De tejas arriba
Paracaidistas
Conocí en Chile a un hombre que había esperado cuarenta años para poder comer unos huevos fritos. Marcelino Cabañas llegó a Valparaíso en el Winnipeg, el barco con el que Pablo Neruda rescató en 1939 a más de dos mil españoles republicanos estancados en una Francia acechada por una inminente guerra. Cabañas aguardó muchos años para reencontrarse con su hermana, que le esperaba en Madrid con unos huevos fritos: como los que le prometió en 1936 cuando se marchó al frente.
Él esperó cuatro décadas para ese reencuentro. Y yo he esperado dos años para desempolvar esta historia. Una historia que me persigue. Marcelino formaba parte de un reportaje sobre el barco de Neruda. Por diversos motivos, nunca lo publiqué. Nunca lo escribí. Quizá recuerdo las palabras de Ryszard Kapuscinski en las que dice que las historias no son de los periodistas, son de sus protagonistas. Nosotros solo las firmamos.
La historia quedó ahí, en un bloc de notas que acumula polvo y un par de archivos de audio que si pudiesen también lo acumularían. Nunca quise releerlo ni escucharlos. Por rubor. También por prurito profesional: una historia y un protagonista que dejé evaporarse, como si los recuerdos de un hombre que esperó tanto para volver a su patria fuesen una mera anécdota, como si yo pudiese entender qué es esperar cuarenta años por algo—y más por unos buenos huevos fritos—.
Hace un tiempo contacté con su nieta, mi vínculo con Marcelino, para excusarme. Sobre todo para disculparme. Nunca recibí respuesta, tampoco la esperé. Supongo que es lo que pasa cuando descuidas a las personas. Me imagino que para Marcelino, un nonagenario, sus minutos eran todavía más valiosos. Él podría haber dedicado el tiempo de esa entrevista a hablar con su hija, a mirar la cercana precordillera de los Andes, o a recordar el día en que le anunciaron que un barco le sacaría de Francia para llevarle a Chile.
Siempre insisto a mis alumnos en que los protagonistas de nuestras historias nos dedican su tiempo y su intimidad. Y debemos respetarlos, aunque a veces descubramos tarde que algunas historias son demasiado mínimas como para publicarlas. Y las pateamos, sin darles una segunda oportunidad.
Entiendo que como periodistas cargamos con la responsabilidad de esas historias. Nos obligan a reflexionar sobre cómo nos relacionamos con quienes comparten con nosotros sus vidas. Me pregunto quién es ese otro que me presta su relato. Lo cierto es que, en ocasiones, los periodistas aparecemos como paracaidistas: surgimos en los sitios casi de la nada. Nos preocupamos por sacar lo mejor de quien está frente a nosotros para darle voz, aunque limitados por las carencias de tiempo que a veces impone la profesión. Terminada la misión, abandonamos el lugar. Y para nuestro protagonista, la vida sigue. Su vida no termina en nuestro reportaje. Su vida no termina una vez que descubrimos que su hermana le esperaba con unos huevos fritos que le había prometido cuarenta años atrás.
Hace unos meses, en un pueblo ecuatoriano, participé en un proyecto de una universidad estadounidense. La última noche, organizamos una proyección con los lugareños: una oportunidad para que viesen qué habíamos hecho los «gringos» durante dos semanas. Me propuse hacer las cosas bien, con el runrún de Chile en la cabeza. Perseguí a don Amable, el protagonista de la historia en la que había participado, hasta asegurarme de que iría. Se resistió: «Tal vez», dijo. Y apareció.
Tras la proyección, me acerqué a charlar con él, con el temor de que no le hubiese gustado el retrato que se mostraba en el documental. Me prometió que un día me llamaría para charlar, desde su casa —que era una peluquería, una tienda, su local de ensayo y un lugar al que los chicos acudían a jugar a la consola. Todo eso en dos pequeñas habitaciones—. Le di las gracias de nuevo y él me apretó la mano con fuerza. Me sentí un paracaidista con corbata. En esa ocasión, la salida había sido elegante.
Luis Melgar [Com 03] es periodista y profesor de la Universidad de Montevideo (Uruguay)
@asincopado