El invitado
Vivimos como podemos, pero no todos bajo el mismo puente. En algunos suburbios de la aldea global no tienen ni siquiera puentes bajo los que cobijarse. En La sociedad del espectáculo, un libro que no está ni mucho menos agotado a pesar de que el pensador francés Guy Debord, uno de los animadores de la Internacional Situacionista, lo escribió a fines de los años sesenta, dice: “Allí donde el mundo real se transforma en meras imágenes, las meras imágenes se convierten en seres reales, y en eficaces motivaciones de un comportamiento hipnótico”.
Las intuiciones de Debord no han dejado de ser corroboradas por la realidad. Tarea urgente de nuestro tiempo es avisar del carácter hipnótico, espectacular de las imágenes, que a menudo hacen que perdamos el contacto con una realidad tan atroz como incomprensible. Debord observa que por culpa de muchas de esas imágenes que nos seducen e incapacitan el mundo se vuelve menos accesible, menos inteligible. La tarea consiste por tanto en recuperar la capacidad narrativa del periodismo, no en cuanto ejercicio de ficción (eso no es periodismo, aunque se disfrace de nuevo periodismo o de ficción verdadera), sino de explicación, de relato completo y con sentido. Ante un coliseo virtual que cada vez exige imágenes más espectaculares, “más especulativas”, dirá Debord, la vida va dejando de tener sentido. Los medios nos entretienen para que no nos demos cuenta de que eso ya ha ocurrido. La historia, su sentido, la posibilidad de emanciparse, de cambiar el estado de las cosas (de transformar al menos la percepción del mundo), nos ha sido arrebatada: Kapuscinski le dijo a Arcadi Espada: “Los medios han difundido la consigna: la lucha no da resultado”. Y el carrusel incesante (de internet, televisores, autopistas, ascensores, anuncios, aviones, cintas transportadoras, robots), hipnotizador, tan entretenido como vacuo, de imágenes, parece lo único que nos queda antes de cerrar los ojos para siempre.
En ese contexto, hay que dejar de esperar que los medios cambien, que los cerebros de los redactores jefes den un salto mortal, y que los empresarios de las noticias entiendan que su tarea es tan económica como moral. Leyendo a Debord y a los situacionistas tal vez la salida lógica llegados a esta línea sería pasar a la acción… de contar. Por eso no hay que perder de vista a Rafael Sánchez Ferlosio, que hace unos días escribía en El País uno de esos pecios que valen su peso en tinta. Bajo el epígrafe Un refrán sefardí, decía el autor de Industrias y andanzas de Alfanhuí: “Nada expresa mejor la tradicional prevención del judaísmo contra la magia que aquel antiguo refrán sefardí: ‘Con dizir flama non se quema la boca’. La afortunada figura nos amonesta contra cualquier tentación de atribuir ningún poder a la palabra –que es lo que hace la magia verbal–, ni, por tanto, tampoco al pensamiento. La palabra dice, no hace; es, en su esencia, absolutamente profana, terrenal”.
Algo aprendí cuando era corresponsal de ABC en Nueva York: que si bien The New Yorker es un ejemplo de periodismo, con 18 fact checkers que comprueban que todo lo que se publica es verdad, con reporteros que dedican semanas y meses a documentar y escribir un reportaje (han desvelado horrores como las torturas y aberraciones de Abu Ghraib: Seymour Hersh; el juicio a Eichmann en Jerusalén: Hannah Arendt, o Hiroshima: John Hersey), su minucioso relato de los hechos (que separa cuidadosamente de las opiniones) no cambia el curso de las cosas, no altera la realidad. Algo que a menudo aquí, en esta desgarrada piel de toro, parece que pretendemos desde los periódicos cada mañana. El New Yorker ha servido de inspiración para fronterad, la revista digital que hemos lanzado a la red un grupo de periodistas empeñados en contar lo que menos se cuenta o lo que no cuenta, en huir de la estridencia, de la trinchera, además de tratar de acabar con el venenoso cinismo de que es imposible llegar a saber nada cierto y completo de nada, de que todos mienten porque todos tienen intereses ocultos, aparte de huir de la fatigosa superficialidad, de la estupidez, de la tontería que amenaza con arrastrarnos a un arrabal de bares, televisores, luces de colores, alcohol y melancolía. Pura muerte.