Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Svetlana Alexiévich, la voz de las mujeres que lucharon


A mediados de septiembre de 1939, el ejército soviético se unió a la ocupación de Polonia iniciada por las tropas alemanas. Stalin movilizó a lo largo de la guerra a un millón de mujeres, y la mayor parte murieron combatiendo en regimientos de infantería y también en la aviación. Más de cien mil recibieron honores militares.

Svetlana Alexiévich, escritora y reportera bielorrusa nacida en 1948, entrevistó a más de setecientas supervivientes para el libro La guerra no tiene rostro de mujer (1985). Hija de militar y fascinada por capturar el lado conversacional de la vida, explicó así su propósito: «No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra». 

En 2015 recogió el Nobel de Literatura, el primero otorgado a una periodista. La Academia sueca reconoció su «obra polifónica» como «un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo».

Uno de esos «gritos de realidad» procede de María Ivánovna Morózova, francotiradora once veces condecorada que describió a Alexiévich los escalofríos y el miedo que sacudieron su cuerpo el primer día que pasó del blanco de madera a un ser vivo.

También escudriña los recuerdos —«la vida, llena de polvo»— de María V. Zholba, integrante de una organización clandestina, mientras hurgaba entre los restos quemados: «Cada uno buscaba a los suyos. Yo encontré un trozo de ropa y mi amiga dijo: “Es la blusa de mi mamá”. Y se desmayó. Pronto comprendes que matar es mucho más difícil que morir». 

Con cada testimonio, Alexiévich se adentra en una guerra de la que nunca había oído hablar, alejada de las personas que matan heroicamente: «la guerra de una mujer». En la batalla de Stalingrado, Tamara Stepánovna Umniáguina auxiliaba a dos heridos graves, cuando se dio cuenta, al disiparse la humareda del combate, que uno era alemán. «Los dos estaban quemados, negros. Iguales. Pero ahora ya lo veía con claridad: una chapa distinta, un reloj distinto, todo era ajeno. Y ese maldito uniforme. ¿Qué hago ahora?». Regresó a por él y continuó arrastrando a los dos. «Es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor. El ser humano tiene un solo corazón, y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío», sentenciaba.

Obras para pensar

 

La guerra no tiene rostro de mujer (1985)

Svetlana Alexiévich

Ed. Debate. Barcelona, 2015

No es una historia sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra.

 

«Yo me convierto en un testigo de lo que la gente recuerda y de lo que prefiere olvidar. Un testigo de cómo estas mujeres se desesperan buscando las palabras adecuadas, deseando reconstruir lo desaparecido, con la ilusión de que la distancia en el tiempo les ayudará a hallar el sentido completo de los hechos que vivieron»

Tras la victoria de Stalingrado, las fuerzas soviéticas no pararon hasta la capital germana. Sofía Kuntsévich, instructora sanitaria del ejército ruso, escribió en la pared del Reichstag: «He venido hasta aquí para matar a la guerra». En ese intento, como recuerda V. G. Andrósik, perdieron los motivos por los que celebrar el día de la victoria: «Enterré a todos mis familiares, en la guerra sepulté mi alma».

La contienda duró seis años, se extendió a sesenta países y mató a casi sesenta millones de personas. La soldado Olga Vasílievna rememora su ilusión ante el final de la contienda: «Creíamos que después de aquel mar de lágrimas [...] la gente se volvería buena, que nos amaríamos los unos a los otros». Sin embargo, «lo único que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas humanas en ruinas», contrapone Alexiévich.

Tras un largo recorrido junto a sus personajes, la autora entendió sus «cicatrices». En la posguerra, muchas mujeres soviéticas decidieron formarse en la universidad, pero los años en los campos de batalla pesaban a la hora de recomenzar sus vidas. A Tamara Ustínovna Vorobéinikova le salvaron sus condecoraciones militares en el examen de ingreso. Había aprendido a disparar, a lanzar granadas, a instalar minas... También a encarcelar su memoria: «Leía los libros y no comprendía nada, leía poesía y tampoco comprendía nada. Había olvidado todas esas palabras».