Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

—Hi, Dave! ¿Te paso con mamá?

Texto: Ana Eva Fraile [Com 99]. Fotografía: David Hornback

Este es Patrick. Tiene siete años. En cuanto suena el riiin, Liz y él echan a correr por el pasillo para descolgar primero. Hoy ha ganado Pat. Cuando David Hornback (Los Ángeles, 1962) vuelve sobre las instantáneas que tomó en la adolescencia, ve las raíces del género con el que aún disfruta como un niño: la «street photography». Una llamada que le lleva a sus orígenes. En las páginas de «Where the Hell is Wichita?», sus hermanos y sus padres respiran, comen, hablan, duermen, juegan eternamente jóvenes. Su primer libro se publicó en 2020, pero las imágenes de Hornback pueblan los periódicos de Norteamérica y Europa desde mucho antes. El terremoto de San Francisco, por el que su equipo ganó el Premio Pulitzer en 1990, y la caída del Muro de Berlín son dos hitos de su carrera. Sin embargo, la esencia de su trabajo late en tres palabras: «slices of life». Fotografía para proteger del tiempo los instantes, pequeños y fugaces, de la vida cotidiana. 


La conversación que no cesa. Patrick en 1978 subido a un cajón abierto para poder hablar desde el teléfono de la cocina.

 

A los quince años David Hornback se convirtió en un cazador de momentos. Aparecía con sigilo, disparaba y luego se desvanecía en la jungla de su casa o se agazapaba en el jardín. Cuando dejó Wichita para ir a la Universidad de Kansas, aquellas fotos de su familia hibernaron casi dos décadas en el ático de sus padres. Hasta que durante una visita encontró las viejas cajas en las que había guardado los negativos y las hojas de contactos. Entonces descubrió un pasaje a otro mundo, como Alicia a través del espejo.

David Hornback vuelve a ser Dave al mirar esas fotografías. Recuerda cada detalle de cada instante. Anne, su hermana mayor, se cepilla el pelo antes de una cita; en la cocina, Mom le cuenta, con la suave luz de la tarde, cómo cose las colchas de patchwork; Dad se queda dormido delante del televisor después del trabajo; John practica golpes de boxeo con un amigo en el porche; Paul cuenta uno de sus chistes; Joe recrea el triple del último partido de baloncesto; Liz y Patrick juegan al escondite en el patio… «Todavía puedo sentirlos, puedo escuchar sus voces y dialogar con ellos», relata. 

¿Quieres bailar? Liz muestra su vestido nuevo antes de participar en su primer baile. Apenas podía caminar porque los zapatos le quedaban demasiado grandes.

Su familia se mudó a esta ciudad en el corazón de Kansas, «en medio de la nada», cuando él tenía cinco años. Su padre, Terry, dejó de limpiar sistemas de ventilación para diseñar aviones porque le ofrecieron un puesto de ingeniero en la compañía Cessna. Aunque a su mujer, Nancy, le encantaba vivir cerca de la costa de California, él —como explica Hornback— «prefirió Kansas, un estado más conservador y religioso, para criar a sus hijos».

Hoy la casa de Wichita ya no es su casa. Sus padres han fallecido. También el pequeño, Patrick. Fue en mayo de 2022, pero a Hornback le cuesta hablar del protagonista de tantos recuerdos. Sus otros cinco hermanos han echado raíces en diferentes rincones del país. Y él reside en Europa desde 1990. Sin embargo, el ayer continúa palpitando en blanco y negro. «A través de las fotos, el pasado es más bien un momento presente, tan vivo y real», matiza. Entonces David era un estudiante de secundaria que no se preocupaba por el futuro.

Del revés. Patrick tumbado en el suelo del porche y Sparky, la mascota de la familia, en el banco. No parece importarles haber elegido el lugar equivocado.

La siesta. Joe y Paul duermen tras un partido de baloncesto. Joe era el rebelde, siempre cuestionándolo todo, y Paul derrochaba sentido del humor. 

Once para siempre. Liz sopla las velas de su undécimo cumpleaños en 1980. Fue una de las últimas celebraciones que David inmortalizó antes de emanciparse ese mismo año.

Adiós. Patrick en la tumba de un pájaro herido que habían encontrado unos días antes. Intentaron curarlo, pero no lo consiguieron.

Una tarde a mediados de los setenta, sacó un retrato de un árbol en el jardín trasero con la cámara Kodak Instamatic 126 que le regalaron por su duodécimo cumpleaños. Al cabo de unos meses, al salir a jugar, solo encontró hierba donde debería de estar el tronco. ¿Cómo es posible —pensó— que el árbol se haya ido pero aún exista sobre el papel? Comprendió así el poder de la imagen y se lanzó a fotografiar a todas las personas que amaba para salvarlas, mágicamente, antes de que también desaparecieran. 

Capturar la fugacidad del tiempo pasó de un juego a una obsesión: «Quería congelar esos instantes cotidianos porque de alguna manera los hacía inmortales». Mientras en su cabeza borboteaban los grandes porqués, entre 1977 y 1980, aquel adolescente se dedicó a atrapar la luz, «esas fracciones de segundo donde ocurre la vida casi sin darnos cuenta», confiesa en la actualidad.

Su mirada, ingenua e inocente, remedaba a los mapaches. Se dice que el antifaz de pelo oscuro mejora su visión. Herederos de esa creencia, los wichita tatuaban sombras alrededor de los ojos de los jóvenes de la tribu para protegerlos del brillo del sol. Hornback se resguardó detrás de una caja negra y desafió en duelo al reloj: quería salvaguardar lo que él llama slices of life, los pequeños momentos, o rebanadas de realidad, que configuran cada historia personal.

Cuerpo a tierra. Varios hermanos y un vecino ayudan a reparar el camión Plymouth 1940 de su padre. Terry trabajaba muchas horas, incluso compaginó tres trabajos, para sacar adelante a sus siete hijos.

Enjaulado. Paul quería ser arquitecto e ideó varios fuertes y casas en los árboles, donde jugaba con sus hermanos. También fabricó esta jaula de conejos. 

El niño cebra. En una de sus expediciones fotográficas por la casa, David descubrió a su hermano Patrick dormido en el porche junto al bebedero de Sparky. Envió la imagen a un concurso de Kodak y ganó el premio: una medalla de oro y cien dólares.

EL PULITZER QUE SALE A LA CALLE A JUGAR

En el instituto asistió a su primer curso de fotografía y desde entonces la cámara es un apéndice que cuelga del hombro derecho de David Hornback. Su mano izquierda rodea el objetivo, siempre lista para enfocar. Estudió Fotoperiodismo en el campus de Lawrence y en 1984 le concedieron el premio al mejor fotógrafo universitario de los Estados Unidos. Con veintiún años hizo su primer encargo para National Geographic y destacaron en portada una de sus imágenes de la pantera de Florida.

Durante un viaje a Berlín Occidental, le cautivó la ciudad y vivió dos años a ese lado del Muro. En 1988 regresó a Norteamérica. Después de una etapa freelance en Tucson (Arizona), se trasladó a California, donde el San Jose Mercury News le contrató como reportero gráfico. El 17 de octubre de 1989 un terremoto de 6.9 sacudió el centro de San Francisco y Hornback se enfrentó con veintisiete años a uno de los episodios más reveladores de su carrera. De entre las ruinas apocalípticas de la bahía, decidió poner el foco en la persona. Por ejemplo, aquel hombre que dormía dentro del coche en la montaña porque no soportaba estar bajo un techo. Había visto cómo su casa se derrumbaba y Hornback estuvo ahí cuando entró temblando en su hogar para recoger lo que se había salvado.

Despensa de recuerdos. Mom y Liz cenan tarde en la cocina. Su madre falleció en 2012 y su padre en 2015. No llegaron a ver el libro Where the Hell is Wichita?, pero David les regaló muchas copias de las fotografías cuando redescubrió los negativos.

Día y noche a lo largo de tres semanas, el equipo del Mercury News —del que también formaban parte sus colegas Mike Rondou, Judy Griesedieck, Jason Grow y Karen Borchers— se volcó en contar qué ocurría en la vida de quienes habían sufrido una experiencia tan traumática. Esa detallada cobertura de la catástrofe les hizo merecedores en 1990 del Premio Pulitzer, el galardón periodístico más prestigioso. Hornback se enteró de la noticia en Europa. Apenas veinte días después del seísmo, decidió tomar un vuelo hacia Berlín para dar testimonio de cómo el Muro se tambaleaba. 

Desde una terminal neoyorquina telefoneó a Bryan Moss, entonces director de fotografía del periódico, para disculparse por huir sin consultarle. Hornback le explicó que no podía perderse el mayor acontecimiento de la década. Su jefe le respondió con un largo silencio. Luego soltó una carcajada. «No te preocupes. Te cubro la espalda. Haz buenas fotos», le dijo. La frontera de hormigón armado que había partido la ciudad durante veintiocho años empezó a caer el 9 de noviembre. Hornback llegó al día siguiente, a tiempo para presenciar cómo los alemanes del Este cruzaban al otro lado de la Potsdamer Platz. Su objetivo puso el énfasis de nuevo en la intrahistoria con el reencuentro de tres generaciones de una misma familia.

Preparándose para la cita. Anne se cepilla el pelo en su habitación antes de salir un viernes por la tarde de 1979. Un año antes, la hermana mayor, en lugar de llamar a un fotógrafo profesional, pidió a David que le hiciera unos retratos. Él, que solo tenía dieciséis años, se alegró mucho. 

Fue en Berlín donde David Hornback comenzó a modelar el proyecto titulado Where the Hell is Wichita? En 1999 se trajo de vuelta a Europa los negativos que habían permanecido ocultos, también de su propia memoria. Las imágenes del terremoto de Loma Prieta y del Telón de Acero inmortalizaron acontecimientos para la historia; sin embargo, el tesoro escondido en el ático le ayudó a construir su historia. Allá donde vivió —fuera Berlín, Sevilla o Bilbao— siempre le había perseguido, como una sombra, «la sensación de que lo que ve en una fotografía está vivo en otro lugar». Y en aquellas cajas olvidadas encontró las respuestas a sus porqués.

Después de cuarenta y dos años de trayectoria profesional, de haber colaborado con un gran número de revistas, agencias y periódicos norteamericanos y europeos, de haber cultivado casi todos los géneros, lo que más le gusta hacer a Hornback es lo que hacía de niño: salir a la calle para jugar, explorar el mundo como si lo descubriera por primera vez. En aquella forma de mirar se encontraba la base de la street photography, de la que es un referente. 

Halo mágico. Patrick con una bengala el 4 de julio de 1978 detrás de la casa. Sus hermanos también le ayudaban a David a experimentar con la luz de una linterna.  

Rezando juntos. La familia reunida para la cena de Acción de Gracias en 1980. Papá preside la mesa y dirige las oraciones. Duncan, el novio de Anne, había venido desde Colorado a visitarlos.

Shhh… Patrick protagonizó muchas de las imágenes de David. Cocinando en el barro, durmiendo la siesta en la mesa de pícnic del patio, bloqueando las escaleras para que nadie pudiera subir o escondiéndose en un cubo de basura mientras jugaban. 

En la actualidad, David Hornback vive en Bilbao, donde da clases en la escuela de fotografía Blackkamera. Él y su mujer, Erika Barahona, son cómplices mutuos en la gestación de sus proyectos artísticos propios. Ella dirige el departamento de Fotografía del Museo Guggenheim de Bilbao, donde trabaja desde hace veinticinco años, y le aporta una perspectiva única. Hornback no tiene secretos. Disfruta compartiendo lo que sabe en conferencias y talleres. Durante estos años, sus ojos se han curtido. Por eso, cuando regresa a la tierra donde creció, ya no siente la necesidad de escapar: «Antes aborrecía esa nada, ahora la he vuelto a redescubrir». Su hijo, Otto, conoce bien los escondrijos donde su padre se refugiaba en la infancia. Visitó Wichita por primera vez en 2002, con solo ocho meses, y juntos pasaron allí unas semanas cada verano hasta 2015, que murió el abuelo Terry. Mientras ordenaban la casa, Otto recorrió todas las habitaciones con una cámara de fotos. «¿Acaso no somos una colección de recuerdos?», sugiere Hornback. De sus orígenes, conserva lo esencial, algo que iluminó su mirada de manera espontánea. Curiosidad, amor y belleza a través de un objetivo de 50 mm. 

Perdiendo la cabeza. Patrick de pie dentro de la ventana del viejo cobertizo. Como un cazador, David acechaba a sus hermanos para capturarlos: mientras estaban haciendo algo, disparaba sin que ellos le vieran. 

¡Basta! Mom rehuía la cámara de su hijo. David coleccionaba máquinas viejas que conseguía en ventas de garaje, pero la que entonces solía usar era una Mamiya Sekor con película de 35 mm. 

El sabor de la vida. Las especias de Mom alineadas en los estantes de la cocina. Tenía una gran colección y las utilizaba todas. Le gustaba usar los botes viejos.

Diáspora de deseos. Los pompones blancos de diente de león cubrían algunos veranos,  de la noche a la mañana, el jardín delantero de la casa. David intentó capturar las semillas que salían volando mientras Paul soplaba. Ellos eran los encargados de cortar el césped, pero no siempre lo hacían bien. 


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