Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El armario del Cid Campeador

TEXTO: Judith Alegría [LEC 22 Fil 23] y Antonio Rubio Martínez [LEC 22 His 23] ILUSTRACIÓN: Javier Muñoz

El Cid ha recorrido desde su muerte la historia vistiéndose según los intereses del modista. El Cantar, semillero de la literatura española, presenta un modelo de caballero al que seguir; la Guerra Civil lo toma como símbolo de los vencedores y de los vencidos; Hollywood lo transforma en el portavoz de un discurso pacifista en plena Guerra Fría; Pérez-Reverte lo devuelve al realismo, ahondando en su humanidad; y Amazon lo convierte en protagonista del Juego de tronos patrio. Así, el Cid es una muñeca rusa a la que cada siglo le pintó su traje.


«¡Ahora verás, bandido! ¡Toma esa! No huyas, cobarde». Ruy lanzó una estocada al aire y la gallina salió volando. «La próxima vez te las haré pagar. Soy Ruy Díaz el de Vivar, hijo de don Diego y caballero del rey». Rodrigo se acordaba de aquellos combates cuando, con una espada de verdad al cinto y un caballo aún sin nombre, corría lanza en ristre hacia las filas enemigas. Confiaba su suerte al lazo de Jimena; todavía manchaba su espada la sangre del padre de ella. Quién le hubiese dicho al crujir su escudo bajo el arma rival que tiempo después habría de recoger todo lo que cupiera en el zurrón para abandonar su tierra por orden de su rey. Lo empujaron al destierro envidias que le negaban cualquier cobijo. Salían de Burgos Ruy Díaz y sus hombres cuando se acercó una niña: «Non vos osariemos abrir nin coger por nada; si non, perderiemos los avieres e las casas, e aun demás los ojos de las caras. ¡Çid, en el nuestro mal, vós non ganades nada!». Más allá del Duero, por tierra de nadie se adentró aquel al que los moros ya llamaban Sidi. De camino a Zaragoza recordaba los muros tristes de San Pedro de Cardeña, la alcoba en la que dejó a su mujer y a sus hijas, tan pequeñas. Allá seguían en Castilla, a la que el rey Alfonso no le dejaba entrar a pesar de sus hazañas. Para sí mismo y para ellas tomó Valencia, la ciudad asomada al Mediterráneo cuya inmensidad fue poca para su leyenda.    

Por sus mil caras, por las pocas que tuviera y las muchas que le dimos, lo vio Manuel Machado en: «[...] la terrible estepa castellana, / al destierro, con doce de los suyos / —polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga». Y la del poeta es otra versión más de un personaje que ha sabido adaptarse a cada siglo. Su misma mujer, a los pocos años de muerto, posiblemente inició la conversión de su marido en un mito para poder justificar sus derechos sobre la recién perdida Valencia. Poco más de cien años después apareció, anónimo como tantas cosas, el primer texto de la literatura española, en una plaza en torno a un juglar que con gestos y palabras dibujaba sus glorias y desventuras. El cantar de Mio Çid nos presenta en sus tres cantos a un héroe que llora, come, pasa penurias, como cualquier otro mortal, pese a arrollar a cientos de moros o cristianos. Al personaje del Cantar se le fueron añadiendo matices que tuvieron su repercusión tanto en el Siglo de Oro español como en el teatro francés del XVII. 

Más adelante, en el Romanticismo, se consagró como el gran héroe medieval español y símbolo del país, al que acudirán luego tanto el franquismo como los exiliados republicanos. El cineasta Anthony Mann pasó en 1961 al guerrero castellano por los filtros hollywoodienses que ya habían sometido a Cleopatra, César o Judá Ben-Hur. En 1974, vinieron desde el Japón para contar lo que a los españoles no se nos ocurrió, esto es, su infancia en Vivar, donde el Campeador tiene madre por primera vez. Y lejos de aminorarse, esta profusión se ha avivado en el siglo XXI. No hay más que ver la novela Sidi (2019) de Arturo Pérez-Reverte o la serie de Amazon Prime (2020), la versión española de Juego de tronos, que en lugar de incidir en el personaje literario busca reconstruir al Cid histórico. Poco tienen que ver el austero decorado de Almenar de Soria y Jaime Lorente, el Denver retirado de La casa de papel, con la fastuosidad del León de Charlton Heston. Y así cabalgó, después de muerto, para cruzar las puertas de la historia y entrar en la leyenda. 

 

 

El Cid histórico

 

Nacido en Vivar (Burgos) entre 1040 y 1050, Rodrigo Díaz fue un «señor de la guerra», tal y como lo describe David Porrinas en El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra (2019). Era un caballero de orígenes no tan humildes como se le han atribuido. Comenzó sirviendo al rey de Castilla y León, sin embargo, lo desterraron por una administración fraudulenta de las parias que el rey moro de Sevilla pagaba a Alfonso VI. Se convirtió en una suerte de mercenario a expensas de los emires de Zaragoza. Como resumía Lorenzo Silva, prolífico escritor madrileño, el Cid «pasa de ser un proscrito a un conquistador, a un hombre poderoso» capaz de hacerse con un reino como el de Valencia, para el que no tuvo heredero, pues su hijo Diego, fruto de su matrimonio con Jimena, murió en batalla. Todo esto lo consiguió a través de su destreza militar en campo abierto, algo que evitaba la mayoría. Su prestigio también le permitió casar a sus hijas, María y Cristina, con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, y el infante Ramiro Sánchez de Pamplona, respectivamente. Enfermo y tal vez deprimido por la muerte de su hijo, Rodrigo Díaz falleció, según la Historia Roderici, en julio de 1099.

 

 

EL COMIENZO DEL MITO

«Dos de los grandes poderes de las mujeres de la época eran mantener la dinastía y preservar la memoria», sostiene David Porrinas, profesor e investigador en la Universidad de Extremadura y autor de El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra. Por ello, es posible que Jimena, en los diez años que separaron su muerte de la de su esposo, comenzara a hilvanar lo que después sería la leyenda que a juicio de Porrinas ha «ensombrecido e incluso devorado» al personaje histórico. Caer en el olvido, en aquellos tiempos y en los nuestros, significa la segunda y definitiva muerte. Jimena guardaría e incluso engrandecería, junto con Jerónimo, obispo de Valencia, su memoria, sin la que no podrían aspirar a recuperar lo que perdieron en la ciudad del Turia. Hubo multitud de alianzas de retaguardia entre mujeres y eclesiásticos para regir los destinos de los Estados en ausencia de los reyes, como también hicieron Matilde de Flandes y el obispo de Bayon con el marido de ella, Guillermo el Conquistador, cuyos hechos mandaron plasmar en el lienzo que se considera el primer cómic de la historia. 

El Cantar inauguró las letras hispánicas. Inés Fernández-Ordóñez, «P» de la Real Academia y catedrática de la Universidad Autónoma de Madrid, señala que «es el primer poema épico que conservamos en su forma versificada, que no tiene una temática francesa, que nos ha llegado completo, y, además, la fuente principal para la Estoria de España, y esta para todas las crónicas posteriores». Pero no puede olvidarse que se trata de una obra de propaganda castellana frente al viejo y rígido reino de León. 

De esta manera, el Cid cobró notoriedad y pasó a formar parte del imaginario común de los españoles. Afirma Alberto Montaner, especialista en filología árabe y española, medieval y moderna, que el Campeador es «un héroe épico mesurado». Frente a Aquiles el colérico y Roldán el vanidoso, Ruy Díaz encarna una perfecta unión entre valentía y prudencia —sapientia et fortitudo—, al que siempre le sonríe la suerte —audentes fortuna iuvat—, según Montaner.  

El Cid no necesita de un Olivier que modere su arrojo o de un Sancho Panza que le grite «¡Que no, que no son los ejércitos de Pentapolín el del Arremangado Brazo ni de Alifanfarón de la Trapobana!». Mientras Sancho y don Quijote son casi dos caras de una misma moneda, el Cid es un personaje completo a cuya personalidad no le hace falta un contrapeso; Álvar Fáñez no es más que un nombre propio entre sus caballeros.

El de Vivar no se enfrenta a sus enemigos sin haber convocado antes un consejo de guerra, ni siquiera se toma la justicia por su mano cuando los infantes de Carrión vejan y maltratan a sus hijas. Se presenta como un padre y marido ejemplar, incluso en la distancia, y un modelo de caballero cristiano cuyos triunfos son gracias a Dios, y sus desaciertos, por sí mismo. Al tratarse de una «épica de frontera», como la describe Montaner, se ven casos de cierta tolerancia inconcebibles en otros contextos; el alcáyaz Abengalbón, por ejemplo, compañero de armas del Cid, representa a los musulmanes que se adhirieron a su hueste. Aunque se mantiene leal a su rey, el Cid tampoco se quita de cruzar la teofrontera para ponerse al servicio del emir de Zaragoza.

EL PASO DE LOS PIRINEOS Y EL ATLÁNTICO

Con el tiempo se añadieron más historias a, como dice Porrinas, «la imagen mutante de un mito viviente». Así, vinieron elementos inventados como la jura de Santa Gadea, en la que el Cid hacía prometer al rey Alfonso que no tenía nada que ver en la muerte de su hermano Sancho, o la victoria después de muerto, atado a su caballo como estandarte de la cristiandad y de España. Y por la fama que ganó por estos añadidos pasó el umbral de la Edad Media y el de la península. En la obra dramática del valenciano Guillén de Castro Las mocedades del Cid (1605-1615), que a su vez recogía elementos de un cantar de gesta del siglo xiv, se basó Corneille para la que se considera la primera tragicomedia francesa. No solo eso, sino que Le Cid (1636) se entiende como uno de los grandes clásicos de la literatura francesa, hasta el punto de que hay quien piensa en el país vecino que el Cid fue inventado por el dramaturgo. Es en este trajín de historias e imitaciones en el que se adhiere, para enrevesarlo más todavía, el enfrentamiento y después asesinato del padre de Jimena a manos del héroe, ya que había deshonrado al del Cid

 

El Cid de Charlton Heston.  Recoge todo lo que caracterizaba al héroe del Cantar, pero ioncide en su capacidad de reunión en moros y cristianos bajo un mismo estandarte.  

 

Esta cadena de influencias llegó hasta el siglo XIX, que, como decía Montaner, implantó un renacimiento cidiano centrado en su valor como símbolo nacional. Esto explica la profusión de representaciones del personaje en la literatura, la música —es muy conocida la ópera de Massenet Le Cid— y las artes plásticas —la estadounidense Anna Hyatt Huntington esculpió imágenes idénticas del héroe en diversas ciudades de España y América—. También se le dedica papel y pluma al otro lado del Atlántico. «—¡Oh, Cid, ¡una limosna! —dice el precito. / —Hermano, / ¡te ofrezco la desnuda limosna de mi mano! —», escribe Rubén Darío en «Cosas del Cid», dentro de Prosas profanas y otros poemas, basado en otros versos del francés Jules Barbey d’Aurevilly. Es una escena en la que un leproso le pide agua y el Cid se la presta sabiendo que puede contagiarse. Así llegamos a otra característica de este Cid, capaz de arriesgar su vida por socorrer y dignificar con sus actos a los desamparados, tan faltos de afecto. Esto podría haber facilitado su siempre buena acogida entre las clases populares, que dirían, como si también lo pensaran de sí mismos, «Dios, ¡qué buen vassallo, si oviesse buen señor!». Y más aún cuando el Campeador se atrevió a hacer jurar al rey en Santa Gadea.

DE LA GUERRA CIVIL A HOLLYWOOD

Darío inspiró a los entonces jóvenes autores de la Generación del 98, entre ellos los hermanos Machado. En su poema «Castilla», Manuel recuperaba aquella escena, que ya estaba en el Cantar, en que una niña se ve obligada a no rendir hospitalidad al Cid: «Hay una niña / muy débil y muy blanca, / en el umbral. Es toda / ojos azules; y en los ojos, lágrimas». Desesperados por buscar la esencia de España, desgajada por el desastre de Cuba y Filipinas, creyeron encontrarla en Castilla y en sus símbolos, como Rodrigo Díaz. Sin embargo, no todos los escritores se centraron en esa faceta unificadora del Cid. Rafael Alberti, marinero de la Generación del 27 y exiliado en Francia, se identifica con el Cid en Entre el clavel y la espada como desterrado, aspecto en el que también se fijará su compañera, María Teresa León, en Jimena. La dictadura de Franco —quien, en 1955, llegó a insinuar que él mismo era una especie de reencarnación de don Rodrigo, si bien un poco menos imponente— recupera el sentimiento nacionalista que podía despertar el Cid, pues se trató de justificar la Guerra Civil como una segunda reconquista. 

Anthony Mann, para su película de 1961, también juega con la misma idea. Protagonizada por Charlton Heston y Sophia Loren, bajo la supervisión de don Ramón Menéndez Pidal, el Cid dice luchar «por España». «Aprenderé a odiarte. Me he casado contigo porque era la única forma de vengar a mi padre. Nunca encontrarás amor en mí», dice Jimena o Sophia Loren, rompiendo, de esta forma, con el personaje original, tan difuminado por el mito como el propio Cid. La música de Miklós Rózsa, que bien podría recordar a la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, los idus de marzo de Julio César y el Calvario en Rey de reyes, acompaña a un Cid sabio, a quien traiciona un cristiano y salva un moro, que se enfrenta a su rey para que jure sobre los Evangelios que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano, y que, aunque sus enemigos fuesen trece veces trece, él no estaría solo. El Cid de Charlton Heston recoge todo lo que caracterizaba al héroe del Cantar, pero incide en su capacidad de reunir a moros y cristianos bajo un mismo estandarte. 

 

Mio Cid. Juglaría para el siglo XXI

 

Como un hombre-orquesta, José Luis Gómez, sillón Z de la Real Academia Española y director del Teatro de La Abadía, se convirtió en Cid, en Jimena, en niña, en el rey y, claro, en el juglar. En enero de 2021 llevó su representación del Cantar al Museo Universidad de Navarra. Allí, cabalgó a lomos de Babieca hacia el destierro, llevó a los espectadores de una escena a otra con un paseíllo por el escenario y les susurró al oído las tatarabuelas de nuestras palabras, pues toda su actuación, salvo los intermedios, fue en castellano medieval. Entre cantar y cantar confesó que también había sido un niño de los que desconchaban esquinas con espadas de madera, y que pese a sus canas el Cid seguía en él más vivo que nunca. 

 

 

EL CID NIÑO

De la película avanzamos hasta 1976 para retroceder a su más tierna infancia, porque «¡Yo también fui niño!», como se encarga de señalar la sintonía de entrada de la serie japonesa Ruy, el pequeño CidNippon Animation lo sacó de la gloriosa Edad Media californiana para convertirlo en anime, como también hicieron con la suiza Heidi, el italiano Marco, el vikingo Vickie y los estadounidenses Jackie y Nuca. Así, descubrieron a los españoles que el Cid, por ejemplo, tuvo madre, y que sus primeros enemigos fueron las ocas, y sus primeras derrotas, contra las puertas. Diego Laínez, adelantando a Darth Vader, confiesa: «Yo soy tu padre». El pequeño Ruy muestra ya las virtudes que lo catapultarán a la gloria, como la defensa de los desvalidos, reflejada en el primer capítulo al atemorizar a un abusón que perseguía a un chiquillo. El vacío de su infancia hace que le añadan un primo de nombre Álvar Fáñez, dos hermanos y una madre enfermos que tienen que partir, y un padre ausente más entregado al reino que a la familia. Obras como Oliver Twist, Ana de las Tejas Verdes o Harry Potter no hubieran sido posibles sin el recurso del huérfano, tan extendido en la literatura infantil. 


 

La serie de Jaime Lorente. Las distintas épocas han hecho con el Cid de la capa un sayo. Cada siglo ha creado de la figura el personaje que más le convenía. 


 

En la serie puede verse a un Ruy enviado a San Pedro de Cardeña —allá donde dejará, mucho tiempo después, a su mujer e hijas— para instruirse en cuentas y latines, algo que tanto Porrinas como Montaner reconocen en el Cid histórico. También el Cid se ha adaptado a los niños sin reconstruir su infancia. Ungenio Tarconi, un inventor en la serie del Pato Donald, creó una máquina del tiempo que, cómo no, falla. En lugar de enviar al sobrino del Tío Gilito a Los Ángeles de los años veinte, lo manda a la Zamora del siglo XI. No es la única vez que Disney se inspira en una obra literaria clásica, como en Los tres mosqueteros o el propio El rey león, que recrea de una manera velada el Hamlet de Shakespeare. En España, José María Plaza escribió en 2006 Mi primer Cid, que presenta una biografía novelada del personaje histórico como una adaptación del Cantar. Editado por Espasa y con ilustraciones de Ivlivs, acompaña a Mi primer Quijote y a toda la colección de Pequeña historia de… Antonio Hernández-Palacios, clásico de los cómics en España, publicó con Ikusager El Cid, una tetralogía que ilustraba la supuesta juventud del héroe castellano junto al infante don Sancho en hazañas inventadas o hechos históricos como en Las Cortes de León o La cruzada de Barbastro.  

 

DEL REALISMO AL FOLLETÍN

En los últimos tiempos, han surgido muchos y muy variados trabajos sobre el Campeador, porque, como dice Montaner, «está más vivo que nunca». Entre las novelas que lo han tenido como protagonista en estas décadas del siglo XXI, destaca Sidi, de Arturo Pérez-Reverte. Su título proviene del nombre con que los musulmanes distinguieron a Ruy Díaz y significa «señor». Y de sidi, cid. La novela recorre una pequeña parte de su destierro, en la que persigue a una tropa de almorávides o sirve al emir de Zaragoza en la guerra contra su hermano y sus aliados cristianos. El escritor cartagenero lo presenta más humano y, por tanto, con más debilidades; en román paladino, pasa más hambre. Sin embargo, mantiene muchos de los atributos que se le han añadido a la figura; por eso, pese a pelear por distintos señores, nunca rompe su juramento de fidelidad al rey Alfonso, aunque lo desterrara, y se niega a enfrentarse a él. Sigue estrictamente su código de justicia hasta llegar a ejecutar a un miembro de su hueste, paisano y pariente suyo, por haber matado en una trifulca a un aliado moro. Por su trato con los musulmanes, en concreto con Yakub, lugarteniente del emir con quien llega hasta a rezar mirando a La Meca, se le ha llamado «relato de frontera».


 

Sidi, de Pérez Reverte.  El escritor cartagenero lo presenta más humano y, por tanto, con más debilidades; en román paladino, pasa más hambre. 

 

 

Casi al mismo tiempo que el Cid perezrevertiano, hermanastro de Diego Alatriste o Lorenzo Falcó, surge la serie El Cid, producida por Amazon Prime Video y estrenada a finales de 2020. La serie retoma la adolescencia que había comenzado a reconstruir Hernández-Palacios en sus cómics, pero partiendo de un Ruy (Jaime Lorente) recién llegado a la corte y que va haciéndose hueco entre los escuderos. El Cid lorentino se presenta todavía más humano y, por tanto, con más debilidades, no ya en la batalla sino en los deseos carnales. Estando Jimena en León, y aunque ya había roto su compromiso con Orduño, Ruy Díaz sucumbe a los encantos de Amina, la hija del emir de Zaragoza, a pesar de que se le avisara de los peligros que podría conllevar. No obstante, mantiene algunas características tradicionales del Cid, como su rectitud  para cumplir el juramento al rey, que se ve claro cuando lo salva de un atentado seguro, o su relación con los musulmanes. Por eso, y por no ser derrotado en campo abierto, el astrólogo Abu Bakr cree que tiene barakah, o bendición de Alá, lo que en español medieval se entendía como auze, fortuna. 

Se podría decir que las distintas épocas han hecho con el Cid de la capa un sayo. Cada siglo ha creado de la figura el personaje que más le convenía. Su mujer comenzó a hilar la leyenda para justificar sus derechos sobre Valencia; el Cantar presentó al castellano común el ideal de esposo, padre, cristiano y caballero al que acompañaban la suerte y la valentía tanto como la prudencia y el saber; los añadidos posteriores trataron de adornar con invenciones las hazañas del héroe, así como su capacidad de pedir cuentas al poder civil; mucho tiempo después, ya en el siglo XX, en España lo tomaron unos como símbolo de su victoria, y otros, de su derrota, y en Hollywood insistieron en su trato con los musulmanes para articular un discurso pacifista en medio de la Guerra Fría; Pérez-Reverte quiso ahondar en la razón y en el realismo para explicar su perfecta imperfección; y Amazon, por su parte, lo convirtió en un joven imberbe que podría salir en Merlí. En definitiva, el Cid es una muñeca rusa, en cuyo interior se oculta el que existió, y en el exterior, el que muchos hubiesen querido que existiese. 

 

El camino del Cid

 

A partir de la vida del Cid histórico, se creó en el año 2002 el Camino del Cid, que recorre muchos de los lugares por los que pasaron el Campeador y su hueste —Zaragoza, Almenar, Tamarite— y que se añade a otros caminos como los de Santiago y de la Vera Cruz de Caravaca. La idea parte de lo que Ramón Menéndez Pidal y su esposa, la profesora María Goyri, se propusieron en su viaje de novios: la reconstrucción de los pasos de Rodrigo Díaz. El sabio polígrafo, director de la Real Academia Española durante casi cuatro decenios, sigue siendo una figura imprescindible en el estudio del personaje, sobre el que escribió obras de tantísima influencia como La España del Cid (1929) o Historia del Cid (1942). Fue tal su aportación que, cuando Hollywood quiso producir la película, recurrieron a su sapiencia.


 

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