El periscopio
Cuando la mala gestión municipal le pone el torniquete al tráfico, puede suceder que, asfixiado de ir de trombo en trombo por la corriente circulatoria, saturado por la contaminación acústica, perdida toda esperanza de encontrar aparcamiento, uno recurra al transporte público. Se lanzará entonces a la epopeya de caminar veinte minutos para tomar un metro que le deje a veinte minutos de su destino, o un autobús de itinerario más ajustado pero de horario ignoto, del que habrá de apearse para subir a otro y quizá a otro más. Es posible que decida probar con la mecánica antigua y encaramarse vestido de elegante a una bicicleta, propia o de alquiler, en cuyo caso acabará circulando a pedaladas, con la cadena suelta, o con el manillar más alto que el sillín, en un ejercicio funambulesco que encuentra su clímax en la zozobra de los continuos cruces con otros velocipedistas.
Al final, como me ha ocurrido a mí en esta ciudad imposible, se resignará a tomar el coche de San Fernando, lento pero seguro, el único del que se sabe a ciencia cierta cuándo sale y cuándo llega. Económico, ecológico, cardiosaludable y anticolesterol. Un ratito a pie y otro andando.
Caminando por el centro el otro día, con los oídos y los ojos bien abiertos, sin la premura habitual del tiempo, tuve la sensación de estar pespunteando la ciudad, como si fuera un sastre. Tan fuerte era que casi vuelvo a mirar atrás para ver si me había salido derechito el hilván. Sentí entonces el impulso de dejar el prêt-à-porter de las calles repletas de franquicias, típicas de cualquier urbe europea o norteamericana, para fabricarme el traje a la medida por los barrios menos transitados. No hay placer mayor que internarse por las calles hacia ninguna parte. Es difícil en la propia ciudad, porque la fuerza natural empuja a la costumbre y a la necesidad, pero si se resiste el canto de sirenas se descubren otras ciudades dispares en el interior de la propia ciudad, rincones sumidos en la paz conventual de un chorrillo de agua y espacios cosmopolitas, casi lunares.
Hay sitios donde lo bello todavía está ligado a lo artesanal y a lo infructuoso. Allí se encuentran tiendas de cromos, de ropa hecha a mano, de papeles pintados; galerías de cartas de amor antiguas, corseterías propias de caballeros armados –y sobre todo de damas–, droguerías de antaño donde encontrar una cuerda, un tapón de lavabo y una laca de uñas barata. Comercios que están al margen de las leyes del mercado –y a veces al margen de la ley, sin más– que despiertan la sospecha del negocio tapadera, pero que traen a la memoria un montón de nombres dulces aprendidos en la niñez de la boca de nuestros abuelos: alcancía, ultramarinos, colmado. Y que conviven con la pose, con la alternativa hueca, los tatoo, los graffitis y el vintage nostálgico del flower power.
Me gustan esos barrios desaliñados, paradójicamente céntricos y marginales donde se fraguan el arte y el exceso. Si uno abre los ojos y los oídos puede escuchar en cualquiera de sus esquinas un “quejío” flamenco, un suspiro melancólico de saxofón o el grito existencialista de Munch en una guitarra eléctrica. Los seres que habitan esos barrios no esconden sus cicatrices, como en otras zonas de escaparates higiénicos. Pero tampoco las exhiben sin pudor como hacen cuando van a los barrios de postín. Se percibe cierta dignidad en la forma que tiene la gente de dolerse. Hay patios y plazas como los demás, pero en ellos bulle una sangre palpitante de niños y de estorninos difícil de hallar en otras calles bien de la ciudad.
Uno mira toda esa humanidad y descubre el reflejo de la verdad y de la vida, que a veces se ha portado un poco ramera con ellos. Y piensa que si no arrastra la misma existencia es por Providencia, no por ser mejor ni por habérselo ganado. Entonces, al dejar la tarde los últimos trazos impresionistas sobre los puentes modernos y el río antiguo, los pespuntes empiezan a tirar de la ciudad como una sutura, y comprende uno que ha dejado de ser sastre para convertirse en cirujano pero no de la ciudad, sino del propio corazón.