El invitado
Periodistas
A los periodistas nos gusta lo nuevo. Nos da pereza mirar hacia atrás. Por eso descubrimos, como si fueran nuevos tesoros, textos del exilio y de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Es un auténtico revulsivo para el momento de confrontación ideológica, desencuentro y banalidad que vive nuestro país. Situación, digámoslo claramente, sobre la que tenemos una gran responsabilidad.
Y así Indalecio Prieto, en sus letras arrepentidas escritas en México, se nos antoja ahora un excelente compañero. El que fuera hombre de prensa y luego ministro de la República, cuando repasaba desde América lo ocurrido años atrás, se sorprendía de los “estragos de la demagogia”. Redescubría el valor de la concordia. No estamos ni mucho menos en un contexto similar al que vivió el líder del PSOE, pero sí es verdad que nos cuesta reconocer, como él señalaba, el “valor del otro”. Por eso es tan interesante seguir la pista de los exiliados interiores y exteriores que se acabaron abrazando en Múnich, en 1962, durante el IV Congreso del Movimiento Europeo. Aquello se llamó “contubernio” para estigmatizar la reconciliación. El pasado se repite.
La falta de crítica hacia las agendas del poder y hacia los lugares comunes creados por las ideologías nos ha hecho daño. Los propios intereses, la escasez de un auténtico periodismo interpretativo y la reducción de la experiencia humana a efusión emotiva, también. A los periodistas nos han convertido en gente poco dada a escribir y a decir palabras que reflejen de forma sencilla la apasionante y compleja irreductibilidad del mundo y de la vida. Nos hemos convertido, con demasiada frecuencia, en actores previsibles que están en una de esas trincheras en la que el otro es el enemigo. Y, por eso, amplificamos los daños. Hablamos de la corrupción, de la crisis institucional o económica y de muchos otros temas con un moralismo, hijo de la pereza intelectual, que incrementa la queja y desafecta de la vida pública. A la pandilla, así nos llamaba Waugh, en su memorable Noticia bomba, no le gusta reconocerlo. La pandilla es pandilla porque no admite la autocrítica.
Se repite, con acierto, que sin periodismo no hay democracia porque si falta contrapeso el poder lo invadiría todo. ¿Pero cómo es el poder en este comienzo del siglo xxi? El que mejor comprendió su nueva naturaleza fue Pasolini. El cineasta italiano denunció la aparición de mecanismos de dominio mental que producen un auténtico “genocidio cultural”. “Miro a mi alrededor y veo a unos jóvenes que han perdido los antiguos valores populares y asumen los nuevos modelos con el riesgo de caer en una forma de inhumanidad, de afasia atroz, de falta brutal de capacidad crítica, de una pasividad sectaria […]” y en ello “han tenido un papel crucial los medios de comunicación de masas”, señalaba el también escritor.
La expresión más clara de ese “genocidio cultural” es que la pregunta por el sentido de lo que sucede y de la vida –pregunta periodística donde las haya– se censura en público. Sea la pregunta sobre el significado de la tragedia de Lampedusa, la reforma de la enseñanza, la sostenibilidad del Estado del Bienestar o sobre cómo es posible vivir juntos. Y así la conversación nacional desarrollada a través de radios, periódicos y televisiones se reduce a un par de tópicos, o en el peor de los casos, no existe. Sólo se repiten eslóganes y consignas.
Vaclav Havel, primero disidente de Carta 77 y luego presidente checo, aseguraba que se es libre y crítico con el poder por medio de “la vida en la verdad”. Y precisaba bien que la verdad no era ni una doctrina ni un conjunto de ideas o principios, sino la relación con “las intenciones reales de la vida”. Algo que “ya está aquí desde hace tiempo y que sólo nuestra miopía y nuestra fragilidad nos impiden ver”.
A los de la pandilla, entusiastas por obligación y devoción de lo nuevo, nos conviene recordar a estos viejos maestros.
Fernando de Haro [Com 92] es director de
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@FernandodeHaro
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