El invitado
La vulgaridad o el "low cost"
La rebaja en el precio de casi todas las cosas ha sido paralela a la rebaja de la calidad de las personas en todos los ámbitos. La crisis integral no se ha detenido ni ante la condición de los productos ni ante la nueva naturaleza de sus productores. De la misma manera que ha aparecido el low cost como una innovación coherente con la depreciación del viaje, hay un low cost en la depreciación del recorrido vital de cada uno. De ahí se deduce una atmósfera cada vez más difundida, donde a la honradez ha seguido la inmoralidad y a la cortesía, la vulgaridad.
Y no se trata de una mera cuestión formal. El orden cívico se fundamenta en una ética y una estética del comportamiento como las dos caras de una misma entidad primordial, que es la entidad del individuo que respeta al otro en consciencia y en presencia. Los modos soeces que se difunden por los medios no serían sino una consecuencia directa de esa degradación que se retroalimenta en las pantallas.
La palabra vulgaridad, que evoca aquello que no ha recibido civilización, representa bien a un mundo que, pese a los recursos educativos, no ha progresado en la cultura (el cultivo) de los individuos sino tan sólo en los aportes de información y represión.
Los individuos son más que nunca escolarizados pero tanto su absentismo como el alto fracaso escolar dan cuenta de un grave descalabro del sistema, repetido una y otra vez. Los chicos y chicas no van a clase, repudian el contenido de las materias que se les imparten y, como efecto, se crea un cisma entre lo que fuera asistir al colegio y recibir educación. Ir al colegio y encuadrarse en la clase. Tener clase.
Como en el low cost, si desaparecen en apariencia las clases no es como presagio de mejorar hacia una sociedad igualitaria, situada en un nivel superior, sino para abolir o sofrenar el histórico movimiento de mejora. Serán todos, pues, low cost al coste de rebajar el nivel del servicio y de su consumición y de su rendimiento futuro.
La consecuencia viene a ser una extraña inversión del progreso civilizatorio, porque siendo más cultos, debiera esperarse que todos fueran también más sensibles. Sin embargo, la falta de congruencia entre la cultura que se imparte institucionalmente y la demanda potencial de otra cultura actualizada y novadora, para la que no hay apenas docentes, crea un malestar. Un malestar en la cultura que no deriva sino en su descalificación, su deterioro. Un malestar reflejado en lo que siempre se llamó “mala educación” y ahora incluso puede incluir la anomia. La falta de culturización. El desapego respecto a las referencias morales y capitales.
La vulgaridad es el signo de toda esta patología. Se habla mal, se repiten las malas maneras, se siguen comportamientos lastimosos como efecto de que la educación, dentro y fuera de la escuela, no cumple su más apreciable función. Educar comportaba formar, además de informar. Ahora, sin embargo, la formación se obtiene en la calle y, en ocasiones, de sus sumideros. La escuela aparece como una institución mostrenca y desfasada. El profesor, un personaje desorientado. La ejemplaridad deja paso a la descalificación y, al cabo, a la regresión del “saber estar”. Y ¿cómo no temer que al no saber estar el desequilibrio se incremente?
Puede ser que, al cabo, con los requerimientos del trabajo se aprenda aquello que la escuela, ya vetusta, no supo ofrecer, pero es raro que se aprenda más tarde a saber estar. La base de toda buena educación, eficiente y actualizada, no es otra cosa que preparar para establecerse gozosamente en este mundo. Para hallarse en las mejores condiciones para dilucidar, disfrutar y servir tanto al trabajo propio como a la sociedad en general.
La vulgaridad que padecemos es su reverso y su extensión epidémica un síntoma del desajuste que, progresivamente, excava un pozo negro y pestilente, más allá del bien y el mal.