Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Faustino Usoz. Un hombre irrepetible para una cafetería 'honoris causa'

Texto José Antonio Vidal-Quadras Fotografía Achivo de la Universidad de Navarra y familia Usoz

El 13 de julio falleció en Navascués (Navarra) Faustino Usoz, primer responsable del bar del Edificio Central


Muchísimos profesores, más alumnos, cargos del rectorado, secretarias, conserjes, bedeles, personas de mantenimiento, etcétera,  hemos sentido mucha pena con la noticia del fallecimiento de Faustino Usoz, el que con su recia y querida figura puso nombre al bar del Edificio Central, en 1963. El 13 de julio pasado sufrió un infarto de miocardio en su casa de Navascués. Once días antes había cumplido 93 años.

Cuando vine a dar clases a esta Universidad en 1983 hacía ya muchos años que Faustino era popularísimo, pero los que habían sido alumnos desde que nació esta Universidad en 1952 hasta que se abrió la cafetería en 1963, no sabían absolutamente nada de él. Incluso trece largos años después, unos ex alumnos de Periodismo de los que habían estudiado en la Cámara de Comptos, me preguntaron: “¿Por qué llamáis ‘Faustino’ a ese bar?”

Por entonces, Faustino ya había enviudado de Maxi en 1989, tenía tres hijas, y vivía en Pamplona. La mayor parte de los alumnos lo ignoraban casi todo de su vida. A mí me pasaba lo mismo y decidí enterarme. Le vi asomar por la cocina del Edificio Central, hablamos y me invitó a comer el domingo en su casa de Navascués, en el valle de Salazar.
Comimos en la cocina los dos. Al sacar el café me dijo: “Estas son las primeras tazas que puse en el Central”. Paliduchas, modestas. Las miramos con cariño. Se reía: “Cuando subí el café de 3,50 a 4 pesetas, los chicos me hicieron huelga cinco o seis días. Abrí con el edificio aún en obras y daba comidas a los obreros. Fueron tiempos felices…, como cuando las tunas ensayaban después de comer con música muy buena, de violines y bandurrias, aunque hubo otros tiempos… menos buenos, con plantes y asambleas. Pero el balance es muy bueno. Nos conocíamos todos; como una familia”.

La época de la guerra. En 1988 se jubiló y dejó el bar en manos de Juan Ardaiz, que se había casado con su hija Silvia. Naturalmente, se siguió llamando “Faustino”. Eduardo Guerrero, el entonces gerente de la Universidad, me contó un día que Faustino le había dicho: “Me pasa una cosa rara. Cuando voy a Navascués veo a mis amigos cada vez más viejos; en cambio, yo sigo joven. Será que estar siempre con estudiantes me conserva joven…”.

Eso mismo le pasaba en febrero de 1996, cuando me invitó a comer en su pueblo. Entonces, Faustino vivía en Pamplona y bajaba cada dos por tres a darse una vuelta por su cocina del Edificio Central.“En los fines de semana –explicaba– me vengo a Navascués y hago de carpintero, electricista, de todo, preparando una de mis viejas casas para los veranos de las tres hijas y los nietos”. A continuación retrocedió más en el tiempo y me contó que su padre “tenía un carro y machos grandes con los que transportaba madera, y yo le ayudaba. Con 19 años me alisté en el tercio Lacar, de requetés. En la guerra conocí media España. Tomé Bilbao”.

Estuvo en Santander, en Asturias. En Caspe, una bala le atravesó el pulmón y le llevaron a un hospital de Galicia. No cicatrizaba, perdía peso, quedó en los huesos, le desahuciaron y le enviaron a morir a casa de sus padres. Sin embargo, en Navascués los cuidados familiares –relataba el obituario de Germán Ulzurrun en Diario de Navarra del 16 de julio pasado–, con una dieta de leche y cerveza consiguieron cicatrizar la herida y que dejara de supurar, y curó.

El ejército le quiso dar por inútil, pero él protestó: “¡Yo no soy un inútil!”, y se escapó al frente, a estar con sus amigos y primos. Luchó en Teruel, luego en Sagunto. La metralla le rompió una pierna, y reaccionó: “¡Yo no soy un mutilado!”. Y volvió al frente. Siguió contándome: “Como no podía cargar con la metralleta ni nada pasé a ser cocinero de los oficiales en Barcelona. El relleno de ternera me salía muy bien. Luego estuve en Manzanares para tomar Madrid. ¿Lo peor? La lucha cara a cara con bayoneta”.

Hablaba con gesto de profundo disgusto, de asco: “El frío de Teruel…, arrastrar amigos muertos tirando de un pie o un brazo…, todos morían diciendo ‘Madre mía’, y como la mía murió cuando yo tenía 4 años, pensaba: ‘Cuando me toque a mí, no podré decir Madre mía…’. Y la sed: estuvimos ocho días cercados en una loma sin comer ni beber, hasta que vino la aviación y rompimos el cerco. Pero lo peor, lo peor fueron los fusilamientos. ‘No quiero prisioneros’, dijo un jefe. Y yo me negué a fusilar. ¡Pero había voluntarios! Eran los más cobardes: como ahora los de ETA. Igual que en el monte: hay yerba buena y mala”. Calló muy serio. La cocina donde comíamos se había quedado fría. “Muy mal, muy mal…, la guerra no la quiero ni para mi peor enemigo”.

“Trabajaba como un mulo”. Al llegar la paz regresó a Navascués y puso “Casa Faustino”. Habían llegado –cuenta Germán Ulzurrun– los soldados de América 66 para combatir al “maquis” (guerrilleros republicanos antifranquistas) y con ellos una sección de Intendencia. Faustino mercadeó cuanto pudo. “Todos, del soldado al capitán me vendían algo, incluida la cebada para los mulos, que pasaban mucha hambre…”, le contó. “Desde Usúrbil traía barricas de 300 litros de sidra. Con un carro y su borrico se llegaba hasta Burgui donde había alquilado un pajar en las Coseras, cerca de la carretera de las Coronas, donde almacenaba el café, azúcar y garbanzos para vender en el valle del Roncal.

Se casó. Comenta: “Trabajaba como un mulo, le daba a todo: madera, carne, de todo”. Años después, con un socio, consiguió del gobernador civil Luis Valero Bermejo un contrato para suministrar madera para la construcción de casas del Instituto de la Vivienda y con un camión bajaban los árboles de la Sierra de Illón.

“También estuve dos años en la Diputación llevando una  apisonadora, pero no me gustó trabajar para otro, y volví al pueblo, que se había quedado sin soldados, sin juventud, porque Amadeo Marco, presidente de la Diputación e hijo de Navascués, se los había llevado a Pamplona y el pueblo languidecía”. Un día leyó en el periódico lo de la cafetería de la Universidad. “Se presentaron muchos y eligieron a dos. Yo  hice la mejor oferta –pone cara muy alegre– y me la dieron”. Era 1963 y Faustino tenía 46 años.

Como siempre había trabajado mucho y con espíritu de servicio, lo hizo con mucho estilo, muy bien, y ejerció la restauración como el mejor. Los alumnos siempre han sido alegres y Faustino siempre lo pasó bien con ellos. Nuestro bar pasó etapas muy boyantes. Los alumnos de Derecho, de Periodismo o de Filosofía eran muy numerosos y tenían todas las clases en el Central. En los descansos copaban la barra y llenaban las mesas. Aquello era un hervidero de vida, con discusiones, risas, mucho humo, conversaciones, repaso de apuntes, allí se trazaban planes, nacían amistades, amores perdurables, se preparaban obras de teatro, se celebraban éxitos, se lloraban fracasos, en el Faustino podía ocurrir cualquier cosa. Todos conservan recuerdos de los mejores años de su vida, y unos cuantos sin duda proceden del Faustino.

Como ha referido Germán Ulzurrun en Diario de Navarra, una vez jubilado, Faustino aprovechó para viajar, y evocaba con especial cariño un circuito que hizo por Rusia, con crucero por el Volga. Benidorm era otro de sus destinos favoritos, y contaba divertido cómo en el último viaje le robaron la cartera, y cuando en el hotel le devolvieron la billetera los recepcionistas le trataron con especial ceremonia, como si fuera un coronel de Ejército. Faustino se echó a reír con una buena carcajada. Efectivamente, habían visto una firma de coronel en su carnet de mutilado de guerra.

Germán nos ha dejado en su periódico dos pequeñas anécdotas que enriquecen los recuerdos que conservaremos después de haberle conocido un poco mejor, y después de pensar en lo bien que se ha portado con todos, y durante tantos años. Uno es del profesor Francisco Gómez Antón, que ahora vive en México, y que en 1963, por la mañana temprano se empeñaba en ser el primero de todos en tomarse el café con leche, y saludaba a Faustino entrando por la puerta de atrás. El otro detalle lleno de paz nos permite imaginarle en su huerta fijando los palos por los que treparían las alubias que iba a cultivar. Es la estampa que recordarán sus hijas y nietos, viendo la paz y el sosiego del abuelo manejando la azada y rezando en su huerta.