Historias mínimas
Volver a Ítaca
Estaban abrazados en la cubierta 8, la brisa de cara y la tarde a la espalda. El cielo era azul y jonio. Eterno. Perfecto. Y su luz infinita centelleaba sobre el espejo de una mar en calma.
La nave avanzaba con brío sobre unas aguas también azules y también jonias que se abrían a su paso sin vacilar. Entonces, el sol —orgulloso como Leónidas ante los persas— comenzó a titubear, cansado ya de lucir, dispuesto a rendirse por el oeste del día.
Seguían abrazados en la cubierta 8, un paraíso blanco de madera y salitre. Se ceñían con indolencia, ajenos a la singladura, ocupados tan solo en no romper con palabras estériles aquel hechizo griego. En silencio veían pasar las islas áridas del Heptaneso. Sus pueblos de cal y cúpulas ortodoxas y espadañas infinitas y callejuelas estrechas y balcones con flores.
Entonces la vieron de costado, varada como una sirena. Imponente. Perpetua: Ítaca. La legendaria Ítaca, la patria de Ulises, el refugio de Penélope. Desde el confín de los tiempos y de la literatura resonaron palabras orgullosas: «Soy Odiseo, hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en Ítaca, hermosa al atardecer».
Era cierto. El astuto Ulises no mentía, Ítaca era hermosa al atardecer. Ellos lo comprobaron envueltos en la paz hermética y honda del Mediterráneo. Ítaca. Ante sus ojos. Como un regalo divino. Ítaca. El hogar que espera, el nombre de la nostalgia y del destino. Aquella porción de tierra creada por los dioses era Ítaca, y surgía del mar solo para su dicha.
Quisieron pensar entonces que la isla y su aroma de cipreses era la misma que recorrió Homero —fuera o no poeta y hombre— con pasos deslumbrados. El resto no importaba. Estaban en Ítaca y, con ellos, Miguel d’Ors, que apareció sin llamarlo para susurrar a gritos: «Maldito Baudelaire, malditos Goethe y Borges, que ahora que contemplo la luna no me dejan ver la luna». Y donde él decía Baudelaire, ellos dijeron Homero, y cambiaron la luna por Ítaca, y el gemido contra Borges y Goethe se volvió contra Kavafis.
Konstantino Kavafis. Poeta. Egipcio y griego, inglés y turco. Hombre que odió los amores naturales, atormentado esclavo de pasiones dolorosas, como la belleza, pero que supo cantar a Ítaca como nadie. «Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca, pide que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento. […] Que numerosas sean las mañanas de verano en que, con placer, felizmente arribes a bahías nunca vistas.
»Llegar allí es la meta. Mas no apresures el viaje. Mejor que se extienda largos años; y en tu vejez vuelvas a la isla con cuanto hayas ganado en el camino, sin esperar que Ítaca te enriquezca. Ítaca te regaló un hermoso viaje. Sin ella, no hubieras emprendido el camino. Mas ninguna otra cosa puede darte. Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca. Rico en saber y en vida, como has vuelto, comprendes ya qué significan las Ítacas».
Con el eco del hechizo aún en el aire, los amantes se alejaron de Ítaca rumbo a la vida cotidiana. Una vida que resplandecía con el fulgor de lo auténtico, encarnada en tres retoños tres que los esperaban ansiosos en su pequeña Ítaca para abrazarlos.
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04], historiador y periodista.
@Ignacio_Uria