Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Irene Vallejo escribe para sobrevivir a los naufragios

Texto: Paola Bernal [His Com 23] y Lucía Ferrer [His Com 23]  Fotografía: Manuel Castells [Com 87]

Tras años insistiendo en distintos foros en la riqueza y la vigencia de los clásicos y las humanidades, Irene Vallejo va camino de protagonizar su propia odisea. Su exitoso ensayo El infinito en un junco es una defensa apasionada de los libros como transmisores de conocimiento y vida, un homenaje a las personas que han contribuido a preservar el saber.

 


Grupos de estudiantes se apresuran hacia el Aula Magna del edificio Central para conseguir un sitio. Las ventanas a los lados, abiertas de par en par, dejan pasar una brisa que roza a los afortunados que han logrado entrar. El aforo está completo y hay expectación.

Asomándose detrás de la mesa, Irene Vallejo se dispone a hablar como invitada al acto inaugural del Día del Patrón de la Facultad de Filosofía y Letras. Escritora y doctora en Filología, ha arrasado con la venta de más de doscientos mil ejemplares de su ensayo El infinito en un junco, un recorrido por la literatura en el mundo clásico. Con sus 450 páginas, se ha convertido en una rareza del mercado editorial español. Según cifras publicadas por Heraldo de Aragón, lleva 38 ediciones, más de 60 semanas en la lista de éxitos literarios y se va a traducir a 32 idiomas. 

En su intervención, la autora señala la importancia del sentido crítico tanto en la historia como en la literatura. Según dice, frente a la vida acelerada actual y a la primacía de la novedad, no se puede caer en la arrogancia de ignorar el pasado como fuente de conocimiento. Irene Vallejo defiende los clásicos como los mejores aliados para contar «lo que significa la vida humana a lo largo del tiempo con las palabras más precisas y preciosas». Una herencia de valor incalculable. 

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«Los clásicos son los mejores aliados para contar lo que significa la vida humana a lo largo del tiempo con las palabras más precisas y preciosas»

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También remarca la importancia del ensayo divulgativo como puerta a la curiosidad. Aunque su libro es extenso, bromea con que «algo dejó en el tintero» sobre las peripecias y catástrofes que sufrieron los libros hasta la invención de la imprenta. Por el momento descarta una segunda parte, pero invita a los especialistas de los siguientes periodos de la historia a retomar las riendas. 

A la salida del Aula Magna, Vallejo avanza por el pasillo rodeada por profesores deseosos de intercambiar unas palabras mientras camina hacia la firma de libros. La filóloga lleva un vestido azul rey que se ensancha y se ondula en la falda, que recoge para sentarse a escribir.

Traza cada dedicatoria en un párrafo con paciencia, cuidando la caligrafía. Abre y cierra los ejemplares como quien acaricia algo muy querido y devuelve a sus dueños un regalo. De las seis horas que permaneció en el campus de Pamplona, destinó una de ellas a estar con sus lectores. La sonrisa constante de Irene Vallejo le llega hasta los ojos, a través de la mascarilla. 

Irene charla con una lectora durante la firma de libros, tras el acto del día del Patrón de Filosofía y Letras. FOTO: Manuel Castells

Llama la atención su cercanía con los demás, en persona y por escrito. En su libro, derriba la cuarta pared y dialoga con el público directamente. Ella lo atribuye a su manera de replantear el ensayo:  «Me interesaba que abriera puertas a nuevos lectores que temen leerlos, que cambiase la imagen estereotipada de este género como algo frío y cerebral». Quería llegar a «los que siempre hemos amado la lectura, el saber, el conocimiento y hemos hecho esfuerzos para salvarlos de la destrucción». 

 

LA HEBRA Y EL OVILLO

Irene Vallejo se mueve entre la fragilidad y la fortaleza. Rompe el modelo del escritor famoso que da una charla mientras el resto calla. En una mesa redonda organizada para los alumnos de Filosofía y Letras, la filóloga invita a la conversación. Sabe por experiencia que ellos han recibido comentarios escépticos sobre su futuro laboral en el campo de las humanidades. Les alienta a no rendirse ante la adversidad: «Haced frente a esta presión social que nos dice que elijamos las carreras y las titulaciones presuntamente más pragmáticas y que dejemos de lado esta pasión que sentimos por nuestro pasado, por nuestras raíces, por los caminos por los que hemos llegado a ser lo que somos».

Quiere compartir el pasadizo secreto del laberinto de tinta y editoriales. Quien la lee sabe que tiene una pluma cautivadora; usa las palabras acertadas, el adjetivo adecuado; conecta aspectos de la época clásica con la nuestra para reflexionar sobre los porqués. Y cuando habla muestra la misma habilidad que con la pluma: se expresa con sencillez, elocuencia y humor.  

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«Hay que hacer frente a la presión social que nos dice que dejemos de lado esta pasión que sentimos por nuestras raíces, por los caminos por los que hemos llegado a ser lo que somos»

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Uno de los estudiantes le pregunta cómo convencer a un no lector sobre la importancia de los clásicos en el presente. Irene responde que casi todos los libros los esconden en el sustrato de sus historias. «La hebra y el ovillo empiezan en Grecia y en Roma». Menciona el ejemplo de Harry Potter. Al igual que Irene Vallejo, J. K. Rowling es filóloga clásica y románica y lo demuestra con el uso de conjuros inspirados en palabras latinas, figuras mitológicas y nombres como Hermione, hija de Helena de Troya, o Sybil en referencia a las sibilas. 

Irene ha dedicado su vida a defender los clásicos y a llevarlos a todos los rincones. Publicaba en editoriales locales y durante muchos años recorrió bibliotecas de ciudades y pueblos donde organizaban grupos de lectura y, al acabar, «un banquete con tortilla de patata». Pese a las dudas de su entorno, siempre reivindicó que su profesión era un trabajo de verdad. Cuenta que eso que suele llamarse fama no le llegó de repente, sino que la ha construido con «pasos muy lentos y mucha paciencia». 

Víctor Sanz guía a Irene Vallejo por la Biblioteca Central. Detrás de la escritora, le acompaña su esposo,  Enrique Mora. FOTO: Manuel Castells

UNA FAMILIA ENTRE MURALLAS DE LIBROS

Irene bromea con que tiene tantos libros que están a punto de expulsar a su familia de casa. En una lucha permanente por el espacio, también anexionan territorios como el hogar de su madre. Su hijo Pedro está acostumbrado a hacer hueco en la mesa para dibujar o escribir, resguardado por una muralla de libros a su alrededor. Cuando era más pequeño, al visitar una librería decía «los libros de mamá» porque creía que todos los libros del mundo eran un rastro que su madre dejaba al pasar. 

Su marido, Enrique Mora, la acompaña en cada paso de la aventura. Es profesor e investigador de Historia del Arte y de Medios Audiovisuales en la Universidad de Zaragoza. La ayuda en todo lo que puede: como padre, como lector privilegiado de sus textos, como organizador de sus compromisos y casi como guardaespaldas. Se comunican con la mirada en un lenguaje tan indescifrable que recuerda a los jeroglíficos en los templos egipcios. 

Cuando preguntan a Kike —así le llaman sus familiares y conocidos— cómo están llevando el ajetreo del éxito del libro contesta moviendo la cabeza sin terminar de creérselo: «Es una locura». Describe su frenético día a día, entre conferencias, charlas en Zoom o eventos. Su tono no es de queja, reproche o presunción; se puede atisbar cierto orgullo. Solamente suspira al imaginarse cómo será cuando se levanten las restricciones y sus vidas se aceleren aún más. Alterna la mirada entre el grupo a su alrededor e Irene, con los ojos iluminados por un faro a la lejanía.

Irene Vallejo posa con las bibliotecarias Inmaculada Pérez y Jacinta Luna. FOTO: Manuel Castells

LOS GUARDIANES DE LAS PALABRAS

«Los más de diez mil bibliotecarios que trabajan en España [...] alimentan nuestra adicción a las palabras. Son los guardianes de la droga», afirma Irene Vallejo en su ensayo. Estas palabras cobran un significado especial cuando entra en la biblioteca del campus. Una de las profesionales se emociona al verla, sonriendo con entusiasmo desde su ordenador. Cuando la autora vuelve a pasar, el resto de empleadas ya ha salido de sus puestos. Le piden una fotografía, no sin antes alabarla por el libro. La escritora posa con ellas tras esbozar un gesto de disculpa con las personas que la acompañan. Al despedirse, junta las manos y se inclina con una pequeña reverencia. 

Vallejo mira las estanterías con atención y asiente con interés a las explicaciones de Víctor Sanz, director de la Biblioteca. Camina como una delicada y poderosa embajadora de los clásicos seguida de su gran cortejo, entre ellos el profesor de Historia Antigua Javier Andreu, que la guía durante la jornada en Pamplona. La Universidad guarda un ejemplar firmado por cada autor que la visita, por lo que le entregan su obra para que se sume a esa colección tan preciada. Deja la siguiente dedicatoria: «Para la Biblioteca, acogedora, luminosa heredera de Alejandría, que en Navarra mantiene vivos los sabios mensajes —infinitos— de los clásicos. Con todo cariño, Irene Vallejo».

Dedicatoria de la autora a la Biblioteca de la Universidad de Navarra. FOTO: Manuel Castells

LOS LIBROS COMO SALVAVIDAS

 —Ni siquiera recuerdo una época de mi vida sin libros —cuenta ya a solas a Nuestro Tiempo—. Mis padres eran grandísimos lectores y los libros tienen más antigüedad en mi casa que yo misma. Si no los hubiera tenido, los habría buscado. Vamos a suponer un mundo posapocalíptico sin ellos; yo habría necesitado que la gente me contara historias porque ya de niña a todos los adultos siempre les pedía «Cuéntame un cuento». Necesitaba historias, alimento intelectual. Ha sido así siempre. 

Sin embargo, su necesidad de la escritura nace también de una herida interior: del bullying que sufrió en el colegio entre los ocho y los doce años, como describe en su ensayo, de la enfermedad de sus familiares y de su «oscuridad». 

—Aparte de la experiencia del acoso, he tenido mucho contacto con la enfermedad. Primero la de mi padre y luego la de mi hijo, que nació con problemas de salud y pasó meses en la uci neonatal.

Se expresa con cuidado, como si pasara los dedos sobre una cicatriz.

He sentido la necesidad terapéutica de la escritura para sobrevivir a esos naufragios. Es el origen de mi pasión por la literatura y era importante contarlo dentro del libro. No solo recoger anécdotas ajenas, sino explicar qué relación especial tengo con ella. Contar un episodio de acoso escolar en primera persona en un ensayo era una intuición arriesgada. Recuerdo largas conversaciones con mi editor pensando si lo manteníamos o no. 

Según relata, escribió sobre ese asunto para «mandar un mensaje y ayudar a los profesores a saber cómo se vive y cómo se afronta este problema». Para ella, eso significaba animar a los jóvenes que sufren situaciones similares en el colegio, a los que se les molesta por atesorar «inquietudes, curiosidad, porque les gusta el estudio, porque aman el saber, porque tienen una sensibilidad especialmente desarrollada». 

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«Leer un episodio de acoso escolar en primera persona puede animar a los jóvenes que sufren por atesorar inquietudes, por tener una sensibilidad especialmente desarrollada»

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En su libro desvela que el decreto dictado por el entorno era permanecer callado cuando alguien causaba daño: «Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley. Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar. He decidido convertirme en esa chivata que tanto temí ser. La raíz de la escritura es muchas veces oscura».  

Quería que el libro hablara a esas personas que poseen un vínculo profundo con el arte, que es un don por el que a veces hay que pagar un precio. Hubo una época en la que lo que yo amo de la literatura se volvió contra mí. Esa oscuridad también pertenece a mi historia, a la historia de los libros. 

Irene Vallejo opina que hay mucha información al respecto pero faltaba algo más cercano, un testimonio directo: «Yo lo sufrí y lo superé. Además, me reafirmó en mi amor por los libros y por la faceta creativa de mi personalidad». 

Se emociona y habla como si estuviera frente a alguien que lo está pasando mal, dándole palabras de consuelo y esperanza.

—Recuerdo que lo más duro entonces era pensar «esto siempre va a ser así». Es un grandísimo error. Hay que intentar salir adelante teniendo muy claro que es una situación provisional, que vas a encontrar y construir núcleos de compañeros afines que te comprenden, que te ayudan. Los libros significaron eso para mí. Yo leía y pensaba que sus autores me comprenderían porque había algo que compartíamos: una forma de mirar el mundo y de vivir, una sensibilidad

Vallejo reivindica la sensibilidad como algo de lo que no hay que renegar o avergonzarse. «En ese momento —recuerda— crees que es un problema porque las emociones están a flor de piel. Te gustaría ser más extrovertido, que te importase menos la opinión de los demás…». Defiende que de ella vienen momentos creativos, de entusiasmo, y una ocasión de «disfrutar de las cosas con otra profundidad».

En contraste con aquellos episodios oscuros de su vida, la autora tiene una vida mucho más feliz: El infinito en un junco ha ganado numerosos premios y su hijo Pedro es ahora un niño de siete años que pasea por casa entre montañas de libros. 

 

TEJEDORA DE LA ACTUALIDAD

Sería reductivo encasillar a Irene Vallejo como «la autora de El infinito en un junco». Ha publicado siete libros más y colabora como columnista quincenal en El País y Heraldo de Aragón. Sus artículos buscan el nexo entre la cotidianidad, los clásicos y las historias que forman nuestra cultura. 

El periodismo me ha ayudado a estar permanentemente atenta, con más intensidad en el mundo. Leo una noticia o tengo una conversación y rápidamente me pregunto si puede entrar en forma de artículo o columna. Hace poco una amiga me dijo cómo echaba de menos a sus sobrinos y empecé a pensar que la pandemia está separando a los niños de la familia que no es inmediata. Recordé el cuento del flautista de Hamelín. Empecé a investigar y  fui trenzando. Me apunto la idea y la dejo allí, esperando en barbecho. Lo que más miedo me da es que llegue el momento de entregar y no se me ocurra nada. 

Los textos de Irene Vallejo enlazan con la definición que da de su libro como un dédalo: una composición complicada donde todo cuadra. Esto conlleva un proceso de escritura, una forma de trabajo, que en el ajetreo cotidiano puede ser difícil de encontrar.

—Antes intentaba reservar varios días a la semana solo para escribir. Ahora no puedo porque la promoción lo invade todo y cada vez me falta más tiempo. Especialmente desde que nació mi hijo he aprendido a aprovechar cada instante. Tengo que compaginar la compra, las tareas domésticas, atender al niño y a los enfermos...

Según explica, escribir se entrelaza con las diferentes dimensiones de su vida.

—Todas esas facetas enriquecen la escritura. Estar pendiente de las personas que conozco, de lo que descubro a través de ellas… Para mí es importante huir del solipsismo: no estoy yo en el centro incluso cuando hablo de mí misma, más bien proyecto mi experiencia a lo compartido. Como escritora, persigo cuestiones que no se están contando pero afectan a muchos, son importantes y merecen un lugar. ¿Qué está pidiendo ahora que alguien lo escriba?

Irene Vallejo ha vendido más de doscientos mil ejemplares de su último libro, un hito en el mercado editorial español. FOTO: Manuel Castells

Habla con voz suave. Escoge las palabras con cuidado, enhebrando sus ideas, corrigiendo puntadas. Teje con palabras, como las tejedoras de historias que presenta en su libro

No pierde la oportunidad de reivindicar el papel de las mujeres en el mundo literario. En su ensayo ilustra cómo, a pesar de las intenciones de silenciarlas, «de forma casi milagrosa, algunas mujeres lanzan desde su rincón una mirada original y fulminan los muros que las aprisionan».

Para ella, escribir es una necesidad vital. Desde los ocho años redacta pequeños textos; sabía que quería ser escritora. Agradecida con su paso por Heraldo de Aragón, con el éxito del libro y las sorpresas que venían de la mano, Irene menciona una carta que le mandó Mario Vargas Llosa. «El amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra. Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida», escribió el premio Nobel peruano. Consideró una osadía enviarle un ejemplar con un «espero que le guste», teniendo en cuenta la cantidad de autores y editoriales que le hacen llegar sus novedades. Y, sin esperarlo, recibió una respuesta digna de enmarcar. Guarda este recuerdo y este sentimiento con cariño «para devolverlo cuando se presente la oportunidad de ser generosa con los escritores que lleguen después». 

Irene debe marcharse y continuar su visita por la Universidad. Conocerla es como coincidir con la encargada de preservar el ambicioso proyecto de la biblioteca de Alejandría, alguien que protege el conocimiento para velar por las siguientes generaciones. Al mismo tiempo, procura compartirlo para que la llama del saber no se extinga y se reconozca su luz en todos los rincones: «Los clásicos nos mueven a actuar y por eso son tan imprescindibles; han impulsado la creatividad época tras época, despiertan los ecos que nos ponen en contacto con el imaginario esencial de nuestra cultura». 

 

 

Un junco pensante. Historia de un título

 

Irene Vallejo nació en 1979 en Zaragoza, donde estudió Filología Clásica. Obtuvo el doctorado europeo por las universidades de Zaragoza y Florencia. Su obra más reciente, El infinito en un junco, ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Ensayo 2020 y, junto a otros méritos personales y profesionales, la han hecho merecedora del premio Aragón 2021. Este último se lo entregaron en el palacio de la Aljafería de Zaragoza, donde años antes concibió la idea de escribir la historia de los libros en la Antigüedad clásica. Cerca del «mar de Homero», Irene fue distinguida como lectora del Pregón de Sant Jordi en Barcelona el 22 de abril

 

A lo largo de sus más de cuatrocientas páginas refleja su pasión por las humanidades, los clásicos, las mujeres desconocidas y los nombres olvidados, uniendo erudición y divulgación. Los lectores se ven inmersos en relatos autobiográficos, viajes y desafíos, de los que cuesta separarse para volver a la realidad. 

 

Este texto, que ha marcado un hito en la literatura española reciente, no nació con ese título. La autora reveló en una entrevista para El País Semanal que la primera opción fue Una misteriosa lealtad, como homenaje a Borges, quien escribió: «Nos acercamos a los libros con un previo fervor y una misteriosa lealtad». Sin embargo, al final, la imagen del humano como «junco débil pero pensante» de Blaise Pascal terminó convenciendo a Irene Vallejo. Del tallo de esta planta se obtenía el material de los papiros, el antecedente del pergamino y el papel; todos ellos unidos por plasmar el mundo interior de la humanidad sobre su piel. A partir de ahí, muchos han asimilado la imagen del junco —planta en apariencia frágil pero resistente— a la propia autora. Ella es el junco en un universo de celulosa.

 

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