Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El horror provocó el vacío. El arte ocupó la vida.



 

Cuando el escultor judío Shelomo Selinger cuenta su vida, no empieza con un recuerdo, sino con el olvido. Apenas tenía 17 años tras el final de la Segunda Guerra Mundial y Selinger era un hombre sin memoria. Decrépito, famélico, hundido. La violencia y el horror vivido en nueve campos de concentración nazis le habían dejado completamente amnésico. Durante años fue una persona sin pasado, un árbol hueco, hasta que conoció en Israel a Ruth Sapirovsky, la mujer que le abrió a la belleza y al arte. Con ella a su lado, el martillo y el cincel consiguieron tallar en la piedra las imágenes de un trauma que había dormido oculto.
 
 

Texto: Guillermo Rivas Pacheco [Com 11] Fotografía: Teresa Suárez Zapater

 


«Es terrible encontrarte en el infierno con catorce años». Quien dice esto tiene 92 y el cuerpo macizo como un martillo. El escultor Shelomo Selinger lleva casi siete décadas tallando el granito para dar forma a su memoria y al testimonio de su existencia: la de un superviviente del Holocausto que llegó a pasar por nueve campos de concentración nazis. 

En los dos talleres que Shelomo Selinger tiene en París se almacena una obra tan extensa que la vista se enreda en un bosque de esculturas. Y, aunque los materiales son muy distintos —granito, mármol, bronce—, la mayoría representa figuras humanas casi de tamaño natural, erguidas como los tótems de los indígenas americanos: «Porque creo que, mientras sigamos en pie, seremos eternos», dice Selinger

Los primeros años de su vida tuvieron como escenario un lugar no muy alejado de los hitos del terror nazi. Nació en 1928 en Jaworzno, Polonia, una ciudad a poco más de veinte kilómetros de otra que en polaco se llama Oswiecim y en alemán Auschwitz. Tras la invasión, en 1942, toda la familia fue enviada al gueto de Chrzanów, donde se hacía la selección de quienes iban a ser exterminados rápidamente por el gas o poco a poco por el trabajo. «A mi padre y a mí nos mandaron al campo de Faulbrück, mientras que mi madre y mis dos hermanas acabaron en Auschwitz», relata. 

 

En el primer piso de su estudio, entre el catre y una botella de vodka, el artista encuentra reposo | Teresa Suárez

 

En Faulbrück, su suerte no fue mucho mejor. Tres meses después de llegar, los nazis asesinaron a su padre introduciéndole un tubo de agua por la boca. Por este procedimiento atroz, lo hincharon hasta que su cuerpo se colapsó. Selinger tenía entonces 14 años y se acababa de quedar solo en el mundo: «Yo no conocía mucho a mi padre —explica— porque antes de la deportación él solía estar muy ocupado trabajando en su negocio de telas. Pero durante el poco tiempo que compartimos en el campo de exterminio, me dio lecciones para la vida. Veías a padres que se peleaban con sus hijos por la comida mientras que el mío me daba la suya».    

Faulbrück, Markstadt, Fünfteichen, Gross-Rosen, Gröditz, Flossenbürg, Dresde, Leitmeritz y Theresienstadt. Mützen ab! En el taller del artista, a veinte minutos al sudeste de la Torre Eiffel, los fantasmas del Holocausto se alinean frente a sus barracones. Selinger recrea el gesto de quitarse la boina esbozando la orden que los oficiales alemanes les gritaban. Entre 1942 y 1945 el escultor pasó por nueve campos de concentración, en un huida al oeste obligada por el avance de las tropas soviéticas. Con cada nuevo revés en el frente de batalla, los nazis vaciaban los campos para no dejar testigos vivos y trasladaban a los prisioneros sanos hacia un nuevo destino. Fueron las llamadas «marchas de la muerte»: columnas de presos decrépitos que cruzaban el territorio alemán bajo la amenaza de ser fusilados si se paraban. «En esos momentos —recuerda Selinger— ni se nos pasaba por la cabeza intentar huir. Estábamos en mitad de Alemania; nadie nos habría ayudado».    

A pesar de las derrotas, el genocidio nazi continuaba con una precisión «excepcional», apunta Selinger, que rememora cómo, a la llegada a los campos, los deportados dejaban de tener nombre y apellidos para ser números: «Porque había que contarlo y clasificarlo todo. Así sabían cuántos morían y cuántos prisioneros nuevos necesitaban». Cuando los campos se desbordaban, los nazis aplicaban aún con más rigor su máxima del Vernichtung durch Arbeit, exterminación por el trabajo. Por la tarde los forzaban a hacer sentadillas y a los que no se podían levantar los disparaban a bocajarro. 

Para sobrevivir había que contar, además, con el humor de los kapos, los prisioneros judíos que se encargaban de vigilar a sus propios compañeros: «En una ocasión, un kapo me ató a una mesa para castigarme. Me tenía que dar veinticinco latigazos pero me dijo: “Tú grita fuerte, como si te diera, que yo golpeo al suelo”. Y eso hizo». Selinger se había convertido en el espectador de una vida, la suya, donde cada nuevo día era un milagro y un azar: «Porque ese mismo kapo había matado a otros prisioneros». 

 

 

Sin identidad, hambrientos, reducidos a la esclavitud, en el engranaje nazi, los presos solo podían preocuparse de su propia supervivencia, haciendo de la solidaridad un bien escaso. Sin embargo, Selinger no olvida que, incluso en las peores circunstancias, hubo personas que conservaron su humanidad: «Siempre que estuve al límite de mis fuerzas apareció alguien que me mantuvo con vida, ya fuera compartiendo su ración de sopa conmigo o desobedeciendo una orden». 

Después de una última marcha de la muerte, Selinger llegó a Theresienstadt. Se liquidaba la Segunda Guerra Mundial y Selinger era un cadáver. Cuando los soviéticos liberaron el campo, un médico judío del Ejército lo encontró inconsciente sobre una pila de cuerpos y comprobó que todavía tenía pulso: «Ese hombre me ingresó en un hospital militar, donde fui el único deportado entre los heridos, y se desvivieron por salvarme», relata. Cuando se recuperó, Selinger era una persona libre pero sin recuerdos debido a la amnesia. Un pariente lejano que salía del mismo campo lo reconoció y le devolvió su nombre: Shelomo, Salomón en hebreo, que significa pacífico. Con su familiar viajó a Praga y después a Francia. Allí se embarcó en un navío clandestino que la Brigada judía del Ejército inglés estaba organizando para conducir a los supervivientes del Holocausto a Israel.

 

LA VIDA NUEVA DE UN HOMBRE AMNÉSICO

Cae la tarde en el estudio de Selinger, una salita en el primer piso de su taller donde el artista parece haber reunido todo lo necesario para reponerse de sus frenéticas jornadas de trabajo: un catre y una botella medio vacía de vodka polaco Zubrówka. Aquí duermen también, dibujadas a carboncillo en grandes láminas, sus pesadillas de los campos de concentración. Selinger lleva muchos años reflejando el horror que su memoria almacena. Y, sin embargo, fue su ausencia de recuerdos la que le permitió seguir viviendo tras la liberación.   

«La naturaleza me dio la maravillosa oportunidad de reconstruirme». A su llegada a Israel en 1946, Selinger entró en un kibutz y se puso a trabajar en la carpintería. En esa época conoció a la persona que, desde entonces, ha estado a su lado: su mujer, Ruth Shapirovsky. Su primera obra fue una artimaña para seducirla. «Le tallé mi autorretrato en una corteza de árbol y se lo regalé, para poder estar todo el tiempo con ella. En ese sentido, no le dejé donde elegir», bromea. Por mucho que Ruth pudiera fijarse en otros hombres, Shelomo siempre estaba ahí. Y concluye: «Yo era una tabula rasa, un vacío por llenar, y esa mujer me abrió a la belleza: la literatura, la poesía... y la escultura. De este modo, el arte ocupó mi vida». 



Selinger dibuja a carboncillo los  recuerdos sobre los campos de exterminio que le asaltan en sueños | Teresa Suárez

 

El amor le llevó a la escultura y esta le sacó de la amnesia. Con solo dieciocho años, en 1946, Selinger era un hombre sin pasado que apenas alcanzaba a rememorar su infancia. Como el naciente Estado judío, solo podía mirar hacia el futuro. Sin embargo, a principios de los cincuenta otro tipo de imágenes empezó a asaltarle por la noche: pesadillas de tortura y trabajos forzados, «aunque casi nunca hablaba del tema con mi mujer», afirma. Pero llegó a sus oídos que un paisano había emigrado a Israel y fue a visitarlo. El señor Dobrosner no solo conocía a Selinger desde pequeño; también había compartido su sufrimiento hasta el campo de concentración de Gross-Rosen. Su vecino le contó quién era Shelomo Selinger —un niño feliz, sonriente y alegre— y qué le había ocurrido a su familia.

Al mismo tiempo que sus recuerdos tomaban forma, Selinger se iniciaba en el mundo de la escultura, aprendiendo a tallar de manera autodidacta. Un amigo que había vivido en París le animó a probar suerte en la Escuela de Bellas Artes de la capital francesa y le recomendó para trabajar en el taller del escultor Marcel Gimond, reconocido en Francia por sus bustos de políticos y artistas. Selinger admite que antes de la guerra no tenía una predisposición especial hacia el arte o el trabajo manual, pero durante su encierro en los campos nazis descubrió su sensibilidad: «En Gross-Rosen y Flossenbürg sobrevivía entre piojos, tortura y muerte, pero los paisajes de alrededor tenían una belleza desmoralizadora. ¿Cómo era posible algo tan hermoso tras las alambradas y las torres de vigilancia? Eso no podía ser real». 



Shelomo Selinger llegó en 1956 a París, donde ha abierto dos talleres. Sus esculturas, más de ochocientas creaciones, constituyen un himno al amor y a la vida | Teresa Suárez

 

Se instaló con su mujer en París en 1956. Allí continuó aprendiendo, esta vez del Museo del Louvre, el Museo del Hombre y el de las Artes Asiáticas. Pero su epifanía artística le llegó en una visita a las cuevas de Lascaux: «Yo estaba tan emocionado con los dibujos de las paredes que el guía me llevó a ver la única representación humana». Aquellas líneas simples y superpuestas de las pinturas rupestres marcaron para siempre su forma de entender el arte. «En esa época dudaba entre el academicismo y el vanguardismo, pero Lascaux me enseñó que el arte no es progresión. Ya de entrada, vanguardia es un término militar», comenta Selinger.

Sin embargo, durante sus primeros años de escultor, la situación económica de la pareja era tan precaria que Selinger empezó a tallar las piedras que encontraba en las obras de la periferia de la ciudad, sobre todo granito, que se convirtió en su material preferido. «Muchas veces me he preguntado cómo puede ser que me guste trabajar una piedra tan dura. Y creo que es porque su dureza contrasta con la fragilidad del ser humano», señala Selinger. Ese uso del granito hace que sus esculturas recuerden al arte de los egipcios o de los sumerios, pero también se percibe en su obra la influencia de sus contemporáneos: el hieratismo de Alberto Giacometti, la contundencia de Jean Arp, el cubismo de Ossip Zadkine. A lo que Selinger añade también un elemento que se trajo de Israel: la luz de Jerusalén, una luz especial, «misteriosa», según él, que «todas las civilizaciones que se han establecido ahí han entendido». 

 

DAR TESTIMONIO DE LA VIDA Y DE LA BARBARIE

Tras sufrir el Holocausto, Shelomo Selinger tuvo que combatir en 1948 en la Guerra de Independencia israelí, donde se reencontró con el lado más salvaje de la condición humana. Selinger formaba parte de un batallón de lanzacohetes «muy básicos» y, al ir a atacar una fortaleza, una de esas armas explotó en las manos de uno sus compañeros. «Yo había vivido rodeado de muertos y no sufrí ni una herida. Entonces empecé a preguntarne para qué estaba en este mundo», dice Selinger. Por eso, cuando en 1973 se presentó al concurso internacional de escultura en homenaje a los deportados del campo de Drancy, en París, estaba convencido de que lo ganaría. 

La escultura que concibió para el memorial son en realidad tres bloques de granito pardo alzados frente a un tren de deportación. A ambos lados, dos arcos abrazan a la figura central formando las puertas de la muerte. Porque Drancy era la antesala de Auschwitz para los judíos detenidos en Francia. Además, toda la obra recoge una simbología religiosa muy fuerte: desde lejos, el conjunto recuerda a la letra hebrea shin (W), que se coloca a la entrada de las casas judías. Al pie de la escultura, siete escalones, como los siete niveles del purgatorio, guían hacia el bloque central: compuesto, a su vez, por diez caras, representación del minyán o número mínimo de personas necesarias para recitar los rezos importantes en el judaísmo.    



Con 92 años, Shelomo Selinger sigue labrando el granito todas las mañanas con la esperanza de hallar su obra maestra | Teresa Suárez

 

«Solo soy un hombre, una persona limitada; por eso creo que al esculpir sirvo de canal de algo más grande, que expresa posibilidades ilimitadas». Para Selinger, hay algo místico en su manera de trabajar: «Cuando me levanto por la mañana, me falta tiempo para ir al taller, porque tengo miedo a perderme mi gran obra de arte». Selinger cree que este comportamiento es atávico y que le viene de un bisabuelo, un judío muy piadoso que todas las mañanas iba temprano a la sinagoga a esperar la llegada del Mesías.   

Con sus manos de gigante y su cuerpo compacto, cuando Selinger empuña el cincel, da la sensación de que va a desfigurar a alguna de sus estatuas con un mal golpe y, sin embargo, mueve la mano como el vuelo de un colibrí, eléctrico y preciso. «Los místicos siempre se han preguntado en qué parte del cuerpo habita el alma: yo creo que la mía se encuentra en mis dedos». Durante toda la conversación, Selinger no deja de utilizar metáforas religiosas para explicar su obra, a pesar de lo cual, confiesa ser ateo: «Pero las Escrituras me sirven para pensar mi trabajo». Por ejemplo, la definición de su arte se inspira en el Libro de los Reyes (19, 11-16): «Ahí se dice que, en el desierto, la palabra divina está hecha de silencio. Y, para mí, la escultura es un lenguaje de silencios, de transición entre luces y sombras». 

En los testimonios de las víctimas del Holocausto se suele mezclar la alegría de estar vivo con la culpa de sobrevivir. A menudo son los únicos de su familia que se salvaron. En el claroscuro del atardecer de su estudio, Selinger se señala el corazón: «Están aquí, porque el ser humano es como un caracol, siempre lleva la casa encima». Si sus padres fueron la fuerza para salir adelante en aquellos campos de acabamiento, el arte le permitió dejar constancia de que lo que había sufrido era real: «Mi memoria es más útil cuando sirve al arte», afirma. Y usa el ejemplo de un pintor español para apoyar su tesis: «Puedo dar muchas charlas en colegios sobre mi experiencia, pero yo no supe nada de las masacres de Napoleón en España hasta que conocí a un artista como Goya».  



En 1973, Selinger ganó el concurso internacional para levantar un monumento conmemorativo del campo de Drancy. Trabajó durante dos años en su primera gran obra monumental, que se inauguró en 1976 | Teresa Suárez

Este hombre sensible, pequeño y de rostro casi pétreo, se revuelve, sin embargo, contra su propio discurso, como si no quisiera limitar su experiencia vital al sufrimiento de los campos de concentración: «Es innegable que el Holocausto es mi aproximación dolorosa al arte —dice—, pero no es mi razón de existir. Amo la vida, mi escultura es un himno a la vida».  Y quizá, una vez más, la fuente de esa alegría haya que buscarla en sus ancestros jasiditas: «Una corriente del judaísmo de personas muy creyentes pero que también cantan y beben vodka porque no todo va a ser sufrir». Quizá por eso también titula sus esculturas con nombres como La danza, La caricia o El beso.  

Cuando acude invitado a colegios y universidades, Selinger espera que los alumnos retengan una idea fundamental: que el ser humano es «posible» porque aun en las peores circunstancias, siempre podemos mantener la dignidad frente a la violencia. Pero sin ilusionarse demasiado, «porque nunca hay que confiar o disolverse en la masa, que no piensa, no tiene cabeza, te arranca el corazón y hace de ti un criminal. Nunca dejen que un grupo anule su personalidad. Piensen siempre por sí mismos».

 

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