Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

André Ricard: cómo romper el molde con una botella de leche

Texto: Gabriel González-Andrío [Com 92] y Ana Eva Fraile [Com 99]

Una rara avis a la altura de pioneros como Walter Gropius. Así califica el experto en diseño Norberto Chaves a André Ricard en el libro Un silencioso combate. Nació el 18 de junio de 1929, justo un mes después de que se inaugurara la Exposición Internacional de Barcelona. En esa atmósfera que daba la bienvenida a las vanguardias creció y respiró aires bauhausianos. Los más de trescientos objetos de nuestro paisaje cotidiano que ha diseñado, desde un frasco de jabón a una lámpara, avalan que la forma sigue a la función. Sus piezas atraviesan la barrera de los tiempos porque, décadas después, tienen la grandeza de seguir siendo inmejorables.


Dice André Ricard (Barcelona, 1929) que la mejor manera de conocer el nivel de diseño de un país es ir al supermercado. Entre sus estanterías ha pasado muchas horas de trabajo de campo: observando minuciosamente cada detalle de envases de leche, de perfumes o de jabones para lavadora, según los encargos que recibía. Pero, si tuviera que elegir un solo producto para este singular barómetro de desarrollo, iría directo a la balda del azúcar. Si al abrir uno de los paquetes el contenido se desparrama, es que quizá «se está perdiendo el tiempo en tonterías cuando hay cosas básicas pendientes».

Acaba de cumplir 93 años y sus siete décadas de experiencia en esta disciplina le otorgan una perspectiva única, propia de un pionero, para desentrañar qué aporta a las personas. «Gracias a la capacidad creativa la humanidad ha podido sobrevivir —afirma—. Crear, proponer alternativas que mejoran lo que existe, es algo esencial para continuar progresando». Un sentido originario que contrasta con la percepción a pie de calle. 

Ricard es consciente de que muchos asocian el término diseño con objetos seductores, «que solo sirven para decorar según las últimas tendencias». Sin embargo, lo frívolo, lo efímero y lo superfluo habitan, en su opinión, en las antípodas del «auténtico diseño». Incluso llegó a acuñar el concepto polución objetual para referirse a tantas cosas inútiles que compramos de modo compulsivo y que no usamos. Es su manera de rebelarse contra la pérdida del valor social y cultural de un ámbito que, si no se orienta «al servicio del bienestar de la colectividad y es respetuoso con la naturaleza», deriva en la encrucijada actual sobre el futuro del planeta. Como señaló en una entrevista en el suplemento Fuera de serie de Expansión, «es la primera vez en la historia del ser humano que el propio sistema ha generado los problemas que sufre». 

Intelectual, artesano e inventor, lleva desde los años cincuenta haciéndose preguntas sobre objetos cotidianos, buscando soluciones que respondan a las necesidades de las personas y faciliten la vida. Sus piezas registradas suman más de trescientas y algunas las tenemos muy cerca sin saberlo.

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«A veces tengo la impresión de que las ideas ya existen en algún limbo esperando a ser descubiertas, reveladas»

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En 1966, la firma de productos lácteos Freixas confió a André Ricard el diseño de una botella de vidrio para la leche fresca Rania. Con la misma curiosidad que de niño le llevaba a investigar por qué las cosas tenían esa forma hasta descubrir su función, Ricard se puso en el papel del usuario para analizar qué gestos hacía con el frasco. «Observé que las botellas se guardaban en la puerta de la nevera y solían estar húmedas. Resultaba difícil cogerlas también porque no se podía cerrar completamente la mano. Además —explica—, sacarlas de ese bolsillo exigía subir la botella y casi siempre se escurría».

Entonces, empezaron a brotar los «¿Habría un modo de…?» y «¿Por qué no…?». Cuando Ricard habla de los «destellos creativos» abandona la racionalidad: «A veces tengo la impresión de que las ideas ya existen en algún limbo esperando ser descubiertas, reveladas». Con la botella de Rania, buscaba un modo de dar seguridad al gesto y encontró la solución: incorporó un entrante por debajo del cuello para que incluso las manos de los niños pudieran sujetarla con firmeza, disminuyó la altura del envase para que encajara fácilmente en la nevera y ensanchó la boca para reducir posibles salpicaduras.

Así nació una botella nunca vista, la primera ergonómica, uno de los mejores exponentes del diseño industrial español. La pieza de Ricard, que obtuvo un año después el premio Delta de Oro, inauguró una línea de envases con la que convivimos aún hoy, aunque, como matiza, «ya no es necesario, puesto que las botellas ahora son de plástico y flexionan».

 

¿REVOLUCIÓN O EVOLUCIÓN?

Sus «hallazgos» marcan hitos que delinean la frontera del diseño. De su lugar en la historia da testimonio el Museu del Disseny de Barcelona, centro de referencia para conocer su obra. Desde 2016, además de preservar centenares de piezas, alberga también su archivo personal, que contiene alrededor de mil documentos. Sin embargo, cuando André Ricard diseña no se reconoce en la palabra revolución. «Es con pequeñas evoluciones como realmente se consiguen grandes resultados», afirma con humildad.

Tres años antes de la botella que rompió el molde, en 1964, había puesto el ojo en unas pinzas de hielo. Hasta ese momento, era necesario mantenerlas apretadas para retener el cubito, pero ¿habría un modo de que fuera al revés?, ¿y si solo hiciera falta una leve presión para atrapar el hielo y que la fuerza de la propia pinza lo mantuviera suspendido? Lo consiguió gracias a un material plástico —relativamente nuevo en la época— que recuperaba la forma. Esta vez su ingenio jugó con el concepto, le dio la vuelta «como a un calcetín» y llegó otro Delta de Oro.

Casi seis décadas después de que la empresa Arce la pusiera a la venta, la pinza flexible Tong es uno de los clásicos de la firma barcelonesa Mobles 114. Y su diseño ha permanecido casi invariable. En 2018 Ricard propuso un ligero cambio en el ancho de la pinza y la utilización de nuevos materiales plásticos para mejorar, todavía más, su uso.

Numerosos reconocimientos jalonan su carrera, entre los que destacan la primera edición del Premio Nacional de Diseño (1987), otorgado ex aequo a Miguel Milá y André Ricard, la Creu de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya (1993), la Medalla de Oro al Mérito Artístico de la Ciudad de Barcelona (2000), y sus nombramientos como caballero de las Artes y las Letras de Francia (1998), académico de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona (2011) y caballero de la Legión de Honor francesa (2012).

Más recientemente, en octubre de 2021, Ricard recibió el III Premio DesignEuropa a la Trayectoria Profesional, que concede la Oficina de la Propiedad Intelectual de la Unión Europea. El jurado consideró que sus diseños forman parte del paisaje de nuestra vida diaria y son un punto de referencia para las nuevas generaciones. 

 

Cinco décadas después de que Ricard diseñara la lámpara Tatú, la firma Santa & Cole reeditó en 2021 este clásico.  ©Santa & Cole

No está acostumbrado a tanto trasiego de medios y entrevistas. «No me gusta repetirme como un disco», admite cálidamente al otro lado del teléfono. Aunque se muestra agradecido por los premios, reconoce que la mayor satisfacción para un diseñador es que sus trabajos atraviesen la barrera de la moda, de los tiempos, que tengan la virtud de «seguir siendo útiles, básicos, irrefutables». El cenicero Copenhagen (1965) es otra de esas piezas que ha alcanzado la categoría de clásico o, como diría su amigo Miguel Milá, de «objeto que no se puede hacer mejor». 

«Por aquel entonces fumaba y, con cualquier pequeño golpe de aire, la ceniza acababa sobre mi mesa de dibujo», cuenta el diseñador, que no entendía por qué todos los ceniceros eran llanos como platos. A Ricard le pareció lógico que tuvieran un cuerpo profundo, similar al de un vaso, e ideó una zona para poder apagar el cigarrillo en un cilindro que emergía en el centro, mientras las cenizas y las colillas quedaban en el foso. 

Otra referencia icónica en el patrimonio cultural europeo es la lámpara Tatú (1972), «revivida» por Santa & Cole cincuenta años después de su diseño. Durante un vuelo transatlántico, Ricard se percató de que con el chorro de luz que caía sobre cada asiento podía hojear un libro sin impedir descansar al pasajero de al lado en la penumbra. Como a él le gustaba leer de noche en la cama, pero a su mujer no, pensó: «Si yo tuviera esto en casa sería fantástico». A partir de tres piezas con forma de codo que rotan independientemente, construyó un sistema inspirado en la flexibilidad del armazón de los armadillos o tatús que permite orientar el haz de luz hacia las páginas. 

Rania, Tong, Copenhagen y Tatú son cuatro ejemplos de cómo el diseño aporta respuestas innovadoras a los muchos atolladeros que, según su creador, aún encierra lo cotidiano. La arquitecta Victoria Garriga subraya en el documental El diseño de lo invisible, dirigido por Poldo Pomés y con guion de Xavier Más de Xaxàs, el metódico trabajo de análisis de Ricard: «Tiene una capacidad de observación intensísima de lo que no funciona bien de la realidad para mejorarlo». Conjugando pensamiento racional y creatividad, el diseñador aspira a hallar siempre «la solución más simple, más depurada, aquella que cumple su servicio con discreta eficacia». Como el botón, del que solía hablar a sus alumnos del Art Center de Vevey, en Suiza, y de la escuela de diseño EINA de Barcelona en los noventa: una forma impecable que nos «completa» sin llamar la atención. Perfecto en su utilidad. Bello. 

 

DISEÑADOR HECHO A SÍ MISMO

En los albores de los años cincuenta, un incipiente Ricard descubrió que existía el diseño. Su padre, que había fundado un laboratorio farmacéutico en Esplugues de Llobregat, quiso que pasara una temporada en Londres para que cogiera tablas antes de incorporarse al negocio familiar. Hizo prácticas en Davies, Turner & Co., una agencia de transportes y viajes. Después de varios paseos de ida y vuelta por delante de los grandes escaparates de la empresa, que le parecían horribles, se ofreció a redecorarlos. Al director le gustó el resultado y le propuso preparar varios stands para la British Industries Fair y el Ideal Home Exhibition. 

En mayo de 1951, mientras cicatrizaba la Segunda Guerra Mundial, emergió el Festival of Britain como un faro para el cambio. El país quería dejar atrás los años sombríos con una gran muestra que impulsara a los ciudadanos a mirar al futuro en las artes, la ciencia, la tecnología y el diseño industrial. A orillas del Támesis, en Lambeth, los antiguos edificios victorianos y los apartaderos ferroviarios se transformaron en South Bank, un espacio cultural de más de cien mil metros cuadrados que durante cinco meses vivificó el espíritu de la reconstrucción de la posguerra. 

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«Mi universidad fueron la lectura y el diálogo, además de la introspección reflexiva que todo ello provoca. De modo que soy un self made designer»

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André Ricard presenció cómo la ciudad mudaba la piel: «Cambiaron las farolas, los bancos, las papeleras, las paradas de autobús… Era su forma de mostrar que comenzaba una nueva era». Imbuido de aquella atmósfera vibrante, abrió los ojos a un camino profesional todavía poco transitado: la «arquitectura del objeto». Y en las páginas de Never Leave Well Enough Alone, el ensayo de Raymond Loewy (1893-1986), terminó de perfilar su vocación. Tan solo tenía veintidós años cuando se cartearon y en 1956, en Nueva York, el conocido como el padre del diseño industrial moderno —suyas son la cajetilla de tabaco de Lucky Strike o la botella de Coca-Cola— le explicó personalmente las bases de este oficio.

Loewy le conectó también con los fundadores del International Council of Societies of Industrial Designers (ICSID), precursor de la actual World Design Organization. En 1959, lo invitaron a asistir a su congreso fundacional. De Estocolmo volvió convencido: «Había una profesión que era para mí y me interesaba desarrollarla en España». 

Ese mismo año abrió su propio estudio en Barcelona con el nombre de Centro de Diseño Industrial. Fuera el mundo bullía, pero en España «no pasaba nada». De padre francés, su pasaporte le permitió salir de un país que vivía en un agarrotante blanco y negro en busca de personalidades de las que continuar aprendiendo. En una época sin escuelas de diseño en Europa —en 1953 se creó la primera de rango universitario, la Hochschule für Gestaltung de Ulm—, «mi universidad fueron la lectura y el diálogo, además de la introspección reflexiva que todo ello provoca», dice Ricard. Los pocos libros que existían sobre diseño, casi todos en alemán o inglés, le permitieron contactar con personas e instituciones. «Relacionarme con todas ellas —comenta— fue un complemento esencial de mi formación. De modo que soy un self made designer».

 


 

Algunos «hallazgos» de Ricard.

SUS HUELLAS, EL CAMINO 

A André Ricard le tocó, como escribió Antonio Machado, hacer camino al andar. «No había otro remedio», bromea. Su siguiente paso consistió en dar con «otras individualidades interesadas por el diseño». A través del diario La Vanguardia supo de la existencia de un grupo de arquitectos a los que les habían denegado la autorización para crear un Instituto del Diseño Industrial en Barcelona. «Entonces asociarse resultaba sospechoso», aclara. Tomó nota del nombre de las personas que se citaban, entre ellas Antoni de Moragas. Contactó con él y le habló del ICSID como padrino internacional. Para afiliarse era necesario que se constituyeran primero como una asociación. Entonces alguien sugirió adherirse al círculo cultural FAD (Fomento de las Artes Decorativas), creado en 1903, que se reunía en la cúpula del Coliseum. Y así nació, en 1960, la primera Agrupación de Diseño Industrial española, ADI-FAD. Ricard recuerda sus primeros encuentros. «En aquel momento, para que más de cinco personas pudieran reunirse había que pedir un permiso. Nosotros éramos unas diez y esto no lo hicimos nunca. Siempre temíamos que se abriera la puerta y apareciese un policía. Por suerte, no tuvimos problemas. Pero tampoco ninguna ayuda —reivindica—. Si el diseño en España se ha desarrollado mucho más rápido de lo que hubiera podido ocurrir, ha sido gracias a la sociedad civil».

Al congreso que ICSID celebró un año después en Venecia asistió una nutrida delegación de ADI-FAD. Ricard presentó la candidatura y fue refrendada por la asamblea, de la que llegó a ser vicepresidente entre 1963 y 1971. Volcado en el desarrollo social y empresarial del diseño, su aliento está detrás de organizaciones como la Asociación de Diseñadores Profesionales (1978) y el Barcelona Centre de Disseny

Él, que siempre ha situado a la persona como punto de partida y llegada de su proceso creativo, también ha procurado que puedan beneficiarse del trabajo de buenos diseñadores las comunidades que más lo necesitan. De esa inquietud surgió en 1998 la ONG Design for the World. Hacía una década también había empezado a colaborar con la Fundación Mas Casadevall, uno de los centros de inserción de personas con autismo de referencia en Cataluña. Se vinculó con esta iniciativa por su amistad con José Luis Brunet, uno de los fundadores, y treinta y cuatro años después continúa proyectando diseños en exclusiva para que los residentes puedan desarrollar su creatividad y participar en la elaboración artesanal de las piezas: ceniceros, jarras, lámparas, vajillas, velas... La última, un plato de aceitunas para el restaurante barcelonés Flash Flash. 

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«El diseño ha sido la esencia de mi vida, lo es aún hoy, jubilado, superjubilado. El placer de imaginar soluciones no me lo quita nadie»

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Está acostumbrado a bocetar «en prosa» objetos cotidianos, pero André Ricard también ha dado forma a la «poesía». En 1963 consiguió reflejar en un frasco el alma del aroma del Agua Lavanda de Puig, el primer encargo de una empresa con la que trabajó más de cuarenta años. Y en los noventa asumió uno de los retos más complejos —y memorables— de su carrera: revelar el espíritu olímpico en la antorcha de Barcelona 92. Su propuesta, un modelo poliédrico en aluminio, rompió con la tradición: «Tanto en esto como en el logotipo de Josep Maria Trías, de estilo algo mironiano, como en la mascota de Javier Mariscal, no miramos a Olimpia y abrimos los juegos al siglo XXI».

La antorcha y muchas otras de sus criaturas pueblan cada rincón de su despacho. Las estanterías rebosan libros. Una docena los ha escrito él. Le reconforta saber que, pese a los años transcurridos desde que se publicaron, aquellas líneas «siguen diciendo lo que querría aún decir». Como remarca Victoria Garriga, ese corpus sobre diseño representa el esfuerzo de André Ricard por «dar contenido a algo que no existía», por conceptualizar y reflexionar, en palabras del propio Ricard, alrededor de «la ética y la estética de la utilidad». Esa máxima echa raíces en su modo de entender la praxis, pero el sustrato del que extrae «la savia para vivir» es su familia: su mujer, sus cuatro hijos y sus nueve nietos. 

Cuando él era niño, en el valle de Arán, la tierra de su madre, no había radio ni televisión, y la luz llegaba a las seis de la tarde. Cuenta que para divertirse tenían que inventar cosas: carritos con troncos para bajar los prados, pequeños juguetes de madera… Ahora, «superjubilado», continúa creando. «El diseño ha sido la esencia de mi vida, lo es aún hoy. El placer de imaginar soluciones no me lo quita nadie», defiende. 

Cada día se acerca al estudio, situado en la planta baja del bloque donde reside. Su mesa hace ángulo recto con un enorme ventanal de retícula blanca. Toma asiento en la silla Cesca. Se trata de una pieza que Marcel Breuer diseñó en 1928. Combina madera, rejilla de mimbre y, por primera vez, tubos de acero para dar forma a una estructura que sustituye a las patas tradicionales. «En ella pasan miles de cosas —la suspensión, la flexibilidad… [Se mece]— que en las que han venido después no ocurren», explica en un vídeo del Museu del Disseny. Coge lápiz y papel. Disfruta dibujando durante horas cómo resolver problemas que le plantean clientes irreales. Le hubiera gustado, por ejemplo, tener la oportunidad de diseñar más objetos de servicio público o mobiliario urbano, como un banco o una cama de hospital.

Un dibujo es el primer paso para transformar las ideas imaginadas en realidad, como afirma el diseñador. ©Santa & Cole

André Ricard prefiere moverse entre proyectos que mirar con nostalgia los recuerdos. Cuando pone orden en sus cajones aparecen tesoros. Como uno de sus primeros bocetos: un sillón traspapelado desde 1952 que la firma de muebles de exterior Calma ha redescubierto. «Aquel fue uno de los ejercicios que yo hacía para ver si el ser diseñador entraba dentro de mis habilidades», apunta. Entonces solo descansaron en esta pieza de madera y paja, de la que fabricó una pequeña serie, unos pocos familiares y amigos. Hoy día su butaca Boomerang está en el mercado. Ricard comprobó los prototipos, con el respaldo y el asiento trenzados ahora en cuerda, y fue rotundo: «Me he sentado varias veces en ellos y puedo afirmar que el sillón sigue funcionando como hace setenta años». El diseñador suele citar a Paul Valéry para hablar de la fuente de la creatividad. Si, como decía el poeta francés, las ideas son los regalos de los dioses, a André Ricard le han bendecido con muchos. 

 

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