El invitado
Pecados
Así se titula la película en la que el hijo de Pablo Escobar habla de su padre. Este tipo, Escobar, es lo que ahora se llama un malo muy potente, un malvado casi sin fisuras. Se le atribuyen más de 4.000 asesinatos (recordemos que una banda sanguinaria como ETA no llega a los 1.000), entre ellos el de los pasajeros de un avión de Avianca que hizo explotar pensando que en él viajaba el presidente Gaviria, o la muerte del ministro Lara Bonilla y el candidato presidencial Luis Carlos Galán, políticos que se enfrentaron con arrojo y con la mera legalidad (hay que decirlo así, porque a veces la ley es una cosa bien modesta) a este narco temible que logró tener a sueldo a multitud de políticos y policías y que desestabilizó el país, hasta el punto de lograr que se prohibiera constitucionalmente la extradición a Estados Unidos, que era su principal miedo.
La película habla de todo esto, algo que es por otra parte bien sabido, pero sobre todo habla de un padre y un hijo, de esa pregunta sobre ¿quién fue en realidad mi padre? ¿qué tengo yo de él?, que es una pregunta que se hace todo hijo y que con el tiempo va encontrando respuesta.
Es difícil ser padre. Es costoso ser hijo. En el caso de serlo de Escobar (un hombre odiado y admirado a la vez), raya lo imposible. Tanto, como escapar de su sombra. Tras la muerte del padre, el hijo pasa a llamarse Sebastián Marroquín, y huye de Colombia, pero es inútil. Acosado por fantasmas y recuerdos, Marroquín da el paso de pedir perdón en nombre de su padre, y manda una carta a los hijos de sus víctimas, entre ellos a los de Lara Bonilla y Galán, quienes aceptan reunirse con él, mirarse a la cara, cruzar palabras, salir más curados. Sebastián carga, si se puede decir así, con los pecados de su padre. He aquí una cosa injusta, casi enfermiza, pero llena de dignidad. Antes, hay un momento, justo tras la muerte del padre, en que el hijo parece dispuesto a vengarlo. Sin embargo no lo hace. Algo le para y le saca de esa vorágine. Algo funciona de freno.
Se trata de Algo que intuimos en la escena más intensa de la película, llena de escenas duras y emotivas (la violencia filmada en directo, el encuentro de los hijos sin padre), cuando vemos a Marroquín, con la cara oculta entre las manos, escuchando una vieja grabación en que su padre le canta una canción de niño, antes de dormir. Resulta que el malo de una pieza era también un padre bondadoso. Y ahí vemos a ese hijo silencioso, conmovido, escuchando en la voz cariñosa del padre la vieja canción, intentando en vano a hacer compatible ese padre con el otro, el que tenía las manos manchadas de sangre.
Hay un Escobar –es chocante decirlo– que funcionó como padre. Alguien que trasladó a su hijo la certeza de que era un niño querido. Un padre que estaba presente y a quien su hijo importaba. No todos los padres pueden decir algo así. No hay un lugar para el niño en alguna de las chifladuras contemporáneas. Tal vez ese padre, cuyo recuerdo atormenta ahora a Sebastián, es el que le ha llevado a mandar las cartas a los hijos de sus víctimas. Vosotros no lo sabéis, parece decirnos, pero este hombre terrible fue capaz de amarme, no era un monstruo, hizo de mí un hombre con entrañas y os lo voy a demostrar. Voy a reivindicarle, haciendo lo contrario de lo que él hizo.
Escena final. Escobar ha escapado de la cárcel y tiene a toda la policía del país tras él. Su propia familia está protegida en un centro del ejército al que el huido, saltándose todas las medidas de seguridad, llama por teléfono, lo que permite su localización y muerte. ¿A quién llamaba Escobar, con quién quiso hablar sabiendo que se jugaba la vida? Llamó a su hijo. Y el hijo, al escuchar al hombre acosado, tal vez lleno de culpa, supo que aquello era el final y a la vez, en un instante, intuyó que era el principio de todo lo que quedaba por hacer, el motor y el valor de toda una vida.