Historias mínimas
Los días
Los días pasan y dejan una marca, quizá una herida, quizá un rasguño. El tiempo fluye y se escapa, quién sabe dónde y por qué caminos. Por eso, a veces, lo perdemos; por eso, a veces, lo matamos. Extraña expresión —matar el tiempo— cuando es él quien nos desgasta a nosotros, puliéndonos. Como el aire a los guijarros. Años y años y más años de rodar, rendidos al viento que los arrastra hasta dejarlos lisos. Convertidos en arena, acaso de un reloj donde los trabajos —y los días— se sucedan unos a otros y nos permitan explicarnos. Casi hasta comprender lo vivido y lo no vivido, todo aquello que moldeó nuestra existencia —padres y hermanos, amores, fracasos, amigos…—, a la espera de que llegue el último prodigio.
Los hitos de nuestra vida tienen una fecha concreta, como el día en que empezamos a salir o en el que nacieron los niños, prolongación de nuestra existencia, sangre que viaja a través del tiempo. Ellos dan cuerda al mecanismo —tic, tac, tic, tac— que marca nuestro paso efímero por este mundo y resulta extraño descubrir nuestra risa en su risa, nuestros gestos en los suyos. Su mirada anuncia que la vida declina, pero también invita a apurarla antes de partir, susurrándonos con un clamor eterno.
El tiempo, los días. Perezosos o apresurados, plenos o vacíos. Los días, el tiempo. Persistente en la memoria, tallado en piedra, cuajado de felicidad o preñado de dolor. Como la muerte de una madre, hora despiadada que, sin embargo, anuncia la eternidad y nos empuja a suplicar más tiempo. Tal vez el que otros abandonaron porque les pesaba o no sabían en qué gastarlo. Nos bastarían entonces unas pocas horas regaladas para abrazarnos, para perdonarnos, para despedirnos hasta que la muerte nos reúna.
Tiempo para pensar qué bien que ya es invierno y que siento el frío en la cara y vamos juntos hacia el Veleta y sus vertiginosos tajos, o que caminamos por la orilla de una mar ancha y desmemoriada como la misericordia, esperando avistar el rayo verde. Tiempo para mirar el faro de Candás por última vez y contar la oscuridad —uno, dos, tres…— hasta que brille de nuevo. Tiempo para estar al día y a la noche. Tiempo sin reloj que marque el tiempo.
Cuanto más vivimos, más días necesitamos para, cargados ya de experiencia, acertar donde no acertamos. Conmovido al recordar el instante en que, por fin, la descubriste. Caminaba delante de ti después de salir de clase. Llevaba el pelo recogido y los libros en la mano, vestida con una gabardina azul que la hacía más alta, canturreando algo que no pudiste entender. Te quedaste largos años con la duda. «No cantaba —dijo mucho después con ojos traviesos—, solo pedía que te decidieras porque se te acababa el tiempo».
El tiempo, ese traidor. Los días, esos cobardes. Huyen como un ejército en retirada, sin orden ni concierto. Saltan del calendario de siete en siete, de lunes a domingo, mes tras mes. Sin descanso ni piedad. Veloces como gotas de mercurio. Invencibles como la tortuga a la que Aquiles jamás alcanzaba.
El paso de nuestro tiempo —¿médico que todo lo cura?— es una partícula invisible ante la eternidad de lo perpetuo. Apenas una gota del río de Heráclito, πάντα ρεῖ, «en el que entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos». ¿La diferencia? El tiempo.
Con sabiduría oriental, el salomónico Eclesiastés afirma que todo tiene su momento. Que hay un tiempo para llorar y un tiempo para reír; uno para llevar luto y otro para saltar de alegría. Esto no consuela a mi corazón de lagartija, que busca y se agota en la búsqueda, extraviado cada vez que renuncia a la belleza, esa chispa de Dios.
La belleza antigua y nueva que se esconde en el alma y que, como intuyó Rilke, brilla en lo perenne: la sombra y la claridad, la escritura y la flor, las noches… y los días.
La pregunta del autor
¿Cuánto tiempo dedicas a ti mismo y a los tuyos sin dejarte absorber por el trajín del día a día?
Opine sobre este asunto en Twitter citando a @NTunav. Los mejores tuits se publicarán en el siguiente número.
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Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.