Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Jon Fosse escribe lo indecible

Texto introductorio: Redacción NT. Texto entrevista: Merve Emre, The New Yorker © Condé Nast. Fotografía: Alamy y Eyevine/Contacto/David Levene

El nobel de Literatura 2023 empezó a escribir porque le daba miedo leer en público. Su voz adolescente encontró refugio en las otras palabras. Desde ese lugar seguro, secreto, solitario, que habita dentro de él, escribe cinco décadas después. O deberíamos decir escucha. Porque Jon Fosse (Noruega, 1959) no imagina a sus personajes, sino que los siente como sonidos que se acercan entre sí, que se unen en una canción. Sus obras exploran los límites del discurso y hablan en un lenguaje singular. «¿Y qué oyes entonces, si escuchas con suficiente atención?», se preguntó Fosse ante la Academia Sueca de Estocolmo. «Se oye el silencio —respondió—. Y, como se ha dicho, solo en el silencio se puede oír la voz de Dios. Tal vez».


FOTO PRINCIPAL: Eyevine / Contacto / David Levene

 

Un día de 1966, un niño se resbaló en el hielo. Cayó sobre el suelo del patio de la granja familiar, en un pequeño pueblo de Noruega. El niño, que tenía siete años, cargaba una botella de zumo de frutas, que se rompió, y uno de los cristales le cortó una arteria de la muñeca. Sus padres se apresuraron a llevarle al médico, y en el coche, a medida que se desangraba, el pequeño Jon Fosse se vio a sí mismo desde fuera. Ese fue el inicio de su literatura.

Nació en Haugesund en 1959 y ha contado muy poco sobre sí mismo, además del accidente: que en la adolescencia componía canciones, que quería ser guitarrista de un grupo de rock y que tocaba el violín. En su discurso de recepción del Nobel, en diciembre de 2023, recordó una anécdota significativa. «Cuando estaba en secundaria, sucedió sin previo aviso. El profesor me pidió que leyera en voz alta y, de la nada, me invadió un miedo repentino. Me levanté y salí corriendo de la clase». Ese pavor a hablar —que todavía le acompaña— le llevó irremediablemente a escribir.

Estudió Filosofía en la Universidad de Bergen —después de un breve flirteo con la Sociología— y su desarrollo intelectual estuvo marcado por cierta clase de anarquismo cercano al movimiento hippie. Más tarde también cursó Literatura Comparada. Desde su primera novela (Rojo, Negro, de 1983) escribe en nynorsk, que es la gramática del dialecto minoritario del noruego, el propio de la zona rural de sus padres. Durante treinta años compaginó su faceta de dramaturgo con los trabajos de periodista y docente. Se casó dos veces en esa época, aunque no han trascendido demasiadas noticias de su entorno familiar. Lo que él sí ha referido en repetidas ocasiones fue su cambio de vida en 2012. El año anterior se había casado con la traductora eslovaca Anna Fosse. Tocó fondo en una crisis de alcoholismo de la que salió gracias a su esposa y que le llevó a convertirse al catolicismo de ella. A partir de entonces despuntó su literatura de madurez, lo que llama la «prosa lenta», y empezó a sonar su nombre en las quinielas del Nobel. Su obra magna, Septología, está muy influida por su conversión. Es una novela autoficcional de casi ochocientas páginas publicada en tres volúmenes que constan de siete partes: El otro nombre (Septología I-II), de 2019, Yo es otro (Septología III-IV), de 2020, y Un nuevo nombre (Septología V-VII), de 2021.

Su obra se ha traducido a cincuenta idiomas y ha recibido toda clase de reconocimientos, como el Ibsen o el Premio de Literatura del Consejo Nórdico, y fue finalista del Booker. El más peculiar de sus honores es el Grotten, que le concedió el rey Harald en 2011. Consiste en una residencia vitalicia, aderezada con una ayuda financiera mensual, dentro del recinto del Palacio Real de Oslo. Noruega paga a Jon Fosse y le da una casa para que siga escribiendo. Hasta ese punto resulta mítico el personaje en su tierra natal.

Cuando la Academia sueca le concedió el Nobel, la cultura hispanohablante se sintió confundida. No era para menos: Fosse ha sido, hasta este galardón, un perfecto desconocido en nuestro idioma. De sus setenta títulos publicados entre novelas, obras de teatro, ensayos, poemas, cuentos y libros infantiles —a los que llama «para todas las edades» porque cree que los mayores deberían leer libros de niños—, solo se han traducido al español Septología, Trilogía y Mañana y tarde, todas en una pequeña editorial independiente, De Conatus

A pesar del interés internacional que el Nobel ha despertado por la figura de Jon Fosse, lo cierto es que su vida sigue siendo una incógnita, y no parece que este escurridizo escritor que apenas concede entrevistas tenga ningún interés en hablar de sí mismo más que lo que ya ha publicado en el lenguaje críptico y poético de sus libros. Para acercar a los lectores de Nuestro Tiempo su forma mística de entender la literatura, hemos traducido al español por primera vez esta larga entrevista publicada originalmente en la revista The New Yorker en noviembre de 2022 con el título «Jon Fosse’s Search For Peace». 


La búsqueda de la paz de Jon Fosse

Texto: Merve Emre, The New Yorker © Condé Nast

El fiordo de Hardanger, el segundo más grande de Noruega, esculpe su camino desde el mar del Norte hacia las lejanas montañas de Vestland. Más o menos a la mitad del fiordo, donde la luz de la costa es oscura y pone reflejos de plata a la oscuridad del agua, se alza el pueblo de Strandebarm. Es el hogar de la Fundación Fosse, una entidad dedicada a Jon Fosse —novelista, ensayista y uno de los dramaturgos contemporáneos más representados de Europa—, que nació allí en 1959. Los miembros de la fundación se reúnen en una capilla pequeña y gris con vistas a la bahía del puerto; una catarata se despeña desde la pared de piedra negra. Más abajo, junto al camino, hay dos edificios blancos: la casa en la que creció Fosse, donde su madre todavía vive, y la que perteneció a sus abuelos.

En agosto de 2022, la Fundación celebró una comida para los traductores, editores y periodistas que habían participado en el Simposio Internacional Jon Fosse. En la planta superior, un músico tocaba un vals con el violín Hardanger. En la planta baja, los visitantes podían pasearse por una exposición del artista textil Åse Ljones, que había cosido frases de los escritos de Fosse en camisetas o pañuelos. Un miembro de la fundación levantó una de las prendas y retó a los traductores. Alguno aventuró una fórmula que otros corregían por lo bajo. En el aire había algo como la competición o la codicia.

La palabra que le viene a una a la cabeza para describir todo eso —la luz, la música, las aguas sagradas, las sacras vestiduras— es peregrinación. Pocas veces se ven escritores tratados con esa reverencia. «Soy solo un tipo raro del oeste de Noruega, de su parte rural», me dijo Fosse. Creció como una mezcla de comunista y anarquista, un hippie al que le encantaba el violín y leer en el campo. Se matriculó en la Universidad de Bergen, donde estudió Literatura Comparada, y empezó a escribir en nynorsk, el estándar de escritura específico de las regiones rurales del oeste. Su primera novela, Rojo, negro, se publicó en 1983, seguida en las tres décadas posteriores por Melancolía I y Melancolía II, Mañana y tarde, Aliss junto al fuego y Trilogía. Tras un periodo agitado y de amplio éxito en el que trabajó casi exclusivamente de dramaturgo, Fosse se convirtió al catolicismo en 2012, dejó de beber y se volvió a casar. Después comenzó Septología, una novela en siete volúmenes en una sola frase que ejemplifica lo que él ha definido como su vuelta a la «prosa lenta». El narrador de Septología es un pintor llamado Asle, un converso al catolicismo, afligido por la muerte de su esposa, Ales. La noche antes de Navidad, Asle se encuentra a un amigo, también pintor y también llamado Asle, inconsciente en un callejón de Bergen, muriéndose de un coma etílico. Sus recuerdos se desdoblan, se repiten, y gradualmente se difuminan en una sola voz, una difusa conciencia capaz de existir en muchos momentos y lugares a la vez.

Leer las obras teatrales y las novelas de Fosse es entrar en comunión con un escritor cuya presencia resulta más vehemente debido a su aire de reserva, a su retraimiento. Sus obras, cuyos personajes tienen con frecuencia nombres genéricos —el Hombre, la Mujer, Madre, Niño—, aprovechan la intensidad de nuestras relaciones primordiales y son, alternativamente, desoladoras y cómicas. Septología es la única novela que me ha hecho creer en la realidad de lo divino tal y como la describe el maestro Eckhart, teólogo del siglo XIV, a quien Fosse ha leído con fruición: «Es en la oscuridad donde se encuentra la luz, de modo que cuando sufrimos es cuando esa luz está más cerca de nosotros». Ninguna comparación con otros autores parece acertada. ¿Bernhard? Demasiado agresivo. ¿Beckett? Demasiado controlador. ¿Ibsen? «Es el autor más destructivo que conozco», afirma Fosse. «Siento que hay una especie de reconciliación en mi escritura. O, por usar la palabra católica, paz».

Fosse no vino de excursión al fiordo, pero sí a la cena que había organizado el Ministerio de Cultura noruego la noche anterior en Bergen. Charlamos durante la cena y más tarde nos citamos de nuevo en la Casa de la Literatura. En la Sala Fosse, un retrato suyo en blanco y negro nos mira con benevolencia. Más que al mural, Fosse se asemeja a su descripción de Asle: una cola de caballo larga y gris, un sobretodo negro, zapatos negros, pitillera en el bolsillo. A ratos parecía contrariado por tener que hablar, pero totalmente seguro de sí mismo en su discurso. Durante nuestra conversación sentí los mismos impulsos en pugna a los que da lugar su escritura: curiosidad y afán protector hacia el hombre tras las palabras; escepticismo y fe en sus descripciones místicas sobre cómo escribe ficción. Me pareció, más que nada, una persona profundamente amable, como demuestra su disposición a hablar de todo: de la gracia, del amor, de los celos y de la paz, de sus experiencias cercanas a la muerte y de su afición por la traducción. 

 

Usted no concede muchas entrevistas.

Prefiero las entrevistas por correo electrónico. Casi siempre es más fácil escribir que hablar.

 

He entrevistado a varios escritores que sostienen que la razón por la que escriben es que no pueden hablar.

Sí, algo así me pasa. El ministro de Asuntos Exteriores citó a Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar es mejor callar». También es famosa esta otra cita de Jacques Derrida: «Lo que no se puede decir hay que escribirlo». Eso se acerca más a lo que yo creo.

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«Cuando escribo bien, tengo la sensación clara y distinta de que lo que estoy escribiendo ya está en alguna parte, ahí afuera. Solo tengo que escribirlo antes de que desaparezca»

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Derrida está muy presente en sus primeros ensayos de Un ángel atraviesa el escenario. Se ven sus patrones de pensamiento en muchas de sus obras y novelas, en especial sobre el rol del discurso y el silencio.

Empecé a estudiar a Derrida en 1979. Al menos en Noruega, el marxismo influyó mucho en la universidad, o en el espíritu de la universidad. Tuvimos un partido maoísta radical muy poderoso entre los académicos y escritores. Era el espíritu del tiempo, incluso para mí. Comencé Sociología. Y me pareció una disciplina estúpida. Esa manera de pensar, esa forma positivista de calcular las cosas… no era nada. Así que salté a la Filosofía. Y hubo un gran cambio en aquellos años desde Marx hasta los posestructuralistas franceses. Me acuerdo de leer a Derrida por primera vez, en algún lugar del campo noruego. Era una traducción danesa de De la gramatología.

De la gramatología me influyó de alguna manera. También estudié y leí mucho a Heidegger. Era difícil, pero inspirador. Pensé que lo que hacía Derrida era poner a Heidegger boca abajo. La pregunta fundamental para Heidegger era: «¿Qué es común a todo lo que existe?». La pregunta fundamental para Derrida era la contraria: «¿Qué hace que todo lo que existe sea distinto?». Y creo que el acto de escribir es algo muy peculiar. No es como hablar. Es diferente, muy diferente. Aquello, por supuesto, me conectó con Derrida y su concepción de la escritura.

Luego me matriculé en Literatura Comparada. Por aquel entonces, ya había escrito mi primera novela y varios textos literarios. La teoría de la novela era mi tema de estudio principal. Aquellas teorías siempre comprendían al narrador como el concepto básico: narrador, persona, personaje, la relación entre sus puntos de vista. Y son muy importantes, pero tenía la impresión de que la piedra angular de una teoría de la ficción no debería ser el narrador, que deriva de la tradición oral. Tenía que ser el escritor. Pensaba en él como la parte corpórea, la materialidad que entra en tu escritura. Y quería escribir mi pequeña teoría de la narración o de la ficción en la que el escritor fuera el elemento central.

Aquello vino también a raíz de tocar música. El primer texto que escribí, cuando tenía doce o trece años, fue la letra de una canción. Escribí algunos poemas y cuentos. Y sentía que lo que escribía para mí y desde mí, no para la escuela, era muy privado. Había encontrado un sitio donde me gustaba estar.

 

Hábleme de ese lugar.

Es un lugar seguro. Y sigue siendo el mismo sitio que descubrí con doce años. Tengo sesenta y dos y ese lugar… no soy yo pero está en mí. Suelo decir que soy Jon la persona. Y luego hay una imagen oficial de mí. Ese es Jon Fosse. Pero el escritor no tiene nombre.

Aquel lugar es para escuchar y moverse, y es un lugar muy seguro en el que permanecer. Pero también puede dar miedo, porque es mi senda para entrar en lo desconocido. Debo llegar a los límites de mi mente y cruzarlos. Y, si te ves frágil, eso es terrorífico. Yo me sentí así algunos años. No me atrevía a escribir porque me atemorizaba cruzar aquellas fronteras de mí mismo. Cuando escribo bien, tengo la sensación clara y distinta de que lo que estoy escribiendo ya está en alguna parte, ahí afuera. Solo tengo que escribirlo antes de que desaparezca.

A veces lo consigo enseguida. Por ejemplo, escribí las dos partes de Mañana y tarde sin cambiar prácticamente nada. O mi primera obra, Alguien va a venir; también la escribí de una sentada sin editar nada. Pero con una novela larga, como Septología, cambié bastantes cosas. Debía desenterrar el texto que sentía que estaba ahí.

Es fascinante esa experiencia de llegar a un lugar nuevo, un nuevo universo, cada vez que consigo escribir bien. Y siempre pienso que estoy preparado; que algún día dejaré de escribir, y no pasa nada. Es una especie de don que recibes. Quién o qué me lo da... eso no lo sé.

 

Usted pasó gran parte de su infancia en un barco. En el fiordo he estado pensando en lo desconocido, en la oscuridad y la quietud del agua. Estar allí me ha ayudado a visualizar o sentir el estado de ánimo de su obra.

Como todos los niños de por aquí, tuve una educación muy libre. Nos dejaban salir solos en barca con siete u ocho años. Y algunos de mis mejores recuerdos de la infancia suceden en un barco, cuando salía a pescar con mi padre a última hora de la tarde. Esa experiencia al anochecer en este paisaje, en esta costa… Aunque no me gusta la palabra, es la clase de imagen que, para mí, más se parece a un color o a un sonido. Cuando escribo, nunca jamás imagino nada de forma clara o literal. Es un acto de escucha. Escucho algo.

 

¿Qué oye?

Oigo lo que escribo. Pero no lo veo. No imagino. No sé de dónde viene. Desde luego, es mío. Es mi lenguaje y uso como material algo que conozco. 

La lógica del texto que estás escribiendo crea lo que yo llamaría forma. El contenido pertenece a la forma, y la forma tienes que hacerla nueva para cada texto. Y esta forma está conectada en gran medida con lo que podría llamar un universo. Estoy creando un universo. Digamos que Septología es un universo. Trilogía es otro.

 

Pero sus universos comparten una lógica y una forma. A menudo, comparten personajes o, al menos, nombres de personajes. Surgen de lo que Asle, el narrador de Septología, describe como su «imagen más íntima». Existen como un todo, una entidad viva.

Esa es la otra cara de la moneda. Tienen que ser un universo, un universo único. Creo que las tres partes de la Trilogía son universos únicos. Pero al mismo tiempo están conectados. Eso es lo que convierte en una novela estas tres nouvelles juntas. Trilogía y Septología también están conectadas. Utilizo los mismos nombres una y otra vez y más o menos los mismos lugares. Y se repiten los mismos motivos. Mucha gente se ahoga o mira por la ventana, a menudo hacia el mar o el fiordo. Es un poco como un pintor que está pintando otro árbol, como tantos han hecho antes, pero a su manera. Y, a menudo, un buen pintor utiliza el mismo motivo una y otra vez, y cada vez crea una imagen nueva. Espero poder hacer algo parecido.

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«No veo a mis personajes como personas, sino que los siento como sonidos que se acercan entre sí. Hay una relación entre ellos y, entonces, si he conseguido escribir bien, los sonidos se unen en lo que yo llamo una canción»

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¿Qué relación encuentra usted entre religión y literatura?

Tuve un giro religioso en mi vida relacionado con adentrarme en eso desconocido. Era ateo, pero no podía explicar qué pasaba cuando escribía, qué hacía que sucediera. ¿De dónde viene? No encontraba respuesta. Siempre es posible explicar el cerebro de forma científica, pero no puedes captar su luz, o su espíritu. Es otra cosa. La literatura en sí misma sabe más que la teoría de la literatura.

 

Asle piensa algo parecido sobre Dios: «Porque Dios es a la vez una ausencia muy lejana, sí, bueno, el ser mismo, sí, y una presencia muy cercana».

Aunque Septología no tiene nada de autobiográfico, algunos pensamientos y rasgos se parecen a mí: el aspecto de Asle, con sus canas. Decidí escribir autoficción para jugar con el género. Pero hay razonamientos, sobre todo en las partes más ensayísticas, que se acercan a mi forma de pensar. Por ejemplo, esa idea de que Dios está tan cerca que no puedes experimentarlo y tan lejos que no puedes pensar en él. Pero unos pocos bienaventurados siguen teniendo experiencias de eso que podríamos llamar Dios.

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«Si el misterio de la fe ha sobrevivido durante dos mil años, tiene que ver con que la Iglesia se haya convertido en una institución. Se necesita una especie de comprensión común»

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El sentido de la religión de Asle no es especialmente doctrinal ni dogmático. ¿Qué piensa de la relación entre Dios y la Iglesia y sus dogmas?

Los auténticos creyentes no creen en dogmas ni en instituciones. Si Dios es una realidad para ti, crees a otro nivel. Aunque eso no implica que los dogmas y las instituciones religiosas no sean necesarios. Si el misterio de la fe ha sobrevivido durante dos mil años, tiene que ver con que la Iglesia se haya convertido en una institución. Se necesita una especie de comprensión común. Pero eso no significa que los dogmas sean verdaderos desde el punto de vista religioso.

En el mundo en que vivimos, los poderes económicos lo dirigen todo, pero hay algunas fuerzas que están en el otro lado. La Iglesia es una de ellas. Y para que la Iglesia exista —y la Iglesia católica es la más sólida— en este mundo es necesario forzar el catolicismo de algún modo. La Iglesia católica es la institución más importante —por lo que veo— de la teología anticapitalista. La literatura y el arte también son una institución fuerte, pero no tanto como las Iglesias.

 

¿Qué significa para usted la gracia?

He pensado mucho sobre esto. Es un concepto importante. A veces, cuando consigo escribir, lo veo como un regalo, como una gracia. En cierto modo, no es merecido. Que usted esté aquí sentada conmigo… No creo que yo lo merezca. Incluso la producción de una de mis obras requiere mucho trabajo: que los actores se aprendan los diálogos, la escenografía y todo lo demás. He hecho que tanta gente haga tanto... Es más de lo que merezco.

Conseguir escribir y escribir bien, eso es gracia. Y creo que quizá la vida en sí misma sea una especie de gracia. Puedo entender a la gente que decide dejar esta vida. Es un lugar espantoso en muchos sentidos. También se puede pensar en la muerte como una gracia. Estar aquí todo el tiempo debe de ser horrible.

 

Incluye sufrir.

En este mundo caído, por usar la expresión cristiana, la vida es un don, una gracia. Pero entonces se vuelve demasiado paradójica. Para mí todo, en cierto modo, acaba en una paradoja. Y a veces siento que estoy tan lleno de contradicciones que apenas entiendo cómo consigo permanecer unido, ser uno.

El rey Carl Gustaf de Suecia entregó el Premio Nobel de Literatura a Jon Fosse el 10 de diciembre de 2023.

 

Usted escribe bellamente sobre la infancia. ¿Es ese un tiempo libre de paradojas? ¿Un tiempo de inocencia?

Tengo que hablar de esa época porque es fundamental para mí: a los siete años, estuve a punto de morir en un accidente. Y entonces, desde ahí fuera [Señala la distancia], pude verme sentado aquí; me vi así. Y todo estaba en paz, y miraba las casas de vuelta a casa, y estaba seguro de que las había visto por última vez mientras iba al médico. Todo era resplandeciente y muy pacífico, un estado muy feliz, como una nube de partículas de luz. Esta experiencia es la más importante de mi infancia. Y ha sido muy formativa para mí como persona, tanto en lo bueno como en lo malo. Creo que me convirtió en artista.

 

Primero leí todas sus novelas y luego toda su dramaturgia. Y lo que me parece interesante de sus piezas teatrales es que a menudo se centran en las representaciones más comprimidas y dolorosas de los celos. 

El mejor tema para una obra de teatro son los celos. Se remonta a la Antigüedad: basta con poner a dos personas en el escenario y dejar que entre una tercera. Y de inmediato tienes drama. Es posible lograrlo incluso entre dos personas, como hago en Madre e hijo.

 

Me resultó doloroso leerla.

Sí, es un poco como Tennessee Williams. Pero por eso me cansé de escribir obras de teatro, porque era muy fácil entrar en los celos. Cuando hay celos en la superficie, a menudo pienso que, en el lenguaje silencioso de la obra, está la muerte.

 

Eros y Tánatos van unidos.

Están conectados. Y para que sea una buena producción tienes que conseguir traerlos a los dos. Si la interpretas solo como una obra sobre celos eróticos o algo así, entonces no me funciona.

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«Para mí todo, en cierto modo, acaba en una paradoja. Y a veces siento que estoy tan lleno de contradicciones que apenas entiendo cómo consigo permanecer unido, ser uno»

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En su obra Alguien va a venir, lo que más me inquieta es la intensidad con la que sus dos personajes, el Hombre y la Mujer, desean estar a solas el uno con el otro.

Pero comparten esa pertenencia. Esa es su manera. Quieren escapar del mundo porque, de nuevo, es un lugar duro.

 

Pero no se puede huir del mundo.

Y de eso se trata. Tan pronto como hayan creado su mundo, alguien vendrá. Se trata de la imposibilidad de ser completos, de ser solo ellos dos juntos. Puede que muchos de nosotros soñemos con esto. Supongo que es una característica del amor: ser parte de una especie de totalidad. Y creo que el amor es, por supuesto, posible. Pero no de la forma en que han intentado realizarlo. La obra trata de muchas cosas, como todo lo que escribo, en especial de la imposibilidad de estar juntos a solas.

 

En Sueño de otoño, quizá mi obra favorita, tiene usted una frase preciosa. Un hombre y una mujer están sentados en un banco, flirteando, renovando una relación amorosa interrumpida por el matrimonio de él. Y él le dice a ella algo así como «No creo en el amor. No en ese tipo de amor, el amor que aleja a los padres de sus hijos».

No es una idea descabellada.

 

Pero ¿en qué clase de amor merece la pena creer en este mundo caído?

Creo que ambas obras dicen algo sobre lo que es el amor. No es que yo sepa cuál es la respuesta, pero tengo la sensación de que lo que he escrito es verdad en cierto sentido. No es realismo. Sencillamente no es ficción.

Esa es la respuesta inteligente: está en mi escritura. Tu escritura es más sabia, y sabe más que tú como persona. Es el don de toda gran literatura, creo. Para mí, una forma de verlo es pensar que el amor es singular y, al mismo tiempo, universal. Lo mismo ocurre con los seres humanos. Hay algo completamente único y algo completamente universal en un ser humano. Pero para transformar la singularidad del amor en auténtica literatura es necesario crear algo que merezca la pena.

El autor frente a su residencia en el Palacio Real de Oslo, un honor que la Corona concede a un artista de forma vitalicia.

 

Usted dice en uno de sus primeros ensayos que hay una diferencia entre lo privado y lo personal. Hay muchas cosas personales que también son universales: un triángulo amoroso, por ejemplo, o esa relación del eros con la muerte. Los nombres que se dan a estas experiencias pueden diferir de una persona a otra, pero en el fondo son estructuras de experiencia compartidas.

Creo que es así. No veo a mis personajes como personas, sino que los siento como sonidos que se acercan entre sí. Hay una relación entre ellos y, entonces, esta relación se convierte en un nuevo sonido. Si he conseguido escribir bien, los sonidos se unen en lo que yo llamo una canción o, para ser ambiciosos, una composición.

Puede que, en parte, la razón por la que mis obras han viajado bien es porque las palabras, el ritmo, pueden re-crearse. Puedes cantar esa canción en muchos idiomas, por supuesto, y puedes cantarla como una balada o una ópera. No importa, siempre que lo hagas bien. Pero eso vale más para las obras de teatro que para la ficción.

 

Los personajes de sus obras me impactan como formas de estar en el mundo que cualquiera puede habitar.

Así es. Porque, para que sea una obra de verdad, tal o cual actor tiene que hacer su propio personaje. Y un director también debe visualizarlo a su manera. Como escritor, estoy convencido de que no soy un hombre de teatro. No es mi forma de arte en ese sentido. Por eso, para mí era muy importante publicar mis obras.

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«Cuando consigo escribir, lo veo como un regalo, como una gracia. En cierto modo, no es merecido. Y creo que quizá la vida en sí misma sea una especie de gracia»

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La relación entre sus obras de teatro y sus novelas parece a veces rítmica: una alternancia muy deliberada, puntuada, musical, entre el discurso y el pensamiento.

Todo es cuestión de ritmo, incluso en un cuadro. Hay un ritmo entre los elementos o la relación entre ellos. El ritmo es fácil de enunciar, pero es muy muy difícil definir lo que es o lo que hace. Todos estos conceptos —la gracia, el amor, el ritmo— son fáciles de usar, pero muy difíciles de entender de verdad. Sin embargo, resultan obvios cuando están ahí. Cuando hay ritmo, lo sabes. Cuando hay amor, lo sientes. Incluso Dios. Estoy seguro de que Dios está presente todo el tiempo. Pero no lo siento así.

 

Durante el almuerzo hubo un debate entre algunos de sus traductores sobre la idea de la prosa lenta. En concreto, algunos de ellos afirmaban que no hay nada en ella que parezca especialmente lento. ¿Por qué llamarla así?

Me dediqué al teatro quince años. Escribí obras, obras, obras. Incluso mi prosa entonces era un poco dramatúrgica, muy concentrada. Me tomé dos descansos breves entre la primera y la segunda parte de Mañana y tarde. Hacia el final de ese largo periodo escribí Aliss junto al fuego. Se basa en un drama titulado Un día de verano. Es una cita del famoso soneto XVIII de Shakespeare: «Shall I compare thee to a summer’s day?».

Llegué a un punto en mi vida en el que tuve que crear una obra de teatro por encargo, Estos ojos (2009). Y me resultó muy muy difícil. Fue la última. «Ya he tenido bastante», me dije. Quería volver a casa, de donde vengo, a escribir poemas y prosa.

Al mismo tiempo, viajaba demasiado y bebía todavía más. Me hospitalizaron para desintoxicarme. Y me convertí a la Iglesia católica. Por aquel entonces conocí a mi mujer.

Di un gran cambio a mi vida. Dejé de hacer presentaciones. Y ahora rara vez concedo entrevistas. Rechazo el noventa por ciento de las propuestas. Hay ocasiones, cuando me dan un premio aquí o allá, en las que me veo en la obligación de ir.

 

Se nota que no le gustan los eventos.

Pero soy una persona inquieta. Tenemos una casa en Austria, otra en Oslo y dos en el oeste de Noruega. Y me muevo entre estos espacios privados donde encuentro todo lo que necesito. Rara vez voy a otros lugares. O viajo con mi familia, pero eso es otra cosa. No estoy solo con una botella de whisky en cualquier parte. Cuando te despiertas, piensas: «¿Dónde estoy? ¿Y dónde demonios está el váter?».

 

¿Hay continuidad con quien era antes, o más bien una ruptura?

Ah, sí, hay una continuidad en mi escritura. Todas estas cosas de las que hablo son externas. La escritura es algo distinto. El escritor que hay en mí siempre es coherente. No estoy seguro de si está sobrio o no, pero es el mismo de antes.

Volvamos a mi concepto de prosa lenta. Pensé que una obra de teatro no necesita una gran cantidad de acción. Pero, para llevar la verdad del escenario al público, se precisan una intensidad y una concentración extremas. Y escribir un texto tan denso no requiere necesariamente mucho tiempo, aunque exige mucho de ti y requiere mucha fuerza. Puedo hacerlo extremadamente rápido. Si tengo un lado maniaco, es cuando escribo así.

En aquel momento quise ralentizar mi escritura, mi vida, todo. Así es como empecé: quería escribir prosa y hacerla lenta, con frases largas y fluidas. Y Septología era muy larga. Cuando la terminé, tenía por lo menos mil quinientas páginas. Y luego tuve que cortar un centenar de ensayos teológicos. 

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«El amor es singular y, al mismo tiempo, universal. Lo mismo ocurre con los seres humanos. Pero para transformar la singularidad del amor en auténtica literatura es necesario crear algo que merezca la pena»

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Unos ensayos que atribuía a Ales, la joven esposa de Asle.

Sí, la mayoría. Algunos se desarrollaban en diálogo con Asle; hablaban, pero ella hacía largas disertaciones. Ahora no se sabe nada de los pensamientos de Ales.

Hoy he estado dándole vueltas a eso: ¿es justo cortarlo o es un error? Mi editora, Cecilie, me dijo que esa joven no podía ser tan sabia. Al final tenía que haber algo de realismo.

 

¿Consideraría publicarlos por separado?

Algún día podría echarle un vistazo. Estoy seguro de que dijo muchas cosas sabias. Y Septología no es una novela realista en ese sentido, así que no habría estado mal. Es posible que ella lo dijera, que lo supiera. Se puede ser sabio a una edad temprana. Quizá fue una equivocación quitarlo. Aún me siento un poco inseguro.

 

He oído que está traduciendo, entre una novela y otra. Ojalá más novelistas lo hicieran.

Me encanta traducir. Es como leer, en cierto modo, es una lectura muy profunda. Cuando era bastante joven, de hecho, leí los Poemas traducidos, un compendio realizado por Olav Hauge. Me enamoré de la poesía del austriaco Georg Trakl porque Hauge la había traducido. Y luego compré la recopilación de Trakl en alemán. En esos años yo no lo hablaba bien, pero me las arreglé. No fue tan difícil porque él es como yo: se repite una y otra vez. E incluso se puede decir que, más aún que en mi caso, todos sus poemas son un solo poema. Empecé a intentar traducir algunos de sus versos, y algunas versiones las incluí en mis propios poemarios.

Leí a Trakl por primera vez en la adolescencia y, hace dos o tres años, traduje una de sus colecciones, Sebastián en sueños. Lleva conmigo cincuenta años o por ahí. Y este año [2022] he publicado una traducción de Las elegías.

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«El mensaje procede de su totalidad, de su lenguaje silencioso. Es la totalidad la que permanece en silencio e insiste en el silencio. Y, para crear esta totalidad, cada parte debe pertenecerle. Creo que la paz está vinculada con la consecución de esta totalidad»

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También ha traducido El proceso de Kafka.

Sí, con muy buenas críticas. Me quedé muy contento. Mi editor, que es alemán, revisó cada palabra y cada punto. Creo que es la traducción más fiable a cualquier idioma escandinavo. Después de Septología, sentí que necesitaba un descanso para hacer otra cosa. Decidí intentar traducir una novela por primera vez, y fue El proceso, una de mis favoritas.

He traducido muchas obras de teatro, sobre todo las tragedias griegas de los tres maestros: Esquilo, Eurípides y Sófocles. Es un acto de escucha de sus voces antiguas, tan distintas. Para mí es muy fácil escuchar y recoger esa voz en la forma en que escribo, en mi lengua, en este tiempo. Me encanta hacerlo.

 

Y ahora traduce Las llanuras de Gerald Murnane.

No sé cómo he acabado leyendo a Murnane. Esta es su novela más traducida y famosa. Puedo leer literatura en alemán e inglés razonablemente bien, pero prefiero hacerlo en una lengua escandinava. Así que leí Las llanuras en sueco y me gustó mucho. Entonces decidí que quería intentar traducir la obra al noruego yo mismo.

 

Saber que estaba traduciendo a Murnane me recordó al violín Hardanger, con las cuerdas arriba y las cuerdas de resonancia debajo del diapasón. Usted y Murnane parecen compartir una serie de compromisos.

Es una buena imagen. Conocer una voz literaria que te habla de verdad es raro. Es como una nueva amistad. No sucede muy a menudo.

 

¿Cómo se traduce Las llanuras al nynorsk?

Slettene. Es bastante exacto. En alemán es Die Ebenen. Creo que Murnane tiene una voz única. Nunca he leído nada como Las llanuras, pero se parece a lo que escribo: esa sensación de distancia y cercanía. Escribimos de formas diferentes, pero me doy cuenta de que detrás hay una mirada similar.

 

¿Quizá una disciplina o una concentración parecidas?

Cuando escribo concentrado, todo tiene que ser preciso y correcto. No acepto que una coma esté mal. Si cambio algo en la página cuatro, tendré que modificar algo en algún otro sitio. No sé cuántas conexiones de este tipo podría hacer. No son conscientes. Cuando entras en un universo así y estás, en cierto modo, separado del mundo real —al inventarte este universo propio—, no es tuyo.

 

Hay una lógica impersonal en su forma.

Lo experimento como una necesidad: algo que tienes que hacer exactamente así o asá. El lector lo ve como una lógica.

Yo diría que escribir sin necesidad no es nada. Y esa es su fuerza. Creo que hay miles de reglas que tengo que seguir cuando escribo una novela. La mayoría de ellas son decir no a esto, o sí a aquello. Seguir todas esas reglas, hacerles caso, exige mucha más memoria y capacidad mental de la que creo que tengo como persona. Pero somos mucho más de lo que creemos. Somos capaces de cosas extrañas.

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«La gracia, el amor, el ritmo son conceptos fáciles de usar, pero muy difíciles de entender. Sin embargo, resultan obvios cuando están ahí. Cuando hay ritmo, lo sabes. Cuando hay amor, lo sientes. Incluso Dios»

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Entre ellas, la capacidad de organizar o comprender las relaciones de las partes de la novela o la obra de arte con el todo.

Sí, la sensación de totalidad es el alma de la escritura. El mensaje procede de su totalidad, de su lenguaje silencioso. Es la totalidad la que permanece en silencio e insiste en el silencio. Y, para crear esta totalidad, cada parte debe pertenecerle. Creo que la paz está vinculada con la consecución de esta totalidad. Y nadie podría, conscientemente, lograr algo así.

Por eso prefiero no planear nada, no saber nada de antemano. Simplemente confío. Cuando he escrito, digamos, una, cinco, diez páginas... todo, en cierto modo, ya está ahí, más o menos definido.

 

¿Piensa a menudo en la muerte?

No. Cuanto más te acercas, cuanto más viejo te haces, menos piensas en ella.

Creo que fue Cicerón quien dijo que la filosofía es una forma de aprender a morir. Y considero que la literatura es otra. Trata en la misma medida de la muerte y de la vida. Supongo que tiene que ver con la forma de la gran literatura, del arte. El arte está vivo cuando lo creas, y el lector puede darle vida de nuevo. Pero como objeto está muerto. 

 


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