El periscopio
El Principito regresó hace pocos días al planeta Tierra donde nada era único, individual u original. Como la vez anterior, allí seguían los continentes rodeados de agua, y multitud de baobabs y de otros árboles, rosas, zorros y volcanes que nadie deshollinaba. Entre los hombres existían miles de reyes, ebrios, vanidosos, faroleros, geógrafos y negociantes. La diferencia era que por estas fechas se afanaban más que nunca en engañar. Tanto que a la situación que habían generado la denominaron crisis mundial. El planeta era tan grande que sus habitantes veían salir y ponerse el sol una sola vez al día, y no cuarenta y tres, como en la tierra de El Principito; pero los hombres estaban tan preocupados en contar el poco dinero que les quedaba, en quedarse con él y en discutir sobre quién tenía la culpa de ello, que apenas se daban cuenta. Ellos se dedicaban a cosas serias.
Un buen día, uno de los miles de volcanes, de nombre Eyjafjalla, entró en erupción y, como en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes como en el planeta de El Principito, el volcán comenzó a dar grandes disgustos. Los habitantes de la Tierra, acostumbrados a su vanidosa globalización, a sus viajes intercontinentales y sus comunicaciones por satélite, no le dieron importancia, pero lo cierto es que el volcán comenzó a formar una columna gigantesca de cenizas que afectó a muchos de los países más ricos del Norte. De la noche a la mañana el tráfico aéreo se suspendió y hubo cuantiosas pérdidas económicas. La gente no sabía cómo reaccionar. En lugar de caminar suavemente hacia una fuente, como hubiera hecho El Principito de tener todos esos minutos a su disposición, los hombres perdían negociaciones importantes, cancelaban cumbres internacionales y llenaban los aeropuertos de gestos iracundos.
El Principito estaba desconcertado. Él sólo sabía arrancar las malas hierbas de baobab, vigilar que su rosa con espinas no se resfriara, descubrir elefantes tragados por boas o corderos dentro de cajas con agujeros. “Si un baobab no se arranca a tiempo, –insistía El Principito– no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces (…). A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…”. No comprendía por qué los hombres de la Tierra no se ocupaban de esas cosas sencillas que hacen que todo marche bien.
Aquella situación le recordaba a una vieja historia que oyó contar sobre una estatua que tenía cabeza de oro fino, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro, y pies, parte de hierro y parte de arcilla, adonde fue a dar una pequeña piedra que derribó el coloso y lo hizo trizas. O también a aquella otra más reciente de un barco inmenso que retó al mismo Dios, y al que le bastó la punta de un iceberg para hundirse en el Atlántico en menos de tres horas. En los periódicos se leían cosas sensatas y obvias para El Principito: “La erupción islandesa lanza una invitación al sosiego a una manera de funcionar manifiestamente excesiva, una especie de sugerencia telúrica al cambio, una invitación a unos ejercicios espirituales continentales”. “Hay que ir acostumbrándose a convivir con el volcán”. “Nos encontramos todos a merced del volcán y no hay manera de saber cuánto tiempo continuará en erupción”. Pero los hombres habían perdido la capacidad de comprender la relación que podía tener cuidar de las cosas, trabajar bien, ser sincero y decente, ver con el corazón, contar hasta uno o cumplir las promesas, con la marcha de sus negocios mundiales.
Realmente los hombres eran como los hongos. Pensaban que su planeta era grande, rico y autónomo y no se daban cuenta de que estaba infestado de baobabs. Olvidaban que en el fondo La Tierra y sus hombres no estaban menos necesitados de amor y de cuidados que El Principito y su asteroide B 612.