El invitado
La nieve regalada
Este tiempo que ha habido, de buenos, robustos temporales, dejó el país, como lo vimos, hecho un misterio bajo el manto mullido de la nieve pura. Todo era blanco de un blancor espeso que cubría las carreteras, las lomas, los pueblos y hasta los ríos, igualándolo todo bajo el cielo gris. Esos ríos, es de suponer que aún irían fluyentes y corrientes bajo el hielo que las madrugadas habían puesto sobre la tierra y el agua como una tapa de cristal. Los ha habido famosos como el Duero, que han vuelto por unos días a su antiguo oficio de pista de patinadores. Yo conocí a quien partía la costra helada por meterse y nadar hasta el puente entre los témpanos flotantes. Pero ahora, lo que al representarme las celliscas me volvía de pronto, era la gran frase de Karl Barth: “En la climatología está el discurso del Señor”.
Era estos días blanco el suelo y blanco el aire por las revueltas de las autopistas donde se volvían ciegos los camiones de fruta; pero también estaba poblado de un como polvillo de harina congelada que a veces parecía subir más que bajar, como pétalos que se mecieran en el vacío de una flores aladas, sin peso, de azucena. Pasada la cellisca, han llegado jornadas con algo más de blandura, y ha sido cuando he vuelto a oír lo que siempre se dijo en la alta Castilla del Duero cuando, en un día claro y frío, había pasado lo fuerte del temporal: que ya “está regalando.” Así que, pese a la devastación en las casas y las escuelas, quizá la memoria guarde todavía sus joyas de palabras en un cofre de oro.
Y lo que pasaba era muy sencillo. Al salir una mañana clara, luego de las noches de nieves, tiraba el sol sus rayos sobre los carámbanos de los aleros y les sacaba el brillo y la alegría nuevos del agua destilada. En los tendederos, con forma de cuerpos de hombres y niños, las ropas se rompían con tocarlas igual que el barro seco. Pero el cielo ya se había puesto azul y el sol caldeaba la hora. Las gotas de agua intacta, caían sonando desde los tejados, rajados por el hielo. Era entonces cuando la nieve, que se decía, estaba regalando. Y quería decirse, claro es, que la nieve, a poco de calor, se derrite, que se deslíe; pero sobre todo que se entrega. Que se da. Es entonces pensarlo y acordarse al tiempo de la frase de Barth. Y con ella de la otra nieve en calma que veía Fray Luis como un rebaño inmenso de blancos bullones, de corderos mansos, puestos al caso de un solo pastor bueno. Esa es la nieve, pues, que después de la tormenta –más o menos para las Candelas– se regala, la nieve que se da, mansamente, y se convierte entonces mansamente en agua clara que baja por las cunetas –como la he visto ayer– cantando y saltando, al deshacerse de los hielos. Y si hubiera que pensar en lo que haya de ser antes, si la nieve mansa o el agua pura, sería lo mismo que si nos pusiéramos a pensar si ha de ser primero nuestro saber o primero nuestro amor para hacernos acreedores a un alma cristalina. O para conocer si esto es premio o regalo.“En la climatología está el discurso del Señor”. Y así nos parece que sea a los griegos y latinos. Porque por Él sabemos que la nieve, como todo, tiene su lado teológico y de poesía que algo quiere significar. ¿Qué es antes, el agua que calma la sed, o la nieve que se regala, que se entrega? ¿Hace falta primero conocer lo que amamos, como se decía Descartes, o amar sin más preguntas para saber lo necesario? Los cristianos sentimos el querer del pensamiento, del estudio, de la razón, y no nos cansamos de indagar con ellos en los misterios enloquecedores de lo que se nos dio y lo que se nos ha prometido. Somos griegos. Pero lo que dice el Pastor es que nada sabremos por nosotros sin el amor de principio y sólo amando conoceremos; que no habrá transformación sin antes la salvación que, como la nieve, se nos dio de balde. Y que la ley que hayamos de saber, es bastante con que no la extirpemos del corazón donde está escrita.