Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Dignidad, autonomía y derechos humanos

Ángel J. Gómez Montoro. Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Navarra

Desde el último tercio del siglo pasado, se aprecia una tendencia a imponer la capacidad de autodeterminación de la persona sobre cualquier otro tipo de consideraciones, incluidos el bien común, la seguridad, el valor de la vida o los intereses de los menores. El nuevo paradigma, que sustituye a la dignidad como fundamento de los derechos, entraña  grandes riesgos. 


Manuel Wackenheim, ciudadano francés, aquejado de enanismo, actuaba desde julio de 1991 en un espectáculo denominado «lanzamiento de enanos», que se desarrollaba habitualmente en discotecas. Con las debidas protecciones, era lanzado por los clientes, a corta distancia, sobre un colchón neumático. En aplicación de una orden ministerial, el alcalde de Morsang-sur-Orge dictó un bando para prohibir ese peculiar entretenimiento. Pero los tribunales ante los que impugnó el Sr. Wackenheim alegaron que no atentaba «contra el buen orden, la tranquilidad o la salubridad públicas». El municipio llevó el caso ante el Consejo de Estado, que anuló la sentencia aduciendo que el espectáculo representaba un ataque contra la dignidad de la persona humana, cuyo respeto es uno de los elementos del orden público.

El Sr. Wackenheim no se dio por vencido y acudió al Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Argumentaba que la prohibición había tenido consecuencias negativas para su vida y que vulneraba su dignidad. Se declaraba víctima de una violación de sus derechos a la libertad, al trabajo, al respeto de la vida privada, así como de ser objeto de discriminación. Señalaba que su trabajo no constituía un atentado a la dignidad humana, pues la dignidad es tener empleo. El Comité rechazó su petición por considerar que la medida, lejos de ser abusiva, era necesaria para proteger el orden público, en el que intervienen en particular consideraciones de dignidad humana.

Como puede apreciarse, este caso suscita cuestiones de gran calado sobre los derechos humanos, su relevancia en el mundo actual o los límites de la autonomía de la voluntad. Más allá de las circunstancias concretas, plantea un debate de mayor trascendencia sobre el concepto de dignidad, fundamento de los derechos. Por ejemplo, la dignidad del embrión la invocan quienes se oponen a su destrucción y el posterior uso instrumental de sus células para la investigación; mientras que la dignidad del enfermo que se podría curar con los supuestos avances de la ciencia es alegada por los partidarios de la investigación con células embrionarias. A la dignidad de la mujer apelan quienes quieren limitar la prostitución, pero también quienes consideran que se debería regular como un oficio más. La dignidad de la persona en situación terminal la aducen quienes proponen la profundización en los cuidados paliativos; pero al pretendido derecho a una muerte digna acuden también los partidarios de la eutanasia, hasta el punto de que Dignitas es el nombre elegido por un conocido grupo suizo que ayuda a morir a personas con enfermedades graves físicas y mentales, o ya en estado terminal, y que promueve el suicidio asistido también entre individuos sanos pero cansados de vivir.

Tras estas radicales discrepancias se advierte un distinto entendimiento tanto de la dignidad como de los derechos humanos que en ella se fundamentan.

El nacimiento de los derechos humanos 

Está generalmente admitido que los derechos fundamentales —o derechos naturales, como se les llamó entonces— nacen como una categoría nueva, unida al movimiento constitucionalista que se produce en Francia y Estados Unidos en las últimas décadas del siglo xviii y primeras del xix. Particular relevancia tendrá el pensamiento de John Locke, recogido en sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), para quien la libertad y la propiedad del hombre son derechos naturales, indisponibles para el propio hombre y a los que, en consecuencia, no puede renunciar ni al formar la sociedad ni al decidir vivir en una comunidad política y someterse al poder.

Estos principios serán los que inspiren las primeras Declaraciones de derechos. Según el artículo 1 de la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, «todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos de los que, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o despojados en su posteridad por ningún tipo de pacto». Y en términos parecidos se pronunciaba la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia en 1789. 

A pesar de que no hubo un gran debate teórico —estábamos ante verdades evidentes (self-evident truths)—  y de las contradicciones históricas —la sangrienta Revolución Francesa y el mantenimiento de la esclavitud en el constitucionalismo norteamericano durante casi un siglo— quedarán perfiladas las notas de los nuevos derechos: son inherentes al ser humano, previos y, por tanto, superiores al poder político e indisponibles para su titular y para el Estado. Desde el punto de vista del Derecho positivo, los derechos se incorporan a la Constitución — Supreme Law of the Land— y, con ello, se convierten en límite del poder constituido, también del legislador (es decir, de las mayorías), y es posible su defensa ante los tribunales.

No aparece en este momento ninguna mención a la dignidad como valor y soporte de los derechos. Sin embargo, no resultan lejanos de ese concepto los valores en los que se basan estas declaraciones. El Preámbulo de la Declaración de Independencia, de 1776, se abre con la siguiente afirmación: «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Y, según el artículo 1 de la Declaración francesa de 1789, «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Esa libertad e igualdad esencial en derechos se explica porque todos tienen la misma dignidad por el mero hecho de ser personas y, cabría decir, en cuanto criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26).

Por otra parte, y a pesar del fuerte individualismo que inspira el movimiento constitucional y del gran peso que el valor libertad tendrá en los padres de la Constitución norteamericana, las Declaraciones no protegen una libertad general para hacer lo que se quiera, un principio de autodeterminación, diríamos hoy. Garantizan más bien aquellas de sus manifestaciones que se consideran relevantes para el ser humano y que, como acredita la historia, han estado especialmente en peligro: la vida, la libertad religiosa, la libertad de expresión, la prohibición de detenciones arbitrarias, el derecho a un juicio justo, etcétera.

La dignidad como fundamento de los derechos

La verdadera edad de oro de los derechos comienza después de la Segunda Guerra Mundial. Los derechos se convierten en el núcleo de las Constituciones europeas y se pretende, además, que ocupen la centralidad del orden internacional, a lo que contribuyó de manera definitiva la aprobación en 1948 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. El objetivo de los nuevos textos es claro y explícito: hacer lo posible por impedir que vuelvan a producirse en el mundo sucesos como los que acababan de vivirse. Y quizás ello explica el protagonismo que asume el concepto de dignidad.

No han faltado quienes se han mostrado extremadamente críticos con el concepto, como Schopenhauer. En épocas posteriores, Ruth Macklin —«Dignity Is a Useless Concept», 2003—, Steven Pinker —«The Stupidity of Dignity», 2008— o, de manera destacada, Peter Singer —«Unsanctifying Human Life», 2002— han reprobado lo que consideran el intento de utilizar la dignidad como límite de los avances científicos. Guste o no, la idea de dignidad se ha impuesto tanto en el Derecho Constitucional como en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, hasta el punto de que Michael Rosen, profesor de Harvard, considera que estamos ante un concepto «central para el discurso de los derechos humanos» (1). Por eso, hoy día, más que cuestionar el uso del concepto de dignidad, lo que se percibe es un intenso debate —no exento de tintes ideológicos— por fijar sus perfiles. 

Hay un acuerdo prácticamente generalizado en que el concepto de dignidad al que apelan las modernas declaraciones de derechos entronca con una doble tradición: la primera va de Roma a Kant —e incluye autores como Cicerón o Pico della Mirandola—, que entiende la dignidad sobre todo como una obligación (para con nosotros y para los demás); la segunda, el pensamiento social cristiano que se desarrolla desde finales del siglo xix y que adquiere su plenitud en el siglo xx. Ambas líneas están a su vez relacionadas y, en todo caso, no resultan incompatibles. Kant usa con poca frecuencia el término dignidad (würde), pero es central en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En un conocido pasaje de su obra afirma: «En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad». Solo el hombre tiene dignidad; solo él tiene un valor insustituible y por ello debe ser tratado siempre como fin y no meramente como medio. 

Pero el concepto de dignidad tiene unas raíces anteriores a la filosofía kantiana. Sin desconocer los precedentes en el mundo pagano, cabe afirmar que tanto la noción de dignidad como la de persona, con la que está intrínsecamente unida, son de matriz cristiana. La dignidad apunta a la igualdad esencial de los hombres al compartir un mismo valor que deriva del hecho de que todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27). Del concepto de dignidad se ocupa santo Tomás de Aquino, y previamente san Buenaventura hablaba de la dignidad como el «rango distintivo de la persona». Pero será a finales del siglo xix y en las primeras décadas del siglo xx cuando asuma un protagonismo especial en el ámbito del pensamiento social cristiano. Recuerda el profesor de Harvard Samuel Moyn (2) que el primer texto que introduce el término dignidad es la Constitución irlandesa de 1937 que, en su opinión, vendría a ser parte del «nuevo constitucionalismo» de democracia cristiana, entendida como una corriente de pensamiento y no como los partidos que con ese nombre surgirán en algunos países tras la Segunda Guerra Mundial.

Este «constitucionalismo de la dignidad» significó un cambio hacia la percepción de los derechos. Desmarcándose de la visión corporativista y del liberalismo individualista, pone el foco en la persona como portadora de dignidad. Este concepto de dignidad será asumido por el papa Pío XI en la encíclica Divini Redemptoris, y se convertirá en un elemento esencial contra los totalitarismos. Como señala Moyn, «la dignidad aporta un individualismo que, lejos de atomizar la humanidad, ofrece el verdadero principio de comunidad y sociedad» (3). 

Conviene destacar que la presencia del nuevo concepto no se limitó a países de tradición judeocristiana, como Irlanda (1937) o Alemania (1949) —su artículo 1.1 proclama que «la dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público»—, sino que alcanzó a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. La figura de Jacques Maritain, elegido por la UNESCO para el comité que debía elaborar unas bases teóricas sobre los derechos humanos, explica en parte este hecho. Desde la palabra clave persona, en contraposición a individuo, hará un acercamiento a los derechos humanos, que se vio reforzado por sus viajes a EE. UU. y por los mensajes del papa Pío XII durante la guerra (4). 

Ese enfoque facilitó alcanzar un acuerdo entre posiciones ideológicas y Estados con intereses antagónicos, y también entre diversas culturas, respecto a ciertos derechos que «habían de considerarse como inherentes a la naturaleza humana, tanto en lo individual como en cuanto miembro de la sociedad y seguido del derecho fundamental a la vida» (5). 

El hecho es que, a partir de ese momento, el término dignidad proliferará en los documentos sobre derechos humanos. La dignidad así entendida se vincula con la libertad, pero no se reduce a ella. Se trata de una dignidad ontológica, es decir, que todos tienen por igual por su condición de seres humanos, con independencia de su nacimiento, rango y posición. Y, también, con independencia de su capacidad de autodeterminarse, ausente o limitada en los niños, enfermos o ancianos, por ejemplo.

Los intentos de reconducir la dignidad a la autonomía individual

Este entendimiento de los derechos se viene cuestionando como consecuencia de un proceso que comienza en EE. UU. en los años sesenta del siglo pasado y que se ha ido extendiendo por buena parte del mundo. Una corriente que enfatiza la autonomía personal y el derecho a la libre autodeterminación. Aunque con algunos precedentes, el punto de referencia fue el caso Griswold vs. Connecticut (1965), en el que el Tribunal Supremo anuló las leyes del Estado que sancionaban el proporcionar a personas casadas información y asesoramiento médico para prevenir la concepción. Más allá de la decisión concreta, lo relevante es que se encuentra en el Bill of Rights (las enmiendas que incorporan los derechos a la Constitución norteamericana) un nuevo derecho a la privacidad, no reconocido expresamente en la Constitución ni en sus enmiendas, y que viene a proteger de las intromisiones del Gobierno. 

Unos años después, la Corte Suprema dictó la que es, sin duda, la decisión que más polémica ha suscitado en EE. UU., Roe vs. Wade (1973). En este caso la Corte entendió que el derecho a la privacidad es suficientemente vasto como para abarcar la decisión de la mujer para continuar o no con el embarazo, de forma que durante los tres primeros meses, la determinación de abortar corresponde a la gestante y al médico.

La debilidad teórica de la construcción de un derecho a la privacidad no previsto en el Bill of Rights y la concreta aplicación a los supuestos de aborto, que difícilmente pueden considerarse un asunto privado por estar en juego una vida humana e intereses de terceros, ha hecho que sea objeto de frecuentes críticas, incluso entre los partidarios del aborto (6). También explica su escaso uso en sentencias posteriores, y que la Corte haya preferido poner el énfasis en la libertad, como valor especialmente relevante en la tradición norteamericana. 

No ha dejado de subrayarse por algunos que este protagonismo de la libertad es más propio del constitucionalismo norteamericano que del europeo. Sin embargo, en los últimos años, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —con apoyo en el artículo 8 del Convenio Europeo— ha configurado un derecho a la privacidad en términos aún más amplios que la Corte Suprema de EE. UU., tanto por la variedad de los supuestos sobre los que se proyecta como por la intensidad de la protección que ofrece.  Considera el Tribunal que ese derecho no está limitado a un círculo íntimo, sino que se trata de una noción amplia, y, siempre de modo casuístico, ha ido identificando distintos ámbitos sobre los que se proyecta: la identidad y vida sexuales (relaciones homosexuales, derechos de los transexuales), la decisión de tener un hijo (aborto, inseminación artificial) o sobre la propia muerte (eutanasia).

Ante la imposibilidad de exponer detenidamente esta jurisprudencia me limitaré a un caso que creo suficientemente significativo: Dickson vs. Reino Unido (2007). El demandante era un interno condenado a cadena perpetua en 1994, por un delito de asesinato, con un tiempo mínimo en prisión de quince años. En 1999 conoció a través de una red de amistad por correspondencia a quien sería después su esposa, que en ese momento estaba también en prisión. Ella fue puesta en libertad y en 2001 contrajeron matrimonio. La demandante tenía tres hijos de otras relaciones y, como deseaban tener un hijo en común pero la edad de ella hacía poco probable un embarazo, solicitaron autorización para recurrir a la inseminación artificial. Su petición se rechazó basándose en que esas solicitudes son admitidas solo en circunstancias excepcionales, atendiendo a cuestiones como si recurrir a la inseminación artificial es el único medio, la fecha prevista de puesta en libertad o la estabilidad de la pareja antes del encarcelamiento, entre otras. En este caso, resultaba imposible evaluar racional y objetivamente si su relación perduraría tras su puesta en libertad.

A pesar de estas detenidas explicaciones, el Tribunal de Estrasburgo consideró que se había violado el artículo 8 CEDH. Afirma que, «cuando está en juego un aspecto particularmente importante de la existencia o identidad de una persona (tal como la elección de ser padre genético), el margen de apreciación del Estado es por lo general restringido» y que la política del Gobierno «ha impuesto a los demandantes una carga exorbitante en lo que respecta a la prueba del “carácter excepcional” de su causa al presentar su solicitud de inseminación artificial». Es fácil concluir que para el Tribunal es más importante el deseo de los padres de tener un niño, a pesar de sus peculiares circunstancias y de la imposibilidad biológica por la edad de la madre, que todas las ponderadas razones que había señalado la Administración británica, incluida la que parece debería prevalecer en estos casos: el bienestar de ese futuro niño.

Como se aprecia en este caso, la vida privada se viene a identificar con una capacidad de autodeterminación que se impone prácticamente sobre cualquier otro tipo de valores, incluidos el bien común, la seguridad, la vida o los intereses de los menores. En el fondo, lo que se aprecia no es la expansión de los contornos de un derecho ya existente,  y ni siquiera la creación de uno nuevo, sino un cambio de paradigma en el entendimiento de los derechos humanos que ya no se consideran tanto al servicio de la dignidad como de una libertad casi absoluta.

Los riesgos de una visión excesivamente individualista de los derechos

Entiendo que esta tendencia a sustituir la dignidad de la persona como fundamento de los derechos y del propio orden jurídico por la autonomía personal entraña no pocos riesgos. Es cierto que autonomía y dignidad están estrechamente unidas y que se afecta gravemente a la dignidad de la persona cuando no se le permite tomar decisiones importantes sobre su vida, tales como qué ideología y religión adoptar, qué estudiar y a qué profesión dedicarse, con quién casarse y, en general, con quién vivir, con quién asociarse, etcétera. Pero esto no significa que la dignidad se reduzca a la autonomía o que cualquier manifestación de esa capacidad de autodeterminación personal deba tener la consideración de un derecho humano. 

Por otra parte, los derechos —al menos los derechos humanos tal y como se entendieron en su origen y en ese momento refundador que es el constitucionalismo de posguerra— no se orientan a la satisfacción de los deseos de las personas o a garantizar una búsqueda de la felicidad sin límites, sino a algo más concreto y a la vez más relevante: la tutela de aquellos valores que son inherentes a su dignidad.

Un protagonismo tan amplio de la autonomía de la voluntad podría quizás entenderse en el constitucionalismo norteamericano, donde la libertad ha sido el valor central. Pero incluso en aquella tradición no faltan quienes han señalado el riesgo del individualismo y han denunciado que pone el énfasis en el sujeto, en cuanto ser aislado, más que en la persona con su dimensión social y, con ello, apenas deja espacio para el bien común y aún menos para la moral, como pregunta acerca de lo bueno y lo correcto (7).

Se produce, además, un fenómeno paradójico y es que quien defiende a ultranza su autonomía no deja de exigir que otros renuncien a la suya para complacer sus deseos. Así, no es extraño que los defensores de esta visión de los derechos exijan que el Estado financie el aborto, el tratamiento de cambio de sexo o la inseminación artificial, o que proporcione la inyección letal que pondrá fin a su vida, y no acepten —o lo hagan a regañadientes— que los profesionales puedan objetar en conciencia —en ejercicio de decisiones también libres y amparadas por su libertad ideológica o religiosa—, a secundar esas conductas.

Por otra parte, un entendimiento individualista de los derechos parece conducir a que el único límite de la voluntad individual sea el perjuicio de terceros, un planteamiento que parece va calando en nuestras sociedades. Y, aunque evidentemente es cierto que los derechos de los demás son un límite al ejercicio de la propia libertad, no son el único. De lo contrario, sería imposible prohibir conductas voluntarias, de personas adultas en pleno uso de sus facultades mentales y volitivas, en las que ese perjuicio no se produce; entre ellas, el «lanzamiento de enanos», pero también la venta de órganos o la renuncia a derechos en el ámbito de las relaciones laborales. La prohibición de estos comportamientos, que desde luego no debería relajarse, solo se puede explicar por valores de otra índole, como son la dignidad de la persona, el bien común, el orden público y la moral; estos han sido tradicionalmente límites a la autonomía de la voluntad y, aunque deba hacerse una lectura acorde con los valores constitucionales imperantes en sociedades abiertas, no parece que su supresión sea una alternativa conveniente ni ventajosa.

Por último, una visión tan expansiva de la libertad tiene el riesgo —real, según se observa en muchas ocasiones— de convertir todo lo que no puede o debe prohibirse en un derecho humano cuando, a poco que se reflexione, esto no es ni debe ser así. El que no esté penalmente castigado el suicidio (su intento) no implica que este pueda configurarse como un derecho, y mucho menos un derecho humano. Asimismo, el que muchos países hayan optado por no penalizar la prostitución no puede significar que su ejercicio deba considerarse protegido por un derecho fundamental, y los ejemplos podrían multiplicarse. No todo lo no castigado es un derecho y, mucho menos, manifestación de un derecho humano, especialmente vinculado con la dignidad de la persona. Estaremos, en todo caso, ante manifestaciones de la libertad general de obrar —del agere licere, como recuerda a veces el Tribunal  Constitucional español—, pero no ante derechos fundamentales.

Es verdad que esta visión no es aceptada por todos. Pero debería reflexionarse con calma antes de seguir avanzando en una exaltación de la autonomía que termina convirtiendo en derechos, y derechos fundamentales, muchos deseos que pueden ser legítimos, pero que poco o nada tienen que ver con el contenido de las Declaraciones de derechos. Por otra parte, y razonando en términos estrictamente jurídicos, si se aceptara este entendimiento amplio de la autonomía personal, sobrarían todos los demás derechos humanos.

Termino volviendo al ejemplo inicial. El Sr. Wackenheim vivía una situación posiblemente dramática en la que, a sus limitaciones físicas se unía la dificultad para encontrar un trabajo. Considero que la solución fácil para una sociedad sería dejar que se ganara la vida siendo lanzado por clientes borrachos; pero difícilmente puede llamarse a eso dignidad. Desde luego, tampoco es respetuoso con ella prohibirle esa actividad y dejarle sin recursos para vivir. No obstante, ahondar en la primera vía lleva al desinterés y a la despreocupación por los demás. Y lo mismo puede decirse de otras de las circunstancias a las que me he referido con anterioridad: no podemos ignorar que detrás de quien pide la muerte puede haber una historia sobrecogedora; sin embargo, los especialistas en cuidados paliativos también han demostrado que, en esa tesitura, quien se siente cuidado y querido no pide habitualmente la eutanasia. La mujer que se plantea abortar lo hace muchas veces debido a un drama personal y también por la ausencia de ayudas para seguir adelante con su maternidad. Ante esos dilemas podemos inclinarnos por alguna de estas dos opciones. La primera, apoyar un pretendido respeto a esas decisiones —quizás bajo la vestimenta de la preservación de la autonomía de las personas, que muchas veces no será sino indiferencia—. La segunda, adoptar una postura sin duda más costosa pero más acorde con lo que el valor de toda persona exige: hacerse cargo de sus dificultades y ayudarle a encontrar alternativas. En mi opinión, esto último es lo que la dignidad de toda persona reclama de nosotros.

 

(1) M. Rosen,  Dignity: Its History and Meaning, Harvard University Press, 2012.

(2 y 3) S. Moyn, «The Secret History of Constitutional Dignity», Yale Human Rights and Development Journal, Vol. 17: Iss. 1, Article 2, 2014. S. Moyn, Jacques Maritain, Christian New Order, and the Birth of Human Rights, 2013. 

(4) Clave será el trabajo de J. Maritain titulado «Natural Law and Human Rights», 1942. 

(5) M. A. Glendon, Un mundo nuevo. Eleonor Roosevelt y la Declaración Universal de Derechos Humanos, Fondo de Cultura Económica, México, 2011.

(6) Véase por ejemplo J. Green,  The So-Called-Right to Privacy, Columbia Law School, Paper number 10-226, 2009.

(7) L. Henkin, «Privacy and Autonomy», Columbia Law Review, Vol. 77, 1974.