Ahora bien
Mi Colegio Mayor Belagua me invitó a impartir la lección del acto de inauguración del curso académico. Aún me dura el balbuceante agradecimiento, la desbordada incredulidad. Me sugirieron hablar sobre la aristocracia de espíritu. Con buen criterio, preferían un tema serio para tan solemne ocasión. Si no, hubiese hablado de mi cuarto de estar.
Hace unos meses estaba leyendo en zapatillas el periódico, anochecía y la habitación iba quedándose a oscuras. En el diario leí un ranking de las mejores universidades del mundo. Y sentí un pinchazo en mi corazón. Por escritor, aspiro a la excelencia y, como escritor, mis medios para costeármela suelen ser exiguos, según los cánones inmemoriales del oficio. La continua contradicción entre la realidad y el deseo ya dio mucho juego a Luis Cernuda.
Me dolía por mis hijos, o sea, mucho más, tan pequeñitos como son todavía… Yo sí pude ir a una de las grandes universidades del mundo, la nuestra, esta de Nuestro Tiempo donde ustedes me leen. Pero dudaba por ellos y, con la melancolía del lubricán, me preocupé diez años por adelantado.
Menos mal que, abrumado por los claroscuros, levanté la vista, y me topé con mis estanterías, repletas de ediciones de bolsillo de los grandes maestros: la Biblia, Cervantes, Shakespeare, Esquilo, santa Teresa, Dante… Todos esos impagables (y baratos) volúmenes estaban al alcance de mi mano y, dentro de nada, de las de mis hijos. Quizá su destino no fuese tan oscuro como la habitación, si leen en serio. Ni la mejor universidad, dicho sea con todo respeto, es capaz de aunar el claustro de maestros que aquí tengo yo y puede tener cualquiera.
Ahora bien, para leer en serio (Nicolás Gómez Dávila nos advierte de que «saber leer es lo último que se aprende»), qué bien viene la universidad. ¡Qué bien me vino a mí! Recuerdo muchas cosas del colegio mayor, pero pocas con tanta felicidad como esas lecturas compartidas, quitándonos libros de las manos unos compañeros a otros. La complicidad con que comentábamos y vivíamos los libros todavía me sostiene. Julien Green sabía que «los grandes libros hablan como en un susurro»; por eso, a ciertas edades más ruidosas, necesitamos profesores y amigos que hagan de altavoces. Qué inolvidable sensación de culpa y riesgo, además, por estar leyendo el Quijote en vez de estudiar Derecho Tributario, símbolo del peligro y la aventura que siempre es leer.
El campus tienta a la lectura amena, dejando que pasen las horas. Creo que esa lectura parauniversitaria, fuera de los planes de estudio, en los márgenes de los años de carrera, a la sombra de un sauce, es muy conveniente para la forja de un lector, aunque no sea estrictamente imprescindible. Recuerdo, justo a tiempo, que, para los hijos de los poetas, como para los demás, hay becas y ayudas y que, al final, si uno se empeña —en todos los sentidos de la palabra— termina pudiendo estudiar en Navarra, en Oxford o en Harvard, aunque yo para mis hijos prefiero Navarra, porque la tradición es trascendental, y transmite, como tan bien nos explicaba don Álvaro d’Ors entonces.
¿Estoy traicionando al claustro de profesores de mi estantería y su profundo consuelo al pobre poeta desazonado? De ningún modo. Los grandes libros son esenciales. Pero aquí en Cádiz he recordado que el camino más corto y directo de mi sillón a mi estantería atajó por Pamplona.
Si me hubiese dejado llevar por los instintos, ya ven, mi lección en la sesión inaugural no habría durado ni cinco minutos. Hubiera recordado que la lectura es un camino de ida y vuelta y vuelta a empezar. Hubiese rogado a mis jóvenes anfitriones que ya estaban gozando del privilegio del campus, la Universidad y el colegio mayor que no lo desperdicien con la muy respetable pulsión de aprovechar el tiempo a toda costa ni de entretenerse después en los intersticios. Ojalá no renuncien al claustro de los clásicos y de los buenos libros, tan al alcance de su mano y de su bolsillo. En una de clásicos y otra de programas de estudio está el secreto de la vida universitaria y de la vida, en general.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.