Cátedra Abierta
Mientras atendemos la crisis humanitaria provocada por la guerra en Ucrania, y tratamos de anticipar cómo repercutirán las sanciones económicas a Rusia, solo una cosa está clara: la paz en Europa, que durante décadas solo ha conocido en su territorio el sangriento conflicto bélico de los Balcanes, se ha volatilizado. Los europeos volvemos a saber de primera mano lo que es una triste realidad en otras partes del mundo. Quienes, después de la caída del bloque del Este, hablaron con Fukuyama de «fin de la historia», pueden ahora hablar de su retorno. Sin embargo, como se desprende de las palabras publicadas en un texto que el presidente Vladimir Putin dirigió a militares y responsables políticos rusos en julio de 2021, la historia que vuelve no lo hace reivindicando la herencia ideológica soviética, sino apelando a la génesis del pueblo ruso, cuya integridad se trataría de recuperar frente a los que, desde su punto de vista, la amenazan. Un planteamiento geopolítico propio del siglo XIX se ha colado en el siglo XXI y altera el escenario nacido tras el fin de la Guerra Fría. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Entre las reflexiones que estos días llenan los medios de comunicación, a cargo de politólogos, historiadores, exmandatarios de la OTAN, etcétera, una serie de fechas —muy anteriores a los malogrados acuerdos de Minsk— se destacan como particularmente significativas hacia este desenlace fatal.
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Un planteamiento geopolítico propio del siglo XIX se ha colado en el siglo XXI y altera el escenario nacido tras el fin de la Guerra Fría
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El primer hito sucedió el 7 de diciembre de 1991, cuando los presidentes de las repúblicas de Ucrania, Bielorrusia y Rusia dieron por finalizada la existencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La Guerra Fría había dividido el mundo en dos bloques liderados por Estados Unidos y la URSS, pero esa etapa parecía quedar atrás. El Pacto de Varsovia, que agrupaba a los países del entorno de la URSS para cooperación militar, se había disuelto pocos meses antes. A partir de ese momento, la OTAN se reformula como una organización responsable de la defensa en el hemisferio norte. Aunque no faltaron voces como la del experimentado diplomático estadounidense George F. Kennan, que, en un profético artículo en The New York Times el 5 de febrero de 1997, alertaba de los riesgos implícitos en cualquier posible expansión de la Alianza Atlántica hacia el este, las negociaciones entre el entonces secretario general de la OTAN, Javier Solana, y el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Yevgueni Primakov, culminaron en mayo de ese mismo año con la firma en París del Acta Fundacional sobre las Relaciones Mutuas de Cooperación y Seguridad entre la OTAN y la Federación Rusa. A este pacto alentador —que algunos se atreven a decir hoy que no existió— le siguió la incorporación de Polonia, Hungría y República Checa en 1999.
Los atentados del 11S en 2001 modificaron el escenario global. En lo que respecta a Rusia, supuso tal vez el comienzo de una serie de errores diplomáticos que de facto le relegaban a un papel secundario. Esto dio ocasión a lo que, posiblemente, hubiera ocurrido de cualquier forma, teniendo en cuenta que Putin, líder del partido Rusia Unida, había asumido la presidencia en mayo de 2000 con una visión muy determinada del lugar que su país debía volver a ocupar en el mundo.
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Los errores diplomáticos se prestan a ser calificados de provocaciones por quien abriga de antemano propósitos imperialistas
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Así, tras la invasión ilegal de Irak por Estados Unidos en 2003, la siguiente ampliación de la OTAN en 2004 a Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Estonia, Letonia y Lituania encontró respuesta en el discurso de Putin. Durante la conferencia de seguridad de Múnich en 2007, protestó por la intención de Estados Unidos de imponer un orden mundial unilateralmente. Ya entonces muchos hablaron de una nueva guerra fría. En paralelo, ese mismo año Putin creó la fundación Russky Mir para promover la lengua y la cultura rusa en todo el mundo. Poco después, en la cumbre de Bucarest, la invitación que la OTAN extendió a Ucrania y Georgia tuvo, igualmente, réplica sonora en la intervención de Rusia en la guerra de Georgia de 2008, en la que apoyó a los separatistas de Osetia del Sur. Tras la anexión ilegal de Crimea en 2014 y el también ilegal reconocimiento de las regiones del Donetsk y Lugansk como repúblicas en febrero de 2022, la solicitud de Ucrania de ingresar en la Alianza ha influido en la invasión no menos ilegal de su territorio por parte de las tropas rusas.
Estos episodios cobran en la actualidad un sentido trágico. Naturalmente, la historia se puede contar de muchas maneras. A fin de cuentas, los errores diplomáticos se prestan a ser calificados de provocaciones por quien abriga de antemano propósitos imperialistas. Es importante atender a los actores no menos que al contexto: también Estados Unidos consideró una afrenta el despliegue de misiles soviéticos en Cuba en 1962. Por eso, entre otras cosas, el orden internacional no se apoya en relatos sino en el derecho, convenientemente puntuado por una diplomacia efectiva, que ayude a prevenir agravios.
Resulta cristalino, en todo caso, que la invasión de Ucrania representa una violación flagrante del derecho internacional. La propia Rusia, que en cada ampliación de la OTAN ha visto una amenaza, ha sido la primera en violar el acuerdo de Budapest de 1994, por el que se comprometió a no atacar nunca a Ucrania, a cambio de que el país se desnuclearizara.
Sin duda, muchos lazos étnicos e históricos unen a Ucrania con Rusia. No obstante, ni la raza ni la historia generan por sí solas una unidad política, si falta voluntad constituyente de una de las partes. Del mismo modo, en un ordenamiento político moderno —que no se remite a mitos sino a procedimientos racionales—, una unidad política no puede disolverse legítimamente sin atender a lo establecido en la constitución de ese estado. Tal y como señalaba Javier Solana en una entrevista realizada por Enric Juliana, merece consideración el hecho de que, desde la cumbre de Madrid de 1997, con la Carta de Relación Especial OTAN-Ucrania, este país gozara de un tratamiento por parte de la Alianza distinto de otros miembros del bloque del Este, pero también diferente al de Rusia. El 10 de julio de 1997, el diario El País tituló así la noticia: «La OTAN firma un acuerdo especial con Ucrania que saca a este país de la órbita de Rusia».
Sin embargo, sobre la base de la etnia y de la historia, Putin sigue alimentando la esperanza de ejercer una influencia en los territorios vecinos que rebasa el ámbito de lo cultural y pasa por alto las decisiones soberanas de esos pueblos. Que los pueblos en cuestión presenten tensiones internas es otro tema que, asimismo, deberá solventarse con los medios legales a su alcance. En ese contexto, la disposición de Putin a recurrir a la fuerza militar no nos habla simplemente del retorno de la historia, sino del retorno del poder, revestido de argumentos nacionalistas que, como indicaba al comienzo, nos devuelven a las categorías políticas del siglo XIX.
Este es el signo más evidente de un cambio de época, que desde hace años se viene fraguando en todo el mundo, pero del que el occidente europeo se había permitido, tal vez ingenuamente, permanecer al margen. En una conferencia impartida el 7 de marzo en la Universidad de Navarra, el politólogo Filippo Costa mostró un mapa en el que se advertía con nitidez cómo, en la actualidad, los regímenes democráticos son minoría frente a los autocráticos. En un estudio publicado en 2020, Costa analizaba la institucionalización de la autocracia en algunas repúblicas exsoviéticas. Pero nombres más conocidos como Chávez y Maduro, Kim Jong-un, Erdogan o el propio Putin son significativos de una evolución general en este sentido, que no deja intactas a las democracias occidentales más asentadas, en cuyo seno prosperan, por la derecha y por la izquierda, movimientos políticos de carácter autocrático, como se puso de manifiesto con particular simbolismo el asalto al Capitolio en enero de 2021.
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La medida real de la fortaleza de las democracias occidentales vendrá dada por nuestra capacidad de resistir el impacto de las sanciones económicas sobre nuestros estilos de vida
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En el nuevo escenario mundial —definido geopolíticamente en torno al triángulo China, Rusia y Estados Unidos— están en pugna dos formas de entender y ejercer el poder político y, en último término, dos planteamientos de vida. Hablar, según el tópico habitual, de «la fuerza de la razón» frente a «la razón de la fuerza», de idealismo versus realismo político, es una manera demasiado simple de exponerlo, pues para atender a razones es preciso estar en disposición de hacerlo, y, como decía Aristóteles, algunos no siempre lo están. Ahora bien, el empleo de la fuerza por parte de la autoridad se ordena a hacer posible el intercambio de razones, y la cualidad política de un espacio se reconoce allí donde dicho intercambio resulta posible. Por eso, en contra de la célebre frase de Clausewitz, la política no es la continuación de la guerra por otros medios, sino justamente su interrupción.
¿Demostrarán las democracias más fortaleza que las autocracias? La respuesta no se va a decidir solo en el terreno militar. Es cierto que la OTAN, como alianza defensiva, ha redescubierto su razón de ser. Sin embargo, la medida real de la fortaleza de las democracias occidentales vendrá dada por nuestra capacidad de resistir el impacto de las sanciones económicas sobre nuestros estilos de vida; la disposición a reflexionar y proteger nuestra manera de articular políticamente la convivencia, y el modo de educar a la siguiente generación en los hábitos mentales y morales que se requieren para destruir los nuevos muros que entre todos hemos levantado.
Particularmente necesario es pensar a fondo sobre la naturaleza y el sentido de los valores implícitos en nuestro estilo de vida, sobre las razones que nos damos a nosotros mismos para salvaguardarlo de quienes adoptan un discurso mítico-nacionalista, emocional e identitario, a menudo aderezado de referencias religiosas, como base de su acción política. No hace muchos años, Martha C. Nussbaum o Arlie R. Hochschild hacían notar la inferioridad retórica de quienes hablan racionalmente de derechos e intereses frente a los que canalizan emocionalmente su frustración con la democracia liberal y enarbolan la bandera de la identidad y de la patria. A este respecto, la atracción que la figura de Putin ha ejercido sobre el expresidente Trump resulta significativa y preocupante, dado el número, también alarmante, de seguidores de este último, que parecen pedir a la política más de lo que esta puede dar.
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La fortaleza moral de las democracias no se manifiesta en bravuconadas ni en agresividad, sino en capacidad de sacrificio para defender derechos y libertades, así como en la disposición a descubrir puntos comunes con aquellos de quienes nos separan intereses opuestos
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Desde luego, no es misión de la política extirpar el mal y el error de la historia humana; mucho menos ampararse en la religión para conseguirlo, remitificando el poder político y politizando la religión en el camino. Sin duda, la democracia liberal no representa un absoluto moral para cualquier sociedad en cualquier momento histórico; sin duda, ni los procedimientos democráticos ni ningún otro procedimiento político garantizan por sí solos la justicia de las decisiones que se toman a su amparo. Pero, con todas sus fallas morales, la democracia liberal representa un régimen políticamente preferible a una autocracia que vulnera los derechos de las personas y no tiene reparos en acudir a la fuerza para lograr sus propósitos.
Llegado el caso, la fortaleza moral de las democracias no se manifiesta en bravuconadas ni en agresividad, sino en capacidad de sacrificio para defender derechos y libertades, así como en la disposición a descubrir puntos comunes con aquellos de quienes nos separan intereses opuestos. El espacio político es —debe ser— un espacio de argumentos y convivencia. A ello deberían contribuir la educación y la cultura. Mientras tanto deberemos armarnos de paciencia y confiar en que los líderes políticos que, por acción u omisión, han contribuido a levantar y perpetuar barreras, no dejen esta desgraciada herencia a las próximas generaciones.
Ana Marta González, catedrática de Filosofía y directora del proyecto «Cultura emocional e identidad» del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra.