Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

«Vamos a dar esta clase»

Texto: Victoria De Julián [Fia Com 21] Fotografía: Manuel Castells [Com 87] y Archivo Fotográfico  

Los ojos de Edurne Cenarruzabeitia son del color azul de la capelina de Ciencias. Y del mar que tanto la calma. Porque ella es puro nervio. Como alumna, doctora y profesora entregó su fuerza vital al saber. Como catedrática, decana y académica, dio un volantazo para dedicarse a la Farmacia y servir mejor a la Universidad. Todavía hoy es incapaz de negarle nada a su alma mater.


Los de la maleta

 

Edurne Cenarruzabeitia y Manuel Casado protagonizan la cuarta entrega de esta serie sobre la historia del campus, Ella llegó a Ciencias en los sesenta como alumna. Él, a Letras una década después como profesor. Ella —primero desde la Biología y luego la Farmacia— y él—desde la Filología y el Periodismo— han dedicado su vida al servicio y crecimiento de la Universidad. Los artículos de la serie anteriores a este son:

 

Entrevista a Francisco Ponz (número 705)

Constructores de un sueño (número 706)

Entrevista a Ignacio Araujo (número 707)

Entrevista a Pilar Sesma (número 707)

 

Edurne Cenarruzabeitia [Bio 69] era tan buena estudiante que conoció a su marido en la Biblioteca de Ciencias. Fue en octubre de 1965. Estrenaba su primer curso de Biología en la Universidad y ese día estaba repasando Embriología. Como cada tarde, se sentó cerca de las ventanas.

—Desde ahí se veía el campo porque allí se acababan Los Castaños —cuenta en el salón de su casa de Iturrama—. ¡No había más!

Edurne es vasca. De Bilbao. Su voz es aguda y la usa con fuerza. Arremete con ella y también descansa. Viene y va. Algo de la energía que mueve su voz cayó ese día entre sus apuntes.

—Recuerdo que estaba embarullada con Embriología. ¡Aquello era un barullo! ¡Bueno! —se ríe y revuelve los brazos entre papeles imaginarios—. Estaba sentado a mi lado y me vio cogiendo libros de aquí y de allá. Debió de pensar que necesitaba que me echaran una mano y se ofreció a ayudarme. El chico de al lado, Pepe Varo [Med 68], era alumno de cuarto de Medicina. Pepe nació en Córdoba y, según él, su acento es muy elegante. Es un hombre sereno y muy discreto para un andaluz. Edurne es vasca vasca.

—Total, que le dije: «Pues sí, mira, estoy liada con esto». Y nada: me buscó algún libro, yo salí del embrollo que tenía y no sé si nos despedimos aquella tarde. Después nos vimos alguna vez más. ¡Poco a poco! Hasta que al final —ríe— ¡acabamos juntos!

Solían ir a conferencias que organizaba la Facultad de Ciencias en el Aula Magna de Los Castaños. Y disfrutaban de las fallas que celebraban en Belagua el día de san José. También tiene muy buen recuerdo de su época en la residencia de Nuestra Señora del Huerto, donde podía ver los partidos de Osasuna desde la ventana. Y de cómo hacía autoestop con amigas en la avenida de Pío XII para llegar a clase en uno de los pocos coches que circulaban entonces. Le sorprendió la cercanía de los pamplonicas.

—¡Es que la Pamplona de los años sesenta era un pueblo pueblo! ¡En todo! Pero estaba muy contenta aquí. ¡Como también conocí pronto a Pepe!

 

UNA VIDA ENTREGADA A LA UNIVERSIDAD

Vino con diecisiete años a Pamplona, y se quedó. Dice que se siente muy vasca pero, con tozudez, admite que no volvería a Bilbao. Cuando era decana de la Facultad de Farmacia en los años noventa, en una apertura de curso, el entonces Prelado del Opus Dei y Gran Canciller de la Universidad, Mons. Javier Echevarría, le dijo: «Cultiva siempre tus raíces vascas». A Edurne le gusta meditar estas palabras. Reconoce que no las cultiva especialmente y lamenta que ya apenas habla euskera, pero se emociona al tararear una canción a la Virgen: el «Agur Jesusen Ama» —«Adiós, Madre de Jesús», en vasco—.

En julio de 1980, veinte años antes de ese consejo, la banda terrorista ETA atentó por primera vez contra la Universidad. Edurne entonces impartía clases en la Facultad de Biología y ayudaba al catedrático Jesús Larralde en el área de Farmacia. Cuando sucedió el atentado, Edurne estaba de vacaciones con su familia, en una casa a las afueras de Bilbao. Su padre la informó: «Han puesto una bomba y por poco te quedas sin Universidad».

A Edurne eso no le impidió disfrutar a fondo de la Universidad y del saber. Hablando de biología se le encienden sus ojos azules. Recuerda que tuvo una muy buena profesora de esa materia en el colegio, en Bilbao: la hermana Margarita Lasaga. Y que la Medicina no se la planteó nunca. La Física —arruga el gesto como si hubiese mordido un limón—, ¡horrible! Y las Matemáticas, aunque se le dan bien —mueve la mano escribiendo sumas en el aire—, no tenían dónde ver y tocar. 

—Quería algo con un componente biológico —dice, y frota los dedos como quien espolvorea sal, como quien palpa algo invisible.

 

Charlando con don Ismael Sánchez Bella, primer rector, en 1992 durante su homenaje | Archivo Fotográfico

 

Tanto destacó como estudiante que en los últimos años de carrera el profesor Jesús Larralde le ofreció embarcarse en la tesis doctoral. Con la mirada encendida y los puños cerrados, sabe qué aconsejar a los alumnos de ahora. 

—¡Que no sean pasotas! Que traten de ver qué es lo que les gusta más ¡y que vayan a por ello! Que no piensen que se lo van a dar todo hecho. Yo diría: implícate, toma las riendas de tu vida, hazlo. 

Edurne se licenció en 1969 y se casó con Pepe al año siguiente. Entre 1971 y 1974 tuvieron a sus dos hijos: José Javier [Med 98 PhD 03] y Nerea [Far 94 PhD 99]. Entre hijo e hija, defendió la tesis y empezó a ser profesora. Jesús Larralde le animó a estudiar Farmacia. ¡Y allí se lanzó! Como no podía cursarla en la misma Universidad en la que daba clases, tuvo que matricularse en Sevilla. Con un pie en Navarra y otro en Andalucía, para cuando se licenció en su segunda carrera ya era catedrática. Aunque sacó la cátedra en Fisiología, se dedicó a la Farmacología para adaptarse a las necesidades de la Facultad de Farmacia, de la que fue decana entre 1994 y 2004. Alumna, doctora, profesora, catedrática, decana, esposa y madre. Y desde 2001, miembro de la Real Academia de Farmacia.

 

En febrero de 1973, Edurne defendió su tesis doctoral | Archivo Fotográfico

 

—¡Íbamos con la lengua fuera! —dice exhausta, y confiesa riendo que su secreto para soportar esta carga de trabajo era aparcar mal—. Me gané fama de dejar el coche aparcado de aquella manera. Y es verdad. Muchas veces salía de la facultad a las siete y media, tenía que hacer algo en Pamplona y, si cerraban a las ocho, no me daba tiempo. ¡Dejaba nuestro seiscientos donde podía y como podía! A riesgo de que me pusieran multa. ¡No había otra!

Vale, su secreto no era solo aparcar mal. Este era el secreto: Pepe

—Mi marido me apoyó siempre. Absolutamente en todo. Y fíjate que aceptar un cargo de gobierno como decana implica sacrificio. ¡Pues jamás se quejó! Tuve un apoyo incondicional. Esto es importantísimo. Estaba conmigo. Y además me animaba cuando dudaba si hacer esto o lo otro. Pepe, en lugar de decirme que no fuera a tal o cual congreso, ¡me impulsaba!

De hecho, Edurne concedió esta entrevista gracias a Pepe. Tiene setenta y tres años y lleva diez jubilada, pero está muy ocupada. Edurne y Pepe pasaron el verano en Marbella con sus hijos y se les ocurrió vender su antiguo coche. Como buena decana, ella se encarga de las gestiones. 

—¡En la vida me había encontrado con semejante barullo! Queda con uno, con otro, los papeles, firma aquí, firma allá. Ahora una ya no tiene el dinamismo y el arranque de antes. 

Una mañana embarullada Edurne recibió una llamada del editor de Nuestro Tiempo. Estaba con Pepe camino a casa de gestionar los papeles del coche. «Jesús, ¡me viene fatal!», le espetó. 

—Estaba saturada, harta, aburrida de los dichosos coches. ¡No veía un hueco para descansar! —cuenta. 

Pepe la convenció con un sencillo «¿por qué no?». Y Edurne cambió de opinión sobre la marcha: «¡Adelante! Puedo achuchar y sacar ese rato. Además, creo que a la Universidad soy incapaz de negarle nada».

 

LA HUELLA DE DON JESÚS LARRALDE


Edurne lleva un vestido azul estampado con divertidos dibujos de zapatos de tacón de colores: naranjas, amarillos y rosas. En su salón descansan el libro que  está leyendo, El infinito en un junco, unas orquídeas blancas y la maqueta de un barco que le regaló un paciente a Pepe. También descansa la voz de Edurne, que se hace pequeña al hablar de la muerte de su padre, José Cenarruzabeitia. Falleció de cáncer en la Clínica Universidad de Navarra en 1982, un año después de que Edurne sacara su cátedra. 

—La muerte de mi padre fue el primer acontecimiento vital que me abrió a vivencias que no me había planteado —dice, y acompaña la palabra vital con un golpe de su puño sobre la palma izquierda—. Me dio un empujón hacia una nueva etapa. 

Edurne sonríe al hablar de don Jesús Larralde

—Él fue mi maestro, mi guía, mi mentor, ¡mi todo! —cuenta elevando su mirada y apoyando la espalda en el sofá—. Para mí ha sido un segundo padre.

 

Tanto en la investigación como en el decanato, Edurne siguió los pasos de su maestro, Jesús Larralde | Archivo Fotográfico

 

Don Jesús Larralde llegó a la Universidad en 1965 como catedrático de Fisiología para ser el corazón de la recién creada Facultad de Farmacia. Sufrió un ictus en 2012, al que siguió un lustro de ingreso en la Clínica. Hasta su fallecimiento en 2018, Edurne iba a visitarle muchos días; cuatro a la semana durante cinco años. 

—No supuso ningún esfuerzo —aclara con nostalgia y alegría—. Era como visitar a mi padre. ¡Yo creo que reconocía mi voz! «Don Jesús, ¿se acuerda de no sé qué?». Y, aunque estaba prácticamente inconsciente, hacía un gesto muy típico suyo, llevándose el índice a la frente. Le hablaba de cosas de nuestra época. Vivencias nuestras. Y podía repetir cincuenta veces lo que le contaba. O rezaba con él. Porque le gustaba rezar el rosario. O podía estar sin más. Estar allí con él.

Otra cosa sobre la que hablaban Edurne y don Jesús en la Clínica era sobre el café sagrado de los sábados. Desde que Larralde llegó a Pamplona institucionalizó que su departamento se reuniese en el laboratorio después de la sesión de Fisiología que impartía los sábados a las diez. Acabada la clase, don Jesús escribía la fecha en la pizarra, tomaba una foto de los asistentes y el encargado ese día sacaba el café y las galletas.

—Don Jesús era un hombre extraordinariamente cordial, afable y cercano. Le resultaba muy fácil crear un ambiente cálido en el que la gente estuviese distendida, a gusto. ¡Así haces grupo! Menos de trabajo, se hablaba de todo. ¡De lo divino y de lo humano! 

Cuando Edurne tomó el relevo de don Jesús en el decanato se esforzó por mantener el café y el buen ambiente. Compaginaba esta labor con la docencia y la investigación, sobre todo en Farmacología y Nutrición —materia en la que también siguió a su maestro— y, puntualmente, sobre el éxtasis. Edurne pasó de alumna a decana, y la Universidad evolucionó con ella.

 

Jesús Larralde (en el centro de la primera fila) reunía a su departamento cada sábado después de clase. Edurne está sentada a su izquierda | Archivo Fotográfico

 

—El Hexágono era un bosque donde hacíamos prácticas de Botánica. Y ahora —sonríe y enumera—: los edificios nuevos, la proyección internacional, los avances en tecnología… ¡Es espectacular! Y con todo, ¡fíjate! —levanta el dedo índice, se queda gravemente en silencio y continúa de manera suave, como si contara un secreto—: hemos crecido tanto que uno puede pensar que el espíritu y el estilo de la Universidad se han podido diluir, ¡pero no! ¡La sigo reconociendo! Las personas que iniciaron la Universidad han dejado una huella que se conserva. Siempre recuerdo que don Jesús decía: «Lo importante son las personas, no las instituciones». Y añadía: «Aunque es verdad que las instituciones son las personas que la habitan». 

De don Jesús Larralde también aprendió las cualidades de un buen profesor: 

—A mí la docencia me ha encantado. ¡He disfrutado muchísimo con las clases! Y además creo que era buena. Ser profesor te mantiene la mente abierta porque hay que formarse siempre y estar al día. Debes conocer muy bien tu materia, pensar cómo transmitirla y ¡ponerle entusiasmo y fuerza! Ah, y conectar con el alumno. Dentro y fuera de clase. Que el alumno te vea accesible, que pueda contar contigo. 

La lección más difícil que impartió fue la de la mañana del 30 de octubre de 2008. Durante su sesión de Farmacología explotó un coche bomba en el aparcamiento del edificio Central. Ella se dijo: «Vamos a dar esta clase». Y siguió con la materia. 

Su hijo José Javier, médico en la Clínica de la Universidad, bajó al Central y le mandó un sms en que le informaba de daños materiales en una zona del edificio: no había víctimas. Eso le dio paz. Aunque ya no era decana, ejerció como tal y después de clase se quedó en el Hexágono acompañando a sus alumnos.

 

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