Vagón-bar
Lucia Berlin y las ideologías
Llevo unos meses yendo a Lucia Berlin y su Manual para mujeres de la limpieza. Me parece que nunca me he demorado tanto en el paseo por un libro: o lo dejo a las pocas páginas —algo que practico muy habitualmente y sin el menor remordimiento— o lo acabo, como mucho, en una semana. Pero con Lucia Berlin llevo meses. La razón es muy sencilla: la escritora murió hace ya años sin legar más obra disponible que esta compilación de relatos y no quiero que se me acabe. Así que me dosifico. Como con otros libros de relatos, nunca leo dos seguidos. Pero, además, me he impuesto una dieta rigurosa: nunca más de uno al día y, si reúno la fuerza de voluntad suficiente, aguanto casi una semana sin volver al libro. Así que me está durando. Y cuando todo me parece asqueroso o grotesco o demencial, me deslizo un rato por la tersura de su prosa y luego me quedo pensando en cómo lo hace. En cómo se las apaña para convertir en esperanza lo sórdido, en inspiración lo perverso. Nunca dice que lo malo es bueno ni llama bonito a lo feo. Tampoco se limita, como otros, a decir que eso es lo que hay, sino que redime a los personajes de su maldad o de su fealdad a través de la mirada, penetrante como pocas y como muy pocas misericordiosa. Su modo de mirar actúa como una vacuna contra la ideología.
Las ideologías, todas, operan por simplificación de la realidad. Lucia Berlin, sin embargo, procura enriquecerla, y por eso apenas juzga, que es lo tercero que hacen las ideologías. Digo lo tercero, porque primero simplifican, luego definen dogmas —sobre asuntos cada vez más nimios y ridículos, por cierto— y después juzgan, juzgan sin parar y sin misericordia, producen millones de condenas que acaban con millones de vidas —literalmente— o las vuelven muy difíciles de vivir. Por eso, cuando una ideología se impone, aparece inmediatamente la cultura de la sospecha y de la delación: detrás de cada persona hay un disidente potencial, un posible discrepante que debe ser advertido o castigado sin dilación.
La sospecha resulta muy incómoda incluso para quien la padece sin motivos, porque obliga a pasar la vida prestando cuentas a gente a la que ni siquiera le interesa la verdad, sino solo juzgar: situarse en ese altozano moral en el que se ve todo desde arriba, pero achatado, creyendo que se ve desde dentro. En realidad sí se ve desde dentro, pero desde dentro del que mira. Y como consecuencia, el sospechador interpreta los actos ajenos en función de las propias luces y de las propias oscuridades, como un paleto que lo compara todo con su pueblo. Lucia Berlin nunca hace eso. No etiqueta. Se limita a querer comprender, que es el primer paso para redimir y para redimirse.
Las ideologías mueren. A veces dejan un residuo más o menos totalitario aquí o, más a menudo, allá. Pero terminan muriendo y enseguida llegan otras cargadas de soluciones fáciles que convierten en dogmas, que empiezan a sospechar, a juzgar y a etiquetar, que achican espacios a la libertad hasta hacerla invivible, que matan o dejan morir a otros sin el menor remordimiento hasta que la misma falta de aire que producen —la asfixia moral, ambiental y económica, que van juntas— trae de vuelta el sentido común. Así que podríamos dejarlas chapotear en paz en su fango hasta que se consuman, porque acaban consumiéndose. Pero no, claro. Hay millones de personas que sufren en sus carnes la infelicidad que producen mientras duran.