Ahora bien
Todos los veranos recuerdo lo que pasaba todos los veranos. Y que, a menor escala, sigue pasándome. Los veraneantes se pasmaban de la casa grande de mis padres como ahora un poco de la mía, que es bastante más pequeña, pero que, descontando la crisis y el bajón generacional, está muy bien. Teniendo en cuenta que los veraneantes eran (y son) mucho más elegantes y acomodados que nosotros, aborígenes del pueblo, lo de la casa terminaba siendo un bastión de nuestra autoestima. Ellos veraneaban, sí, en superpoblados apartamentos de playa o en unos destartalados chalets que fueron de sus flamantes abuelos y que solo se abrían un mes al año, y echaban de menos la comodidad de una casa puesta. Pero no echaban cuentas, porque tenían su casa en Madrid, en Bilbao o en Sevilla, en unos barrios de prestigio y con sus solemnes salones; y, además, esa casa de veraneo; y hasta quizá un cortijo o dos por el campo. La casa de mis padres, en realidad, era tres en una: nuestra casa de todo el año, la de los veranos y hasta la del campo, si le echábamos imaginación al jardín y a los parterres. Una triple casa. Pero eso no lo explicábamos jamás, guardando un presuntuoso silencio.
Si ahora lo confieso, no es por humildad, sino porque puedo cultivar en este terreno una enseñanza. La casa triple (cortijo de labor, casa de verano y residencia familiar) es cambiante y móvil: una mañana de finales de junio voy de casa al trabajo, cierro el departamento y cuando vuelvo ya estoy entrando en nuestro piso de la playa. Llueve en otoño y enciendo la chimenea y salgo al jardín a plantar un geranio. Eso satisface todo mi prurito terrateniente. Si todavía no, empiezo a podar el seto o a cortar leña, y se colma ipso facto.
Otras veces, mi casa es un castillo, incluso. «For a man’s house is his castle», me pronuncio, afectando el acento. No un castillo en el aire, sino, al contrario, en ruinas, pero ¡oh, el mío! O más exactamente, mi castillo asediado por las averías (internet que se ha ido, ¿adónde?), por las facturas del agua y del gas, por el IBI [Impuesto sobre Bienes Inmuebles]... Qué halagador verse señor de la torre, de una torre cercada, sin duda, pero señor, al fin y al cabo.
La enseñanza no es un cuento de hadas, sino la imaginación hincando su pie en tierra, como los cimientos de la casa triple. La realidad está formada por capas superpuestas. El que se aburre solo ve la superficie plana de las cosas y no la riqueza escalonada que permite que cualquiera que pela patatas esté, además, rozando el misticismo, si quiere y sabe, como aconsejó el santo. «Cualquier arbusto puede convertirse en la zarza ardiente si tu imaginación lo incendia», nos ha advertido S. J. Lec.
La zarza ardiente nos conviene, porque nos planta en una dimensión cálida y chispeante ante la que hay que descalzarse y porque la evidente apenas pincha. Los publicistas de una vida plena se limitan a proponernos una adición de eventos y experiencias en horizontal, sumando; no en vertical, multiplicando, viendo la trascendencia (triple, como mínimo) de cada acto. La poeta Elizabeth Bishop lo supo: «¿Es la falta de imaginación lo que nos obliga a venir/ a lugares imaginados, en lugar de quedarnos en casa?».
Alejarse de la flacidez del aburrimiento y de la horizontalidad de la superficialidad recostada exige una tensión. T. S. Eliot avisaba cuando dijo que «el género humano no puede soportar demasiada realidad». A la realidad le pasa lo que Chesterton observó de la casa familiar, ¡precisamente!: que es mucho más grande por dentro que por fuera. Solo hace falta el valor —y la fuerza y el humor— de entrar.
Pero ¿cómo, con qué llave? Otro poeta, Claudio Rodríguez, la deja bajo la alfombra: «Qué verdad, qué limpia escena/ la del amor, que nunca ve en las cosas/ la triste realidad de su apariencia». Y una vez dentro gracias al amor, hay que cerrar el portón con tranca —y con retranca— para que nadie nos moteje de fantásticos o de mentirosos. Antonio Machado nos echará una mano: «Se miente más de la cuenta/ por falta de fantasía:/ también la verdad se inventa».