendor en tres o cuatro compases de las flores de los magnolios de hoja permanente. Y quedan para el disfrute de quienes aún no se han ido de vacaciones las chispas blancas del árbol de los farolillos y el rosa con vibrato de la lila de las Indias.

 

Todos a una. El campus no es un jardín botánico, un catálogo exótico y variado, sino un conjunto de especies configuradoras | MANUEL CASTELLS

 

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MÁS BELLO, MÁS ALTO, MÁS LIBRE

La música no se improvisa en el campus. El equipo de brazos fuertes y almas cuidadosas que se preocupan de que cada intérprete se encuentre bien afinado, de que la armonía sea correcta, lo forman nueve jardineros. En total, desde que nació el campus, no más de veinticinco. Con un quehacer callado y constante, velan por mantener las 113 hectáreas bellas calendario tras calendario.

Si el campus siempre fue el campus, ellos no siempre habían sido jardineros. Pero aprendieron. «El que construye un jardín goza en su obra, pero no ha de olvidar que trabaja también para los demás», dice Clarasó. Y los jardineros no lo olvidan. Desde los primeros, con Pachi Villar a la cabeza, han sabido que plantaban semillas de vida para otros, cuidaban las raíces soñando en ramas altas que tal vez no llegarían a ver. Una tarea bien hecha, pensando en los frutos como en una promesa. 

Cuenta Soria en su libro que en el otoño de 1980, unos meses después de que los pies valientes de Pachi apagaran las bombas de ETA, el doctor Eduardo Ortiz de Landázuri observó desde la Clínica a un grupo de jardineros en la colina al lado de la ermita. Plantaban encinas, un árbol que crece lentamente y que llega a centenario. Don Eduardo comentó: «¡Hay que ver qué escena más reconfortante estamos viendo! Acabamos de sufrir un fuerte ataque terrorista que debería provocarnos parálisis y temor, y en su lugar los jardineros de la Universidad tienen tanta fe en el futuro que han decidido plantar encinas». 



El «paseo marítimo». En la zona de las facultades de Ciencias siempre ha sido más difícil ganar terreno al asfalto a favor del jardín, por las limitaciones de espacio. Aquí, castaños de Indias y cedros acompañan los pasos | MANUEL CASTELLS

 

José Ona incorporó a la Universidad, ese mismo año, a otro Patxi. Francisco Javier Díez de Ulzurrun, actual jefe de jardineros, llegó de Arraiza con 17 años y la maleta cargada de «mucha ilusión, muchas ganas de trabajar y de aprender», como él mismo recuerda. Algo que no ha cambiado en estas cuatro décadas. En 1991 sustituyó a Pachi Villar y ha sido el encargado de construir en el campus los «Quiero...» de Soria, ese «mundo de sueños», que, según Patxi, lleva dentro. 

Patxi Díez de Ulzurrun tiene andares largos; dice el curador que su zancada equivale a un metro. Llama por su nombre en latín a todo lo plantado en el campus. Él, que había estudiado para mecánico tornero, se enamoró del jardín. Su pasión por estas tierras universitarias le lleva a procurar que estén lo más bonitas que puedan estar: «Y si hay algo más que puedas hacer, lo haces. No dices: “Bah, ya está bien”. Ese “Bah, ya está bien” no existe en mi cabeza»

Su motivo de orgullo en estos años no ha sido el crecimiento de un árbol en particular o una plantación destacable sino poder «admirar cómo crece la Universidad, cómo la vas moldeando con tus ideas y tu trabajo; comprobar que eso que tú tienes entre manos gusta a la gente. La satisfacción de que el conjunto de la Universidad sea un poquito mejor cada día».

Escribía José Antonio Vidal-Quadras en Nuestro Tiempo en diciembre de 2007 cuál le parecía la gran lección de los jardineros: «Cuando los alumnos pasan por el campus y disfrutan de su belleza, aprenden sin darse cuenta de que lo cuidado vale, es mejor y se impone a lo inculto». Estaba hablando, precisamente, de Patxi



Equilibrio. El campus crece en una armonía entre lo estético y lo funcional. Se cuida de su belleza con la mentalidad de hacerlo sostenible | MANUEL CASTELLS

 

LO QUE PERMANECE

El campus sabe —también se lo ha escuchado contar a profesores entre las paredes de unas aulas o al lado del pozo— que cultivar y cultura provienen de la misma raíz. Los jardineros, como los buenos profesores, preparan el terreno, conocen a sus pupilos: captan lo que deja traslucir una mirada, el color de unas hojas, un gesto, una manera de mecerse con la brisa. 

Uno tiene sed, los brotes en otro anuncian la primavera, uno no se siente a gusto en esa tierra, otro se ahoga. Algunos piden más sitio, como el haya roja; y a otros les va mejor la compañía, como a las hayas selváticas, que logran sobrevivir en estas praderas amparadas por los chopos lombardos. Los cedros, por su parte, como explica Soria, también «necesitan un amplio espacio vital para desarrollarse». Observando sus ramas fuertes y robustas —pueden aguantar sin dificultad el peso de la nieve— uno puede intuir las raíces abriéndose paso por esas tierras. 

El suelo del campus es poco profundo, húmedo y arcilloso; «cuando todo estaba por hacer» parecía misión complicada que unos árboles con vocación de siglos se anclaran con firmeza. Ahora, de las noventa secuoyas —52 gigantes y 38 rojas—, algunas han alcanzado los cuarenta metros. Y los chopos, que ya estaban ahí, se acercan a los cuarenta y cinco.



Leyenda. Cuentan que cuando el cerezo japonés del ala izquierda del Central empieza a florecer todo alumno debe haber comenzado a estudiar ya los finales de mayo | MANUEL CASTELLS

 

El terreno está poblado de ejemplares de especies supervivientes: mientras la inmensa mayoría de olmos del resto del país han ido cayendo por las plagas, los cuidadores del campus han conseguido salvar algunos de los suyos. También de habitantes exóticos como las metasecuoyas, una especie redescubierta en 1946.  En las Facultades Eclesiásticas, las palmeras rodean el edificio; durante un tiempo estuvieron acompañadas por higueras, mucho más corrientes pero también con simbolismo bíblico, que finalmente se helaron.

Hay árboles de crecimiento lento y belleza solemne, como los magnolios y las encinas. Los cipreses, en cambio, ascienden deprisa, se dejan podar y llevar donde la mano experta quiera. Los jardineros ponen de su parte pero, llegado un punto, es labor de los árboles ocuparse de su propio crecimiento: la lucha por la luz de sus ramas y el trabajo oculto de las raíces, como un bosque subterráneo, buscando el sustento, siguiendo el rastro del agua y los nutrientes necesarios.

«Los árboles son la permanencia del jardín», dice Noel Clarasó, y añade: «Nosotros pasamos por el árbol: somos un momento de la vida del árbol». Como también los profesores son un momento en las vidas de sus alumnos. 



Bandera verde. El campus ha recibido tres veces el Green Flag Award: un galardón a los jardines de acceso público que destacan por la excelencia en su gestión. En 2020 obtuvo además el premio People’s Choice, entrando así en el top ten de los parques favoritos de los visitantes en todo el mundo | MANUEL CASTELLS

 

El campus no es solo un escenario para acompañar los trayectos entre un edificio y otro. «A la inmensa mayoría de estudiantes que han vivido la Universidad, lo que les queda de su paso es el recuerdo de algunas personas concretas y del campus», afirma Carlos Soria. Y continúa: «Eso es porque él tiene una enorme capacidad de comunicar. La belleza, la armonía, la sinfonía de colores… Él no es un profesor al uso, no nos forma; nos formamos nosotros en contacto con él». 

A Soria no se le escapa que hay mil historias que él no conoce pero el campus sí. No son solo recuerdos —aquí vi por primera vez a aquella chica, allí me dijeron que había aprobado aquel examen, bajo esa sombra recibí aquella noticia— también es un pensadero, un disparador: ahí me senté y tomé esa noche una decisión que cambió mi vida, frente a este árbol me desahogué de una pena enorme, reclinado en el tronco de un cedro recuperé la paz que me faltaba.

 

RAÍCES QUE PERMITEN VOLAR

De esta tierra que ha visto crecer, Carlos Soria se recrea en el camino que baja desde la ermita hasta el puente de los Suspiros: «Quizá no es la zona más bonita, pero es la que tiene más historia: al recorrer esos metros pisas sobre las huellas de los viandantes que desde hace cientos de años se dirigen a Santiago. Ahí, en el crucero del campus, el peregrino se despide de Pamplona». También tiene querencia hacia los olivos de la explanada frente al edificio de Comunicación, desde donde se ven los montes, el valle entero, y se ofrece en cada estación una panorámica espectacular. 



Pensadero. «Hay que dejarse llevar, captar el hechizo de la naturaleza, mirar y sentirse mirado, y permitir la invasión de las sensaciones. Esperar sin impaciencia a que en algún momento se despierte la sensibilidad y, con ella y tras ella, el pensamiento» (Carlos Soria, en El campus de la Universidad de Navarra) | MANUEL CASTELLS

 

El curador del campus sigue soñando. Sueña con un campus sin coches, con transformar el asfalto en praderas; sueña con un río limpio y saneado, con riberas cuidadas con mimo. Dice que «hace falta soñar» que la zona de arriba y la de abajo queden entrelazadas más fácilmente, una solución que sume belleza y unidad. Aunque el campus no necesita llaves ni candados, porque es libertad y es para todos, Carlos Soria imagina también puertas de naturaleza que den la bienvenida y acojan. 

Es verano de 2021 y Patxi se encuentra arremangado en medio de las obras del paseo nuevo que unirá a partir de otoño el campus con el barrio de Iturrama, un corredor, un puente que vincula, aún más, la Universidad con el resto de Pamplona.

«Todo el que ama su jardín crea en él algo nuevo», escribe Clarasó. Quien lo soñó primero; las manos que lo forjaron y lo construyen; quien veló para que fuera lo que estaba llamado a ser; quienes aprenden y se enamoran entre sus colores y sus melodías; los que enseñan en sus edificios y en sus praderas; los que levantan la vista de sus puestos de trabajo y una chispa de belleza les ayuda a seguir con su labor; los paseantes vespertinos, los peregrinos… El campus respira libertad para que cada uno de ellos aporte la novedad de sus vidas. Unas vidas que, como el campus, ya son pero se van haciendo.


 

Mirar de nuevo el campus

 

 

 

 

El campus de la Universidad de Navarra

Carlos Soria

Fotografías: Manuel Castells, Elena Moreno, Fernando Pagola, Valentín Vallhonrat

Ilustraciones: María José Cruz, Martín Zalba

Eunsa, 2021

312 páginas, 29,90 euros

 

No es la misma mirada la de quien llega al campus de la Universidad por primera vez, la de aquel para quien es su segunda casa —o primera— o la de quien vuelve tras unos años y los pinos, las hayas y los cerezos le despiertan recuerdos. No es la misma mirada tampoco la que se le dirige a este bosque de secuoyas —antiguas tierras de secano— tras leer El campus de la Universidad de Navarra, de Carlos Soria

Desde la primera plantación en los terrenos enfrente de Belagua, como una especie de tesina de lo que sería el campus, Soria recorre las peripecias vividas por los árboles nuevos y los que ya estaban —chopos y plátanos— y por los jardineros que supieron transformar estos terrenos de cereales. A ellos les dedica el libro. También hay páginas para los otros protagonistas: los árboles, con una visión nueva, intimista, desde dentro. Son doce los elegidos por los jardineros: un ginkgo, un olmo, un magnolio, dos cedros atlántica (uno de ellos, el «árbol decano») y un cedro deodara, un roble común, una secuoya gigante y una roja, un haya roja, una metasecuoya y los chopos lombardos.

Soria y los cuatro fotógrafos no entran en los edificios —eso queda quizá para un segundo tomo—, sino que el campus se convierte en cicerone que señala dónde dirigir la mirada, dónde detenerse, cuándo apresurar el paso, en qué rincón descansar. 

El ginkgo biloba en pleno esplendor dorado como portada del libro no ha sido elegido al azar: es el árbol por el que Carlos Soria tiene predilección, porque «los primitivos ginkgos vieron pasear a los dinosaurios, y al mirarlo uno siente que 250 millones de años le contemplan». La misma sensación que se experimenta al observar el cielo constelado una noche, como recomienda José Luis Comellas, profesor de la Universidad en sus primeros años recientemente fallecido, en las últimas páginas de este libro que no llegó a ver terminado.