Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 716

Los vergeles con libros

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor @dosvecescuento

Steiner fue un crítico valiente. Con la misma libertad de espíritu, Juan Manuel de Prada comenta sesenta obras que miran a Dios, entre el desierto de la literatura frívola o cínica y la insipidez de algún confesionalismo sin arte.


En el primer capítulo del primer libro de George Steiner (1929-2020) relucían, nada más abrir el ensayo, estas nobles palabras: «La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor». Venían después otras ideas y aspiraciones audaces de aquel joven y ya rotundo profesor de apenas treinta años: «De un modo evidente y sin embargo misterioso, el poema, el drama o la novela se apoderan de nuestra imaginación. Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando la empezamos. Recurriendo a una imagen de otro campo artístico, diremos que quien ha captado verdaderamente un cuadro de Cézanne verá luego una manzana o una silla como si nunca las hubiera visto antes». Los libros no son solo lo que alguien escribe sino lo que nosotros leemos e interpretamos. 

Tolstoy or Dostoevsky. An Essay in the Old Criticism se titulaba aquel estreno. Los apellidos de dos novelistas colosales del XIX eran tan radicalmente opuestos y tan imprescindibles como la aclaración que seguía en la cubierta del libro: se cerraba el año 1959 y Steiner ejercía la «antigua» crítica, la que no se plegaba a los postulados del New Criticism

El New Criticism imperaba, en sus años de formación universitaria, en los estudios literarios angloamericanos. Aspiraba a hacerse, con rigor objetivo, ciencia empírica propia de la enseñanza superior. Huía de los defectos en que se había enredado el positivismo —remontarse a las fuentes, ir deshilachando minucias de la biografía del escritor, descifrar el entorno y los hechos históricos— para centrarse primordialmente en el texto, en las palabras que desfilaban por las páginas. Su lema era ceñirse a esas «words on the page». La página, concebida como una urna. Como un tubo de ensayo. Como un sarcófago, para algunos. Pero el New Criticism logró análisis luminosos.

Steiner iba más allá. Entrelazaba creencias filosóficas, intimidades y manifestaciones teológicas, convicciones o falsedades políticas y sinuosidades biográficas. Hasta con contradicciones. El texto es un sistema de relaciones donde se teje y se hilvana todo. Y es más que la suma de todos sus elementos. Las palabras se salen de sí mismas. No tienen un final. Leer —no digamos releer— humaniza más. Agranda.

 

Lo bueno del mal

 

«Nuestra época ha querido encumbrar a categoría de axioma aquella afirmación proterva —o sea: obstinada en la maldad— de André Gide: “Con buenos sentimientos se hace mala literatura”», recuerda, para objetar esa generalización, De Prada en Una biblioteca en el oasis comentando la novela de Betty Smith Un árbol crece en Brooklyn (1943). 

 

Pero también contraargumenta melonadas como la de un especialista que aseguró que el Quijote no es una novela católica porque el ingenioso hidalgo jamás va en ningún capítulo a misa. 

 

De Prada busca interpelar y pone en primer lugar el arte de esos libros que buscan a Dios. Sesenta comenta —a veces destripa— y rescata o vapulea en este refugio, este oasis. Narración, ensayo, biografía, obras teatrales. El alma humana y el mal humano. A los oasis se llega. Se descubren. Dan vida.

 

Dedicarse a la crítica literaria no equivale a ser reseñista. El reseñista de novedades literarias debe acreditar saber leer atentamente y con libertad auténtica, situar en el transcurso temporal de las letras tanto este título del que informa como a su autor. Tiene que escribir bien claro y encima con gracia para que se le lea sin disgusto. Con el ímpetu —aunque parezca medido— de las palabras apasionadas, pero razonando sus juicios y su valoración. El reseñista, como se ve, no lo tiene del todo fácil.

Con ventaja para comentar libros partía el escritor Juan Manuel de Prada (1970) cuando el director de la revista religiosa Magnificat, Pablo Cervera, lo convenció por fin para colaborar en sus páginas mensuales. El narrador y articulista accedía a desentrañar obras de toda latitud, clásicos y desconocidos, que él eligiera y que a su juicio pudieran «alimentar la fe» y el espíritu de quien leyera. No por los procedimientos, perdónenme, píos o proverbialmente parroquiales que la gente entiende por catequesis sino por su sentido más etimológico: el griego bizantino κατήχησι [katechesis] expresaba que algo resuena de arriba abajo, por completo, dentro. Sesenta comentarios reunidos en un volumen titulado Una biblioteca en el oasis. Merece la pena. Todos esos libros hablan de Dios. Los más interesantes «muestran las consecuencias del mal en la naturaleza humana» y «el valor vertiginoso de la Redención» y se apoyan en «la alegría de contar» y «la sustancia misma de la vida».

Como era de esperar, salen obras de Chesterton —de quien De Prada da una visión completa y poco común— y de C. S. Lewis, pero también La leyenda del santo bebedor del judío Joseph Roth, cumbres de Léon Bloy, Robert Hugh Benson, el argentino Leonardo Castellani y la narrativa del leonés Enrique Álvarez y del francés Fabrice Hadjadj

A Steiner lo acribillaron por escribir sobre los titanes de la novela rusa sin hablar una palabra de ruso. Steiner sabía seis idiomas. Además de comprender el lenguaje universal del género humano. Como De Prada.

 

178

 

millones de ejemplares lleva vendidos Ken Follett de su treintena de novelas.

 

30.000

 

millones de euros factura al año el mercado mundial del audiolibro.

 

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