Humanismo cristiano Clásicos Crítica cultural nº 722 Literatura
Los ojos de los otros

Humanismo cristiano Clásicos Crítica cultural nº 722 Literatura
El papa Francisco maduró una carta extensa —unas cinco mil palabras— en julio de 2024 sobre la fuerza que imprime en la formación de una persona leer de verdad novelas y poemas. Defendió ideas originales: que la Iglesia es belleza, frescura y novedad. Que haber leído significa acercarse más a los otros.
El primer libro que leí del cardenal Bergoglio tras el habemus papam fue El verdadero poder es el servicio. Tres aspectos me llamaron la atención. Lo directo de su escritura. Su estilo, que comprometía. Que sabía no repetirse.
Lo más fuerte para mí era que te sujetaba del alma y te decía si te ibas a quedar igual que antes o te ponías a cambiar. Y admiré su aroma a nuevo. Porque en una parte reunía, seguidas, sus homilías de Navidad, Jueves Santo, Pascua y Corpus Christi de años consecutivos. Y se hacía insólito. Inesperado.
Quien se haya dedicado a escribir discursos lleva muy muy dentro que sentarse ante el teclado para llenar unos minutos en una entrega de premios, conmemoraciones, la inauguración de un edificio o de lo que sea cuesta cada año más. El auditorio recibe pletórico o indiferente esas palabras: no envejece tanto. En cambio, quien estuvo amasando esos folios siente donde el costado o incluso en los riñones la tentación de copiarse a sí mismo. Por puro respeto uno tantea para encontrar habitaciones libres, playas sin carteles. Y no ser pelma. Jorge Mario Bergoglio venía aprendido: escribir es pensar en los demás.
Y el 17 de julio de 2024, en su Carta sobre el papel de la literatura en la formación, lo reconquistó: volvió a interpretar «la polifonía de la Revelación, sin reducirla o empobrecerla a las propias necesidades históricas o a las propias estructuras mentales». Y con esa afirmación de fe que entraña dedicar horas y vida a inclinarse ante un libro. La carta iba inicialmente dirigida a candidatos al sacerdocio, pero Francisco la amplió a todo cristiano. Aunó ideas clásicas con perspectivas novedosas. La mayor: que el acto de leer combate la superficialidad y activa la maduración espiritual porque familiariza en la contemplación y en la escucha. «El poder espiritual de la literatura» ayuda a reconocer «la realidad propia» y qué sentido «tiene la existencia de los otros seres» al ponerse a «escuchar la voz de alguien», palpar su corazón.
Porque el papa, que fue profesor de Literatura antes que sacerdote, sabía que una obra literaria es «un texto vivo y siempre fecundo, capaz de volver a hablar de muchas maneras». ¿Quién se atrevería a publicar en un paper enjuiciado por pares o nones esta definición que chorrea experiencia? Vividura, según Unamuno. Los grandes libros siguen emparentándonos con las tensiones, deseos y significados más profundos —abismales a veces— de la existencia. Para dialogar con la cultura y la vida actual, la literatura resulta indispensable.
A Jim Hawkins no lo ve uno igual si lo conoce de adolescente o se lo reencuentra a los treinta años o convaleciente de una operación cardiovascular a los cincuenta y muchos y esconde la novela entre la almohada… Quien cambia menos es Israel Hands, desde que la goleta Hispaniola partió de Bristol hasta que, herido, le pide a Jim una botella de Oporto. Jim descifra los ojos del timonel. Esquivos. Ensuciándose. Tienen cerca el cadáver de O’Brian. A Hands le sangra una puñalada en el muslo. Se la ha cubierto el adolescente convertido en capitán, con un pañuelo de seda de su madre. Esas páginas de La isla del tesoro se sellan con esta confesión que escribirá Jim: «Nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos».
Experiencia similar la sugiere el libro francés más editado y traducido de todos los tiempos: Le Petit Prince de Saint-Exupéry, que en realidad empieza —como un amigo mío apunta— en el segundo capítulo, más allá del dibujo de la boa que ha engullido a un elefante: «Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente».
La prensa resumió pronto las bondades y posibilidades de esa carta de Francisco. Luis Daniel González sugirió inteligentes ejemplos de «los hilos del tiempo y los nudos que se atan y desatan en el interior de las personas, el que apreciamos cuando aprendemos a mirar las cosas con otros ojos y más atención». Es el quicio para mover la puerta y entrar. Francisco no se limita a enumerar las consabidas ventajas de haber leído, que certifica todo neurólogo. Ejercita el cerebro. Aumenta la concentración. Suele aminorar el estrés. El papa busca que los cristianos piensen en los demás, que los descubran. Convertir la lectura de grandes obras «en vigilante escucha y espera de Aquel que viene para “hacer nuevas todas las cosas”». Vivir con esos grandes libros que nunca cicatrizan.
Envié este folio y medio cuando Francisco estaba hospitalizado. Ahora quito algunos párrafos y dejo sitio para otras consideraciones. Porque intuyo que al papa le hubiera encantado Señales, de Tim Gautreaux, el libro que estoy leyendo estos días. En uno de los doce cuentos, el que da título a la obra, hay una escena en que un letón profe de Historia emigrado a Estados Unidos prepara una clase sobre la batalla de Austerlitz. Considera el horror de las nueve mil bajas francesas, «como si aquellos soldados estuvieran esparcidos por su calle y su jardín» en una localidad perdida en el sur de Luisiana. Los ve. Le duelen. Nota dentro la compasión. Pero además una viuda madura y animosa, Janice, le enseña a él, Talis Kimita, a fijarse también «en los otros cincuenta y ocho mil soldados de aquel ejército que habían resultado ilesos y habían vuelto a Francia, donde los habían tratado como a héroes el resto de sus vidas». Un caso de encontrar destellos de esperanza entre los trozos rotos de la historia. No la repite: aprende del tiempo.
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