Vagón-bar
Cuando un magnífico escritor, buen amigo, suba una cierta frase en su perfil de Facebook, «Voy a buscar un café a la máquina», todos sabrán que se ha impacientado con algo. La máquina está en la redacción de un periódico. Algunos días se repiten en la misma entrada. Estos últimos años han dejado de funcionar y mi recuerdo se limita a una impresión, probablemente falsa, porque como paseo y pasaje muy poco por los jardines de las redes sociales, es probable que no haya acudido tanto a la máquina. En cualquier caso, me hizo gracia cuando se viera la frase, como una señal de advertencia o de auxilio, y pensaba: «Ramón anda hoy de mal café».
Algo pasa entre los escritores y el café: una complicidad, una cercanía, una dependencia mucho más frecuente, o al menos más explícita, entre los escritores que entre las escritores, me parece. Salvo algunas excepciones, como es lógico, los resultados de mi consulta Isak Dinesen - Karen Blixen , que se dedicó a una variedad de cafetales en las colinas de Kenia.
Además, una cierta propensión natural de los escritores hacia los cafés se tradujo en que muchos se convierten en sus lugares de trabajo y casi en una segunda vivienda o, como poco, en su sala de estar. César González Ruano , por ejemplo, llegaba al Gijón, pedía recitado de escribir, despachaba el artículo del día —varios, a veces— y anunciaba: «¡Ya estoy escrito!». Es decir, ya podemos empezar la tertulia.
En las capitales europeas —y supongo que ocurrirá lo mismo en todas las partes— abundan en los cafés ungidos por la frecuentación de algún gran escritor: desde A Brasileira, donde escribía Pessoa , en el Chisite lisboeta y que luce estatua de don Fernando justo enfrente, hasta Las rutas de cafés de Cortázar en París o de otros en Praga, Viena o Madrid. Hay cafés con escritor residente y mesa fija, como JK Rowling , otra excepción femenina. Pero también abunda en el tema de uno a otro, como Claudio Magris que, de todos los modos, escribe en el Café de San Marcos cuando está en Trieste, donde ya estás enviado, por ejemplo, James Joyce. Y ya está en otro nivel, ha sido consignado en el caso de Ernest Hemingway , parece que ha sido emborrachado en buena parte de los cafés y bares del planeta, y también se ha llegado a la presunción de haber sido acogido como parroquiano.
Merecen los términos de los que escriben en cafés porque les gustaría ser escritores o, al menos, aparentarlo. Pero el café, como ocurre con el hábito y el monje, no hace al poeta.
Las empresas que comercializan café, y los propios establecimientos, explotan en su publicidad esta identificación con lo literario. Muchas marcas la subrayan en sus páginas web o en los blogs que promueven. Honoré de Balzac figura como el cafetero más socorrido, porque no solo presumía de beber unas cincuenta tazas al día —más de dos por hora, suponiendo que nunca durmiera—, sino que, encima, mascaba granos de café entremedias. Otra de las referencias preferidas es Johann Wolfgang von Goethe al que algunos, además de considerarlo como el escritor alemán más universal y un cafetero empecinado, le atribuyen el descubrimiento de la mismísima cafeína.
Parece muy probable que los escritores busquen en el café un estimulante para espabilar las ideas que, tan a menudo, se resisten a comparecer amedrentadas por el abismo de un folio en blanco. O solo para aguantar sin levantarse de la silla, tentación tremenda, supongo que especialmente para los escritores noctívagos, que abundan casi tanto como entre los estudiantes. Otros prueban a salir de la esterilidad creativa apoyándose en los efectos del alcohol o de ciertas drogas o viviendo una vida desarreglada —ellos creen que bohemia— donde pierden la salud y raramente ganan una historia para contar. Decía Francisco Umbral que había dejado de escribir borracho cuando se dio cuenta de que se le ocurrían las mismas tonterías que cuando escribía sobrio. Pero sobrio o borracho, escribía cosas que a mí no se me ocurrirían ni dopado.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade de Coruña. @pacosanchez