Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

De lo artificial en el arte

Texto: Juan González Tizón [Com 24], Nuria Martínez [LEC 24] y Hombeline Ponsignon [Fia Com 26]

¿Puede la inteligencia artificial ser creativa? ¿O es la creatividad una característica exclusivamente humana? En los últimos años se han desarrollado herramientas digitales como DALLE-E 2, Stable Diffusion y Midjourney que desafían de manera radical la índole de los procesos creativos. Seleccionado por la renombrada casa Christie’s, el colectivo de artistas Obvious, formado por Pierre FautrelGauthier Vernier y Hugo Caselles-Dupré, protagonizó la primera gran subasta de una obra generada mediante algoritmos. 


Corre el mes de octubre de 2018 y en Nueva York los termómetros caen por sorpresa hasta los cinco grados. Entre la Quinta y Sexta Avenida, perpendicular al edificio Rockefeller, se alza la casa de subastas Christie’s. Se fundó en Londres en 1766 y hoy día cuenta con apéndices en más de treinta países. Sus salas han acogido pujas de récord. Como la de Les Femmes d’Alger, de Pablo Picasso, que se vendió en 2015 por 179 millones de dólares. O Salvator Mundi, atribuida a Leonardo da Vinci, que dos años después se convirtió en el cuadro más caro de la historia al rebasar los 450 millones de dólares. El 25 de octubre, los jóvenes franceses Pierre Fautrel y Gauthier Vernier se encuentran entre sus pasillos. Esta subasta será la vara que mida el valor de su trabajo. Están nerviosos porque su lienzo, Retrato de Edmond de Belamy no lo han pintado con pinceles: ha sido generado mediante una inteligencia artificial. 

Los responsables de la obra, en realidad, son tres. Al otro lado del teléfono está Hugo Caselles-Dupré, el último integrante del colectivo de artistas Obvious. Se ha fracturado una rodilla y, resignado, sigue el evento desde París. No es el único en remoto. El lugar donde tantas veces han resonado las voces de los cazadores de arte con el brazo levantado ahora está lleno de sillas vacías y pantallas encendidas. Las indicaciones de los coleccionistas llegan, sobre todo, por teléfono y a través de internet. Solo las cámaras y micrófonos de los periodistas son testigos del momento. 

Están en juego obras de Banksy, Jeff Koons e incluso unas serigrafías de Andy Warhol. Un cuadro elaborado con inteligencia artificial no es lo que el público suele encontrar. «Christie’s nos eligió porque buscaban artistas que crearan con algoritmos pero que también hicieran algo tangible, según los códigos del arte contemporáneo», explica Fautrel. Con este envite la marca se pronunció en sintonía con los cambios en el mercado. Como manifestó en un comunicado Richard Lloyd, al mando de la subasta, esta es su manera de participar en el diálogo sobre el impacto de la tecnología en la creación artística: «Será emocionante ver cómo se desarrolla esta revolución».

De izquierda a derecha, Gauthier Vernier, Hugo Caselles-Dupré y Pierre Fautrel, los tres amigos que integran el colectivo de artistas Obvious.

Se presenta el lote 363. El Retrato de Edmond de Belamy, la única pieza sin artista, es la última venta de la jornada. Sobre el lienzo, una fórmula matemática ocupa el lugar de la firma. Fautrel y Vernier callan. Se miran. Aguardan. Christie’s ha estimado su valor en diez mil dólares. Han bromeado sobre este momento: sería un delirio llegar a veinte mil. Tragan saliva mientras las contraofertas escalan frenéticas hasta los doscientos mil. Entonces las apuestas se distancian. 350.000 dólares es la última puja. Después de seis minutos de batalla escuchan: «¡Adjudicado!». El precio final, incluida la prima, ascendió a 432.000 dólares.

Ocho meses antes de la subasta de Christie's, Obvius vendió su primera obra, El conde de Belamy (2018), por diez mil euros.

¿Quiénes son estos artistas? En 2017, con veinticinco años, fundaron Obvious en un apartamento de París. En febrero de 2018, vendieron su primera obra, El conde de Belamy, por diez mil euros al coleccionista Nicolas Laugero-Lasserre. Ese mismo verano Christie’s se interesó por su trabajo, y, solo unas semanas después, la cifra astronómica que pagó un postor anónimo les catapultó a la fama. Vernier y Fautrel ─dos hombres de negocios─ y Caselles-Dupré ─informático doctorado en Machine Learning─ se conocen desde el instituto, pero fue hace seis años cuando decidieron unir sus trayectorias profesionales. Todo comenzó con esta pregunta: «¿Qué pasaría si generamos una obra de arte con inteligencia artificial?».

«Somos una hidra de tres cabezas», explica Fautrel. Tres amigos con el deseo de acercar arte y ciencia. Su logotipo representa al hombre de Vitruvio, un símbolo de trazos simples con el que rinden homenaje a Leonardo da Vinci. Como el genio florentino, persiguen mostrarlos como dos campos recíprocos que se alimentan. Rehúyen la palabra start-up porque su objetivo es crear obras visuales que despierten preguntas filosóficas en el espectador. Y cuentan con un ejército de algoritmos para llevarlo a cabo.

 

Más de los artistas. El Parietal Burner #2 (2020) es una pintura rupestre generada por una IA que estudió la obra del grafitero Bond Truluv para explorar la relación entre los pintores y las paredes. La máscara Ubunifu (Creatividad), de la serie Caras de AGI (2020), se pregunta qué rostro tendría una mente como la humana. Saki del Lago Durmiente (2019) es la representación onírica del momento en el que la electricidad llegó a Japón, impresa sobre papel washi.

 

EL ALGORITMO DE LA CREACIÓN

El término inteligencia artificial se refiere a la habilidad de los ordenadores para simular procesos de aprendizaje y razonamiento humano. El concepto de algoritmo informático lo inventó Alan Turing, el padre de la computación moderna, en 1936. Esta herramienta ha ido evolucionando hasta adquirir pautas, normas e incluso obligaciones. Desde las leyes de la robótica del Círculo vicioso (1941) ─propuestas por el escritor y científico Isaac Asimov─, se ha cuestionado hasta qué punto el ser humano es irremplazable. Se pensaba que los robots solo servían para las fábricas, pero ahora también han aprendido a pintar, componer y escribir. 

«Inteligencia artificial no significa nada, es un término de ciencia ficción», declara Fautrel. Los artistas de Obvious prefieren emplear el concepto machine learning para referirse a las últimas técnicas de programación. Todos los procesos y herramientas clásicas de pintura se encuentran en manos de una infinidad de caracteres. Los algoritmos son para la inteligencia artificial lo que el estuche de pinceles es para el pintor: un mundo de posibilidades

Mosaico Virus (2018), de Anna Ridler. En esta serie de obras, un algoritmo invita a reflexionar sobre el capitalismo. Una cuadrícula de tulipanes que evolucionan al ritmo de la cotización del bitcoin le sirve a la arstista para mostrar cómo fluctúa el mercado. La tulipmanía del siglo XVII es uno de los primeros casos de burbuja especulativa. Antes de caer al precio de una cebolla,  los bulbos llegaron a costar lo mismo que una casa en Ámsterdam. 

En el caso del Retrato de Edmond de Belamy alimentaron el sistema con quince mil retratos pintados entre los siglos XIV y XIX. Después, utilizaron un algoritmo compuesto por dos partes ─un generador y un discriminador─ conocido como Redes Generativas Antagónicas (GAN, por sus siglas en inglés). El generador se ocupa de crear nuevas imágenes basadas en esa información. «No hace un promedio píxel por píxel de la información disponible ─explica Fautrel─, sino que realmente comprende las reglas artísticas y las reproduce». Entonces, según detalla Caselles-Dupré, el discriminador va descartando aquellas en las que localiza diferencias respecto de las obras creadas por humanos. Sería parecido a un falsificador que entrena sus destrezas hasta hacerle creer a un detective que la nueva propuesta es un retrato real.

Obvious maneja una docena de algoritmos, que combina según el mensaje singular que quiere transmitir en cada proyecto. Fautrel compara su proceso de producción con el de un pintor «que se sirve de varios tipos de pinceles, brochas, cuchillos, de vez en cuando emplea sus dedos… En nuestro caso contamos con una paleta de algoritmos: generadores de imágenes, vídeo y texto, y conversores de texto a vídeo». Para los once retratos que integran la colección La familia de Belamy se inclinaron por un estilo clásico porque les parecía el más icónico. Como explicó Vernier a la revista Time, «al pensar en arte la mayoría de la gente visualiza un retrato antiguo con un marco dorado. Con este paralelismo pretendíamos subrayar la conexión de lo que hacemos con el arte propiamente dicho». Detrás del título de la serie se esconde un  guiño al investigador que inventó en 2014 el método GAN, Ian Goodfellow, puesto que tradujeron su apellido al francés como bel ami. 

Aunque Caselles-Dupré es el que teclea el código en el ordenador, las decisiones que se suceden en el desarrollo de una obra las toman los tres por unanimidad. Sus proyectos suelen dilatarse entre seis y nueve meses, pero dedican gran parte del tiempo a las fases de ideación y diseño. En realidad, el algoritmo trabaja muy rápido. «GAN tarda un día ─apunta Fautrel─. Pero otros generadores de textos pueden dar resultados en unas tres horas». 

 

¿HASTA QUE SE DEMUESTRE LO CONTRARIO?

Desde 2018, el movimiento artístico protagonizado por algoritmos ha crecido. Incluso ya lo han bautizado: GANism es el nombre que ha sugerido el ingeniero de Google François Chollet. «La tecnología está lista para usarse y al público le interesa este tipo de arte», sentencia Fautrel. En los cafés y medios de comunicación las conversaciones sobre inteligencia artificial ganan terreno. Y, como ante toda novedad, las opiniones se disparan.  

El matemático Marcus du Sautoy se abre paso como uno de los principales profetas de la inteligencia artificial. Con sus libros Programados para crear y Creativity Code, defiende la necesidad de entender este fenómeno porque ya toma decisiones e influye en nuestras vidas. En una entrevista con The Guardian afirmó que tal vez en algún momento del futuro se llegará a producir una máquina con conciencia, ya que no hay ningún argumento fundado que evidencie lo contrario. 

Más allá de su cátedra en Oxford, Sautoy divulga con entusiasmo para todos los públicos. En uno de sus vídeos propone la siguiente parábola: se celebra un festival literario y los asistentes ansían conocer a S. B. Ekhad, autor de una de las novelas más vendidas del año. Sobre el escenario han montado un ordenador, y la primera imagen que aparece en la pantalla provoca revuelo en la sala. ¿Qué es? Parece un rostro artificial. ¿Quién es? Las miradas reparan entonces en una mujer sentada al lado del equipo. No tardan en descubrir que la novela la ha escrito una máquina, y que la mujer es la matemática que la ha programado. He ahí la autora de la magnífica novela. 

Direction Study (2018), de Sougwen Chung. Chung pasó por el Media Lab del MIT y ahora dirige un estudio en Londres que explora la relación entre el hombre y la máquina. Este lienzo, como otros de la artista, se pintó a dos manos. Una fue la de Chung. La otra es un brazo robótico controlado por un algoritmo que copiaba en tiempo real los gestos de la artista. Es el primer paso de un estudio sobre la interacción entre humanos y robots en la creación artística.

Du Sautoy prosigue su historia en una dirección sorprendente. La científica toma la palabra. Explica cómo fue ella quien creó el código y cómo lo preparó para que leyera todos los libros habidos y por haber. Durante ese proceso aprendió de las novelas, de la poesía, de la no ficción, y se transformó en un código completamente nuevo. El fruto la sorprendió: el algoritmo había escrito su propia novela. Shalosh B. Ekhad no era la mujer del escenario; era el nombre del código al que se le debía reconocer el mérito de la autoría. 

Esta subversiva declaración también la defendió Obvious en sus inicios. Sus primeros comunicados lanzaban mensajes como  «La creatividad no es solo cosa de humanos» o «Una inteligencia artificial ha logrado crear arte». Desde esta efectiva estrategia de marketing su opinión ha evolucionado. Ahora hablan de aprendizaje automático o machine learning, un término más preciso desde el punto de vista científico, para evitar humanizar la tecnología. A ese respecto, Fautrel es tajante: «Ningún programa informático posee conciencia: no tiene la capacidad de elegir, proponer o pensar por sí mismo. Por eso es siempre una herramienta en tus manos».

El miedo ante la novedad que parece amenazar al género humano también se refleja en la opinión pública. En septiembre de 2022, Jason Allen, un aficionado a la programación, presentó una obra titulada Théâtre D’opéra Spatial al concurso de arte de la Feria Estatal de Colorado (EE. UU.), y ganó el primer premio en la categoría de arte digital. La controversia sobre su legitimidad se desató porque había realizado el cuadro con Midjourney, un software que convierte líneas de texto en imágenes. Algunos medios de comunicación encendieron el contexto con noticias que destacaban a la inteligencia artificial como titular del galardón, en vez de a Allen. Y en Twitter algún agorero se atrevía a predecir la muerte del arte.   

Con la ley en la mano, no hay debate posible por el momento. Según explica Javier Fajardo, doctor en Derecho Civil, para que una obra de arte se considere como tal debe ser fruto del ingenio humano. Se trata de un requisito imprescindible. Por tanto, una obra resuelta por el algoritmo de un programa sin que medie intervención humana, ni es arte ni la ampara el marco legal. Tampoco estará, por tanto, protegida por el derecho de propiedad intelectual. 

Sin embargo, incluso los propios algoritmos plantean problemas jurídicos. Volviendo a La familia de Belamy, el código que se empleó para generar la serie era un desarrollo, al parecer, del artista y programador Robbie Barrat. Por otra parte, aunque en el mundo creativo abundan los casos de apropiación, ¿está atentando la inteligencia artificial contra los copyrights al nutrirse de miles de referencias obtenidas de bases de datos?

Retrato sin rostro #1 (2019), de Ahmed Elgamal y AICAN. Esta impresión digital sobre lienzo es una colaboración entre el profesor Ahmed Elgamal, del Laboratorio de Arte e Inteligencia Artificial de la Universidad de Rutgers, y de AICAN, un algoritmo complejo que trabaja desde dos presupuestos: el conocimiento histórico sobre el arte y la orden de crear algo nuevo. Esta obra y la serie a la que pertenece se cuestionan el valor del rostro en la época del deepfake.

Si Obvious defiende que la autoría pertenece al artista y no a la máquina, Du Sautoy, en el polo opuesto, recurre a un paralelismo entre el programador, los algoritmos y la obra, por un lado, y los padres, el ADN y los bebés, por otro, para justificar el lícito reconocimiento de la autonomía de la inteligencia artificial. Con esta perspectiva, el debate se ensancha: ¿tienen ─o llegarán a tener─ conciencia las máquinas? Fautrel no atisba creatividad en ellas, las considera solo un medio en manos de un humano: «Nosotros somos artistas al cien por cien. Lo importante es el proceso, el mensaje y el trabajo que resulta. Interactuamos con un ordenador y con programas informáticos para crear, pero no por eso se engendra algo con una entidad consciente». 

¿Cuándo se llegará a dar el caso hipotético que propone la parábola de Du Sautoy? ¿En 2030? ¿2050? ¿Nunca? Son preguntas que no se estrenan ahora. Ya en 1953 Roald Dahl especuló acerca de un código escritor en «El gran gramatizador automático», uno de sus Relatos de lo inesperado. Narra la historia de un inventor que construye una máquina capaz de inventar grandes historias, como respuesta a todos los rechazos que él mismo recibió de las editoriales. Du Sautoy y tantos otros retoman sus fantasías, mientras auguran y promueven que se conviertan en realidad. 

El profesor Fajardo explica que el orden jurídico refleja una forma de concebir el arte que nació en el Romanticismo y que reconoce esta maestría como fruto del genio humano. Pero advierte que la ley es fruto del pensamiento y, en consecuencia, podría cambiar si este concepto evolucionase o ante futuros desarrollos de la tecnología.  

 

HUMANOS DE NUEVA GENERACIÓN

Hay dos hombres en una sala. Están separados por una mesa larga. El ventilador del techo gira perezoso sobre sus cabezas. Uno viste pijama sanitario, el otro un traje. Es un interrogatorio, pero las preguntas que formula el caballero de la corbata no son muy  habituales: «¿Me podrías contar cosas buenas de tu madre?». Con este peculiar cuestionario, encarnación del test de Turing, se pretende descubrir en la película Blade Runner (1982) si el personaje de blanco es, en realidad, una máquina. También Ex Machina (2014) plantea esta idea de la inteligencia artificial como sustituta del ser humano. 

La primera vez que se mencionó la palabra robot fue hace un siglo. Concretamente, en una obra de teatro titulada R.U.R.: Robots Universales Rossum, que se estrenó  el 25 de enero de 1921 en Praga. El señor Domin, uno de los personajes creados por los hermanos Karel y Joseph Čapek, dijo entonces: «La humanidad nunca se entenderá con los robots y nunca llegará a ejercer un control sobre ellos; se verá sobrepasada por un diluvio de estas horribles máquinas vivientes, será su esclava, viviremos bajo su merced».

Acerca de este escenario, Albino Prada, profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Vigo y ensayista, en un artículo publicado en InfoLibre, considera temerario confiar en la capacidad del ser humano para elaborar ─al menos de momento─ una psique artificial porque ni siquiera puede entender del todo cómo funciona su propia mente. Aunque son muchas las preguntas que la neurociencia no puede responder todavía, tecnófilos visionarios como Ray Kurzweill ─informático, inventor y director de Ingeniería en Google desde 2012─ propugnan la posibilidad de crear una réplica funcional del cerebro humano, así como de alcanzar una inteligencia no biológica o una inteligencia artificial sobrehumana.

Memories of Passersby I (2019), de Mario Klingemann. Como Edmond de Belamy, fue una de las primeras piezas de IA vendidas en una casa de subastas. Sotheby’s golpeó el martillo por 45.281 euros el 6 de marzo de 2019. Se trata de un aparador conectado a dos pantallas. Dentro del mueble se esconde el cerebro de un algoritmo que arroja al plasma un ciclo infinito de retratos generados píxel a píxel. Las imágenes nunca se repiten y la máquina no utiliza ninguna base de datos.

Pero ¿qué es lo que nos hace singularmente humanos? Como afirma el filósofo y catedrático José Antonio Marina en la revista Ethic, «no es exagerado decir que la creatividad es la protagonista del proceso de humanización». No obstante, en la búsqueda de datos y su combinación, dos elementos de ese procedimiento, las máquinas han dejado atrás al hombre. Asusta. Su silla la ocupan ahora ordenadores mejor cualificados. Sin embargo, según subraya Marina, todas las actividades creadoras ─ya sean artísticas, científicas, técnicas, políticas o económicas─ implican, además, su realización intencional y, después, un cierto evaluar. «La creatividad consiste en encontrar formas nuevas y eficaces de resolver problemas», asegura. En el caso de Obvious, lo ingenioso sería el hecho de haber programado una máquina para que pinte, y no tanto lo que elabore después.

De los autores mencionados se puede remarcar que solo las personas tienen la capacidad de otorgar un significado a su trabajo. La comunicación simbólica es todavía una cualidad del todo humana. El filósofo Ernst Cassirer sostuvo que la simbología es la herramienta principal del ser humano para comprender el mundo. «Los símbolos ─explicaba─ son formas a priori, es decir, existen antes de que seamos capaces de reconocerlos o reconocer su función en nuestra forma de pensar». Cuando se trata de una inteligencia artificial, la calidad con la que escriba o pinte puede confundir, pero la disparidad que encierran respecto a la obra humana es radical.

Estas mismas dudas permearon los comienzos de Obvious. Desde hace seis años, el colectivo explora las fronteras entre el arte y la inteligencia artificial, intentando descifrar ─como señala Fautrel─ cuál es el lugar del artista y cómo la evolución de la tecnología influye en la historia del arte. «El simple hecho de utilizar la palabra inteligencia ─continúa─ no es más que un intento de humanizar la herramienta». 

Aquella tarde de octubre de 2018 en Christie’s algo cambió. La barba de Fautrel ha crecido. Ha sustituido la camisa blanca y un modoso jersey azul por una camiseta de manga corta negra y un gorro de punto de Carhartt. Ni rastro de inseguridad detrás de sus gafas redondas. Fautrel da dos caladas a un cigarrillo electrónico. Ellos hacen arte. Y a partir de la histórica subasta el mundo lo reconoce. El diario Le Monde tituló así su crónica: «El mañana, ¿arte sin artista?», pero cuando él imagina el futuro no lo hace de manera antagónica. «Ya veremos si dentro de veinte años la gente se acuerda de Edmond de Belamy como la primera obra de un movimiento en el que el artista colabora con la inteligencia artificial», comentó en una entrevista en 2020. 

Obvious avanza deprisa. Desde 2019 sus obras se han exhibido en numerosas instituciones, como el Museo Nacional de Arte de China (Pekín), el Hermitage (San Petersburgo), el Museo Británico (Londres) o los Encuentros de Arlés. Y siguen conquistando hitos. En noviembre de 2022 se convirtieron en uno de los primeros artistas algorítmicos representados por una galería internacional e inauguraron en Danysz su primera exposición individual. En la actualidad, están inmersos en el proyecto «Somos Marianne», para el que pretenden generar una nueva representación del icono galo a partir de miles de imágenes de mujeres francesas. 

«Si se pudiera decir con palabras, no habría razón para pintar». Así explicaba el pintor americano Edward Hopper su visión del arte. A raíz de la venta del Retrato de Edmond de Belamy, la voz de los creadores que experimentan con la inteligencia artificial se ha amplificado. En este panorama de pinceles, teclas y números la pregunta de qué es el arte resurge con fuerza. Tal vez los algoritmos puedan aportar nuevas respuestas.

 

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Los autores de este artículo, Juan González Tizón [Com 24], Nuria Martínez [LEC 24] y Hombeline Ponsignon [Fia Com 26], lo han realizado dentro del Programa de Edición de Revistas Culturales desarrollado en la redacción de NT durante el curso 2022-23.