Historias mínimas
El río fluye con rapidez y el animal duda al borde del agua. Sus cascos avanzan y retroceden en un palmo de tierra. De tierra húmeda. Fangosa como el alma de Frank Griffin, su jinete. El caballo vacila, pero su amo lo espolea. Suavemente, con la fuerza justa para que le obedezca.
La vegetación cubre la ribera. Álamos y sauces enormes por los que se filtra la luz de la tarde. Una luz extenuada que alarga las sombras de la partida de vaqueros. Ellos son la verdadera sombra, almas negras acostumbradas a la muerte. Forajidos. Los forajidos de Griffin, un demonio cansado que aterroriza Nuevo México.
El caballo entra en el río. Con fuerza. Dócil a la mano que le guía. Hace viento y las crines flotan al contraluz. El agua supera los estribos y le frena, pero el animal arranca de nuevo. Otros lo siguen. Treinta monturas camino de La Belle, pueblo de mineros donde no quedan mineros. El grisú los enterró a todos. Solo permanecen las mujeres. Viudas y pobres en una tierra que no regala nada. Audaces y esperanzadas, también. Por eso construyen una iglesia. Necesitan creer en la ayuda divina. De otro modo, mejor huir, dejarlo todo atrás, pero sin caer en la tentación de volver la cabeza. Ellas no son las esposas de Lot. Ellas no son las esposas de nadie.
Griffin avanza por el río. El gabán negro contrasta con la barba blanca. Un alzacuellos anuncia su vocación, pastor de almas; una pistola, su oficio: asesino y ladrón. Un hombre capaz de lo mejor y de lo peor. Como todos. Un ángel exterminador de mirada triste. Pérfido y amable, compasivo y cruel, estoico y avaricioso. Con sus traumas y sus visiones.
Los caballos siguen vadeando el río. Relinchan. El agua salta y se rompe en un millón de gotas que parecen estrellas. La espuma lo envuelve todo mientras cabalgan. En su mente, un solo objetivo: matar a Roy Goode. Como a un perro. Pero Griffin no les permitirá disparar. Solo él puede acabar con Goode, al que educó como a un hijo. Un niño instruido en la palabra de Dios y en las balas del señor Colt, calibre 44.
Por el camino, desatarán una violencia salvaje, propia de un lejano Oeste que termina en Atascadero (California), frente al Pacífico. Ese es el destino de una presa sin sombra, etérea como un espíritu. Un hombre armado, un asesino más que ha robado a los que roban, pero que no alcanzará el perdón. No al menos el de Griffin, padre al que quiso matar en un tiroteo desigual del que ambos salieron vivos, pero casi muertos.
Uno tras otro, los bandidos cruzan el río. Cada uno busca su camino. Los caballos se quejan del peso y del frío, multiplicado por las ropas empapadas de los vaqueros. Algunos animales se paran y entonces tampoco hay piedad para ellos. Las riendas se convierten en látigos. Silban en el aire como serpientes de cuero. Serpientes en manos de jinetes viejos, pero capaces aún de salvar con firmeza la corriente.
Todos avanzan a tientas por un fondo inestable de arena y piedras. Algunos, quizá los más jóvenes, aceleran el paso y se acercan a la orilla, donde Griffin espera. Siempre en cabeza. Incluso ahora que ha perdido un brazo por una bala de ese diablo adoptivo llamado Roy Goode. «Mi hora no ha llegado aún. He visto mi muerte y no será a manos de mi hijo».
Esta magnífica escena de los treinta caballos es cine en estado puro. Se la debemos a Scott Frank, director de Godless, serie que recrea la vida en la frontera geográfica y vital del Far West. Cine de niño al que, misteriosamente, se vuelve de adulto.
La fotografía y la ambientación son maravillosas y brillan con intensidad en el cruce del río. Un instante lacónico elevado a la categoría de arte en movimiento. Apenas un minuto en el que los sonidos naturales se abrazan con el chelo y los violines de Carlos Rafael Rivera, compositor de la banda sonora. Un abrazo tenso y continuado que transmite toda la fuerza de los centauros que poblaron Norteamérica durante una década efímera. Justo hasta que el progreso los sentenció a muerte.
Demasiada libertad y demasiada pobreza, todo al mismo tiempo.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Puede transmitir el cine la belleza mejor que la música o la poesía? Opine sobre este asunto en Twitter. Los mejores tuits se publicarán en el siguiente número. |
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá.