Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Ciencia y fe, el debate continúa

Rubén Pío y Rafael Franco [Investigadores del Centro de Investigación Médica Aplicada (CIMA) y profesores del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Navarra]

El último ensayo de Hawking desdibuja la frontera entre la fe y el conocimiento con conclusiones no muy científicas


Crear podría considerarse algo tan sencillo como escribir estas líneas. La última creación del científico británico Stephen Hawking ha sido su libro The Grand Design, cuyo co-autor es el físico estadounidense Leonard Mlodinow. En su conocido ensayo  Breve historia del tiempo Hawking dejaba una puerta abierta a la existencia de Dios, pero ahora parece cerrarla a través de la siguiente frase: “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el universo puede y se crea a sí mismo a partir de la nada”. Sin embargo, crear el universo es algo bien diferente a crear un libro, por la sencilla razón de que el universo se creó de la nada y, por tanto, su creación transciende el método científico, yendo más allá de la física, y siendo terreno de la metafísica.

Hasta la fecha, Hawking se había mostrado mucho más ambiguo, o al menos prudente, respecto a su idea de Dios. En una entrevista realizada en el año 2008 afirmó: “No soy religioso en el sentido normal de la palabra. Creo que el universo está gobernado por las leyes de la ciencia. Las leyes pueden haber sido establecidas por Dios, pero Dios no interviene para romper las leyes”. En estos dos años se ha producido un cambio evidente en sus declaraciones sobre la existencia de Dios. Desconocemos qué hecho ha propiciado esta mudanza ideológica. ¿Se ha producido recientemente algún descubrimiento notorio en física que sustente tal afirmación?, ¿es simplemente una deriva intelectual del autor?, ¿o una afirmación oportunista? Con relación a este último interrogante, no debemos olvidar que los autores de este libro no sólo viven de la ciencia, sino también de su divulgación. Los fragmentos del trabajo que han trascendido, a través de The Times,  parecen haber convertido un libro todavía no publicado en un auténtico best-seller. Otorgando a  Hawking y a su colega el beneficio de la duda, los autores de este artículo nos inclinamos a pensar que en el libro la inexistencia de Dios estará matizada y se incidirá en la idea de que Dios no es necesario para comprender el mundo una vez creado. Pero cuando la especulación prima frente a la observación, el prestigio de la ciencia ante el gran público queda afectado.

Los científicos nos caracterizamos por estar siempre expectantes, interesados por un entorno al que tratamos de dar explicación. Para ello nos basamos en datos empíricos de los que derivamos nuestras explicaciones e hipótesis, siempre con la humildad de quien se sabe limitado en sus capacidades y metodología. Sin embargo, la sociedad, desde el siglo xix, empuja al científico hacia la vorágine de la especulación, que es un atajo para lograr reconocimiento social e impacto mediático. Como en cualquier otra profesión, la notoriedad pública es un gran alimento del ego. 

La “amistad” entre ciencia y fe. Si un lector está interesado en una lectura sobre los fundamentos de la existencia o no de Dios, The Grand Design no es su libro. Es la metafísica y no la física la que puede entrar a discutir sobre la esencia de Dios. Creer en Dios es ante todo un acto de fe.  Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, la fe es el “conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad”. Si no se distingue adecuadamente entre fe y razón se puede llegar a equívocos como el derivado del siguiente razonamiento: si creo en las teorías de Hawking no puedo creer en Dios. El creer es precisamente la clave para diseccionar lo que pertenece a la física y separarlo de lo que pertenece a la metafísica sin que la separación signifique incompatibilidad. En palabras de Benedicto XVI, “no existe oposición entre la creación vista desde la fe y  la evidencia de las ciencias empíricas”. Incluso el Papa va más allá al afirmar que “existe una amistad entre ciencia y fe”.

Los autores de este artículo no podemos discutir de metafísica, pero sí de física. No porque seamos físicos, sino porque somos científicos. Como cualquier otra ciencia, la física se sustenta sobre el método científico, cuyo “inventor”, Descartes, fue un destacado filósofo y reconocido creyente. El método científico ha sido fundamental para avanzar en el conocimiento del hombre y de su entorno. Sin embargo, hay científicos como Hawking y Mlodinow que aparentemente se basan en la ciencia para saber incluso que Dios no existe. En verdad, muchos científicos, prescindiendo de la duda cartesiana, confunden saber con creer. Muchas veces los científicos creen aunque no saben, llevándoles a creer que saben lo que sólo creen. Este juego de palabras no es ninguna perogrullada y quizás sea ahora pertinente algún ejemplo. Hace aproximadamente cien años tuvo lugar un intenso debate científico acerca del papel de la genética y de los factores socio-económicos sobre el nivel intelectual de las personas. Algunos relevantes científicos defendían la influencia fundamental de la genética en la inteligencia. Uno de ellos fue Charles Davenport,  director del prestigioso Cold Spring Harbor Laboratory de Nueva York, y persona abiertamente racista y eugenista. Davenport estudió numerosas familias y estableció linajes genéticos que parecían sustentar científicamente sus conclusiones y que influyeron en las leyes migratorias estadounidenses y justificaron el desarrollo de programas de esterilización forzosa. Se pretendía limitar tanto la inmigración como la capacidad de reproducción de determinadas razas con niveles intelectuales supuestamente bajos. Hoy en día estas ideas nos parecen absurdas y sin ninguna base científica, aunque todavía se dan desafortunadas excepciones. En octubre de 2007, James Watson, que recibió el premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1962 por la descripción de la doble hélice del DNA junto con Francis Crick, y que posteriormente dirigió la sección americana del proyecto Genoma Humano, declaró a The Times que “en general, los descendientes de africanos no son tan inteligentes como los descendientes de europeos”. Posteriormente emitió un comunicado disculpándose sin reservas por sus comentarios y añadió que “no hay base científica para tales creencias”. Loable la disculpa de Watson, pero nada más indecoroso que usar el púlpito científico para emitir juicios basados en creencias y no en datos. Es ejemplo paradigmático de científico que cree saber lo que sólo cree y que intenta convencer de ello a los demás, pervirtiendo así el método científico. Hoy en día hay también discusiones científicas que, sin saber cómo ni cuándo, se han convertido en disputas fundamentalmente ideológicas. Un ejemplo en este sentido nos lo ofrece el debate sobre la influencia del hombre en el cambio climático. En la comunidad científica encontramos gran número de científicos que creen que el hombre está influyendo de manera perjudicial en el clima del planeta, pero hay otros que no creen en ello. El debate entre unos y otros ha llegado a tal extremo, que las posiciones se han vuelto casi irreconciliables y el método científico ha quedado relegado en muchas ocasiones a un segundo término, y se utiliza para sustentar “científicamente” la verdad propia de cada c ual. Evidentemente, la verdad sólo puede ser una, por lo que los científicos equivocados  han estado creyendo en lugar de sabiendo; han hecho el acto de fe de creer en datos científicos erróneos o bien han malinterpretado los datos para sustentar sus teorías. Esto confirma que, en muchos casos, los científicos confundimos creer con saber.

Las creencias de los científicos. En relación con The Grand Design hay otro tema que está en debate pero sobre el cual no hay debate posible. Es prudente recordar que antes de la creación del universo no había leyes físicas. Estas leyes nacen con el universo y son detectadas y formuladas por los humanos. Sin entrar en un debate metafísico sobre quién ha inventado las leyes físicas, una ley física no puede ser la responsable de su propia creación. Imposible. Pero hay algo más. Nadie, tampoco Hawking o Mlodinow, puede estar seguro de que el universo se rija por las leyes de la gravedad. Puede haber otras leyes de la física que participen, incluso leyes que están aún por descubrir. Pero juguemos a ser reduccionistas e imaginemos que sólo sea necesaria la gravedad para entender el universo surgido de la nada. La fuerza de la gravedad depende de las masas y de la distancia. ¿Qué intercambian la Luna y la Tierra para que exista gravedad entre ellas?, es decir, ¿cuál es el fundamento de la gravedad?  Una explicación la proporcionó Einstein en su teoría de la relatividad: la gravedad es simple consecuencia de la curvatura del espacio/tiempo cerca de las grandes masas.  Creamos esta explicación.  Si confiamos en Einstein la hemos de creer porque, al menos nosotros, no sabemos qué significa “una curvatura del espacio/tiempo”. Efectivamente los científicos creemos, creemos mucho y sabemos poco. Tenemos, Hawking y Mlodinow incluidos, fe según la tercera acepción del diccionario: “Conjunto de creencias de alguien, de un grupo o de una multitud de personas”.

De tener fe a predicar sólo hay un paso. Muchos científicos se han convertido en predicadores de una nueva fe. Siguiendo con sus derivas racistas, Davenport lideró una comisión que concluyó que la pelagra era una enfermedad hereditaria. Científicamente falso, como demostró un epidemiólogo nominado cinco veces pero que nunca recibió el Nobel: Joseph Goldberger. La pelagra es un déficit de vitamina B3, por lo que afecta a personas con penurias alimenticias y no con genes “defectuosos”. Otro famoso investigador fue Linus Pauling, promotor de los suplementos vitamínicos y agraciado con dos premios Nobel, uno de Química (1954) y el otro de la Paz (1962). Estaba convencido de que la vitamina C prevenía el resfriado, a pesar de no tener ninguna prueba científica para hacer tal afirmación. No podía tener ninguna prueba científica porque ni siquiera la buscó con criterio científico; él creía que la vitamina C debía ser buena para todo y cualquier dato que encontraba era interpretado en este sentido. Por supuesto que la “C”, como las demás vitaminas, es, por definición, necesaria para la vida humana. Por suerte para Pauling, el exceso de vitamina C se elimina por la orina y, por tanto, no se acumula ni produce daños colaterales.  De no haber sido así, Pauling hubiera muerto joven; de hecho vivió hasta los 93 años. Cada uno es libre de creer o no que su alto consumo diario de vitamina C contribuyó a su longevidad. En este sentido, Pauling se comportó como un científico que usa el método científico para saber, cree cuando no sabe y llega (con facilidad) a predicar lo que (sólo) cree.  Hawking y Mlodinow deben saber mucho de leyes físicas, pero en relación con el universo predican lo que sólo creen y no saben. Se permiten, eso sí, el lujo de eliminar a Dios, que es una referencia de personas que también creen. En definitiva, están elevando a la categoría de religión lo que sólo es ciencia. No somos expertos en la historia de la ciencia, pero creemos que Descartes nunca quiso que su razón se usara como símbolo de una nueva religión. 

La cuestión de la nada. The Grand Design quizás sí será reconocido por poner el foco de atención sobre la nada. La palabra “nothing”, o sea “nada”, se recoge en el libro como punto de partida de la creación espontánea del universo. Ya ha habido en la historia de la humanidad pensadores que plantearon el origen del universo a partir de la nada, pero no ha sido un tema importante de debate y tampoco en los entornos científicos actuales se habla especialmente de ella. ¿Acaso el Génesis nos habla de ella?, tampoco; el Génesis se salta la nada y empieza: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Un mérito evidente del libro es el de poner la nada sobre el tapete; no sabemos si The Times, Hawking y/o Mlodinow han sido conscientes de ello. Una última e importante cuestión: ¿merece la pena leer el libro? Es esperable que en él encontremos información relevante e interesante, pero seguro que no tan vendible mediáticamente como la existencia o la inexistencia de Dios. Es probable que el libro nos ayude a entender algunos de los temas que los físicos teóricos debaten en sus elevadas conversaciones científicas. Cuestiones como si existe algún universo que sea opuesto al nuestro, de manera que la suma de los dos sea nada, o la existencia de espacios múltiples referidos a  universos diferentes, o su sustrato teórico, la teoría M (M-theory) de las cuerdas; cuestiones difícilmente comprensibles y que sólo un buen divulgador científico es capaz de transmitir al público poco docto. Estos ensayos escritos por mentes preclaras son tan poco predecibles como cualquier novela: no sabes si te gustará hasta que acabas su lectura, o hasta que la dejas a medias.


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