Ahora bien
En un ejercicio de respuestas rápidas que consistiese en asociar una cita con un libro, la mayoría adjudicaría a El gatopardo, de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, aquello de «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». La frase se repite mucho y mucho más ahora que se nos echan encima cambios radicales. Incluso el manuscrito de El gatopardo —letra menuda en líneas rectas hasta el borde del papel— se expone, recientemente en Madrid, por la página que contiene esa cita.
Lo tremendo es que la novela es una enmienda a la totalidad de esa idea, que no expresa el príncipe de Salina, el protagonista, sino su sobrino Tancredi. Al final, muriéndose, el príncipe constata que todo ha cambiado porque no se hizo nada para conservar nada y que aquella cínica paradoja inicial era un grandísimo error. «Había dicho él mismo», se acusa el protagonista, «que los Salina serían siempre los Salina. Se había equivocado. Él era el último. Aquel Garibaldi, aquel Vulcano barbudo, había vencido después de todo». Antes había sido más claro aún: «Luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los gatopardos, los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los chacales, las hienas…».
Ni tan siquiera la frase famosa era de Lampedusa, sino plagio de la de Alphonse Karr [1808-1890], tan utilizada aún en Francia: «Plus ça change, plus c’est la même chose» [«Cuanto más cambia, más igual es»], publicada en 1849 en la revista satírica Les Guêpes. Razón de peso para sostener que el hiperculto príncipe —muy afrancesado, además— la copió para refutarla, dando por supuesto que todos identificaríamos la fuente. Nadie se marca una novela para ejemplificar un adagio ajeno.
Conviene advertirlo para evitar, en la medida de lo posible, que el personal vaya haciendo el indio por ahí con una cita y una pose que demuestran que no se ha leído la novela o, mucho peor, que se leyó sin comprender. Es la maldición de las citas extraídas de los inicios de los libros, que son las más recurrentes, quizá porque mucha gente deja de leerlos enseguida. Pasa lo mismo con Dante, nada menos, cuya Divina Comedia es un canto a la esperanza más alta. El adjetivo «dantesco», sin embargo, se ha quedado encerrado en lo infernal y macabro. De un modo análogo se ha impuesto, ay, el adjetivo «lampedusiano» aplicado a la táctica de cambiar para dejarlo todo intacto.
En tiempos de grandes cambios, como los que padecemos, no podemos permitirnos malinterpretar a Lampedusa, sobre todo si pensamos que hay cosas que merecen la pena proteger. Si queremos que algo siga igual, debemos aprestarnos a su defensa, sin frasecitas consoladoras que camuflen nuestra indolencia o nuestra impotencia. Otro debate más pertinente es si Lampedusa fue un fatalista y consideraba que oponerse apenas corregiría nada; pero lo que él deja claro es que los personajes que resisten —don Ciccio Tumeo, el padre Pirrone, don Onofrio y, sobre todo, su hija Concetta— son los más nobles y emocionantes de la novela, a los que rodea de un evidente y en ocasiones explícito halo quijotesco. El gatopardo es una lectura muy profunda de Cervantes.
Chesterton también estaba a favor del Quijote y de su moral de resistencia. Nos trajo a raíz de esta cuestión otra de sus paradojas impagables: el conservador es el que ha de ser más revolucionario, decía, o más reactivo, digo yo, porque la dinámica de todo empuja al deterioro y a la perversión. La imagen chestertoniana resultaba bien iluminadora: quien quiera mantener una farola como está no puede dejar pasar mucho tiempo sin limpiarla, sin cambiar la bombilla, sin lijarla y sin darle una enérgica mano de pintura. O sea, lo contrario de la pasividad egoísta de la llamada —por periodistas y politólogos— «táctica lampedusiana». Existió, sí, «la táctica gatopardiana» o, más exacta y significativamente, «la táctica tancrediana», pero no fue un acierto de estrategia, sino un desastre, como señaló, con amargura y maestría, desde la melancolía y la elegía, el príncipe de Lampedusa.