Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Jorge Freire: «La autoayuda fabrica sogas y las vende como corbatas de seda»

Texto: José María Sánchez Galera [Com 98 PhD Filg 18]. Fotografía: Pilar Martín Bravo. Ilustración: Fernando del Hambre

Hazte quien eres es un libro de filosofía práctica, pero Jorge Freire le puso, medio en broma, ese título tan comercial, casi de autoayuda. Y resulta que se vende bien. Escudriña con el lúcido colmillo del pensador inteligente —o sea, con mucho humor— los vicios de una sociedad trinchada de Instagram y gimnasios, y propone un camino escondido para la realización personal, para ser del todo quienes estamos llamados a ser.


A unque nacido en Madrid (1985), a Jorge Freire se le notan hechuras y ramalazos gallegos. Le sigue fascinando Mortadelo —«Tiene la culpa de mi gusto por las palabras añejas», comenta— y toda la producción de cómics del barcelonés Francisco Ibáñez; en personajes como el profesor Bacterio, Chicha, Tato y Clodoveo encuentra arquetipos para descifrar la realidad humana de la política. Filósofo por formación —«Fui muy feliz en la universidad; la instrucción cumple un rito de paso que ha de observarse con rigor, sin estirarlo»—, es profesor y escribe para medios como El País, The Objective o El Mundo. Su voz, con una entonación cuidada, aunque a veces rauda, y de prosodia que recuerda a un escenario o un estrado, se escucha de manera asidua en Onda Cero. Ha publicado varios ensayos, entre los que destaca Agitación: sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma, 2020), pues le supuso ganar el XI Premio Málaga de Ensayo. 

Lo elogian El Cultural —que lo incluyó en su lista de pensadores jóvenes que marcarán la filosofía de los próximos años—, Javier Gomá —que lo considera «el más joven de nuestros clásicos»—, o Jorge Bustos —que ha destacado las virtudes de su libro Agitación—. Habla y escribe con una nitidez cortante, y con un recurso a un vocabulario poco sólito hoy. Él lo achaca a Mortadelo y, si bien recuerda a Juan Manuel de Prada, podría ser también un resabio cervantino, una querencia por el augusto léxico rústico de los abuelos o, sin más, una manera de evitar que nuestro diccionario se reduzca año tras año. 

Como remedio para el sentimentalismo y la cultura de lo emotivo y el clic rápido, Freire opta por un retorno al legado occidental. Piensa, con Maritain, que las posturas filosóficas y políticas tienen su base en el carácter. «Yo soy estoico por naturaleza —asegura—, y eso condiciona, si no determina, mi pensamiento». Quizá sea ese el motivo por el que presenta como un ideal el ser «un feliz donnadie», ya que, mientras «al tonto del pueblo lo conocía todo el mundo, el anonimato es la regalía del sabio». 

En su último libro —hasta octubre—, Hazte quien eres (Deusto, 2022), describe un prontuario moral deliberadamente combativo, una ráfaga de escopetazos contra una época marcada por el narcisismo exhibicionista. Pero no se trata solo de una denuncia de vicios, de una queja con el índice enhiesto y reseco. El libro también es una propuesta ética —o sea, de êthos, de carácter, de forma de ser— que trasciende la coyuntura; no es mera reacción a un tiempo que ha decidido devenir en grotesca caricatura. Es un libro que invita a educar el criterio propio, a adquirir buen gusto y a aspirar a la mejor versión de uno mismo, pero, además, aconseja eludir las discusiones ruidosas, apartarse de los consensos impostados y no caer en el cinismo o la actitud crítica como punto de partida y de llegada. 

 

Agitación

 

Uno de los rasgos del hombre actual es su estado de agitación, de zarandeo. Lo cual implica dos aspectos: por un lado, su continua dependencia de estímulos banales, como los que lo tienen unido al móvil o al consumismo, sobre todo el emocional. Por otro lado, este bamboleo genera una náusea que impide al hombre encontrarse a sí mismo, de igual modo que el protagonista de Waterworld (1995) se mareaba en tierra firme. La solución que plantea Freire para ser libre consiste en dominarse a sí mismo. Pero también recuerda que nadie es el «único artífice de su propia ventura», lo cual implica familiarizarse con la disciplina, la renuncia, el estoicismo y la mano izquierda.

 

A pesar de todo, Hazte quien eres es un volumen escuálido. Parece que se lee de una sentada. Pero no. Aunque con momentos divertidos —Freire no es hombre de palabra reposada y premiosa, sino de verbo ágil, entrenado como un tiquitaca vertical y goleador, y un humor que recuerda a algunos epigramas de Marcial—, hay planteamientos que requieren de una segunda y tercera lectura: «No seas cotilla», «Huye de la academia», «No des explicaciones», «No tengas empatía». Alude a los clásicos de la Antigüedad, desde Píndaro hasta Aristóteles, Epicteto o Marco Aurelio. También incluye entre sus referentes a varias cumbres cristianas, como san Agustín o Baltasar Gracián, pero sus páginas dan la impresión de un senequismo puesto al día en un diálogo constante —en persona, en coloquios, en la radio, en Twitter— con autores que hoy pueblan los periódicos como Daniel Gascón, Enrique García-Máiquez, Juan Claudio de Ramón, Armando Zerolo, Ana Palacio, Aurora Nacarino-Brabo o Gregorio Luri

 

Hazte quien eres. Un título con resonancias clásicas, pero con un tono moderno.

Nada hay más moderno que los clásicos. Iba a llamarse La escondida senda, en honor al verso de fray Luis. Por ella «han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido». Pero mi editor me dijo que no tenía tanta pegada. Y lo cierto es que Hazte quien eres, el mandato de Píndaro, le va como un guante. Recordemos que para Píndaro somos seres de un día, lo que quiere decir que nuestra aventura se compone de una sucesión de días y de noches. La virtud no se halla en el esfuerzo titánico del bodybuilder, sino en la costumbre morigerada. 

También hay un punto de ironía en el título. Hazte quien eres suena a autoayuda, lo que tiene su gracia, ya que el libro es una requisitoria contra el narcisismo individualista. Mi género es el de las consolationes, que ofrece argumentos para apuntalar el carácter. Detesto, en cambio, esos panfletos que le dicen al ciudadano que todo lo que sucede es por su culpa y que la solución es pensar en positivo. La cursilería es la estética del mentiroso. Y la autoayuda fabrica sogas y las vende como corbatas de seda. Por eso los ingenuos, al correr a atárselas al cuello, se convierten en sus propios verdugos. En general, toda especie de wishful thinking pone al entendimiento camino del cadalso.

 

¿Vivimos en la autoayuda como patria y el gimnasio como religión? 

No cunde el culto al cuerpo, sino el odio al cuerpo. El gimnasio no es un templo en el que adorarnos; es una forma de estar en el mundo. Allí es habitual que te pregunten «Cuánto tiras», o sea, cuánto peso levantas en un ejercicio anaeróbico que, reconozcámoslo, resulta muy aburrido. El gimnasio deviene, por tanto, en un lugar para tirar de peso muerto. ¡Yo lo que propongo es tirar del peso vivo! Hay pocas respuestas más filosóficas que la del vecino cuando le preguntas qué tal va: «Pues aquí, tirando». ¿Pero de qué tira quien va tirando? Del carro. 

No creo que el ejercicio de la virtud consista, como creía Platón, en ser como un auriga que domeña su cabalgadura. No se trata de conducir un coche de caballos, sino, más bien, de atalajarnos nosotros mismos, de calzarnos los casquillos y de colgarnos las alforjas. Claro que hay en nuestro tiempo muchos hombres-centauro que creen poder zafarse de su enjaezado y de sus herrajes para correr más rápido. Pero esa actitud, que nada tiene de virtuosa, debe ir directa al cajón de la morralla ética.

 

¿Es la nuestra una época narcisista?

La nuestra ya no es una sociedad narcisista. El Narciso de Ovidio anda en amores de sí mismo y provoca las llamas que sufre, pero se mira en un espejo deformado que le devuelve una imagen ciclópea que excita su vanidad. Nuestro coetáneo, en cambio, se odia. Es más Salomé que Narciso. Y, como princesa caprichosona, ve todos sus deseos automáticamente satisfechos. La culpa es, seguramente, del tetrarca que le ha jurado darle todo lo que pida, igual que hace con nosotros ese perverso genio de la lámpara que es el hedonismo a corto plazo.

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«El ejercicio de la virtud no se trata de conducir un coche de caballos, como creía Platón, sino, más bien, de atalajarnos nosotros mismos, de calzarnos los casquillos y de colgarnos las alforjas»

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¿A eso ayudan las estrellas del fútbol como modelo humano? 

A mí el deporte me parece bien siempre que lo practique otro. De pequeño me pasaba el recreo intentando hacer la ruleta, como Zidane, con escaso resultado, y celebraba los goles señalándome la camiseta, como Raúl. Es lo que Gabriel Tarde llamaba «el resplandor imitativo». Lo que no entiendo es que el deportista deba ser depositario de una serie de virtudes morales. ¿Qué enseñanza moral vas a extraer de alguien inmerso en una carrera solipsista de larga distancia; alguien que solo puede responder que está contento con el resultado o que está muy concentrado? Por otro lado, se da una curiosa paradoja. ¿No resulta sorprendente que lo importante sea participar, como nos dicen cuando un atleta español se queda sin medalla, al tiempo que en la vida, convertida en competición, hemos de ganar siempre?

 

Quizá es simplista, pero hay quienes piensan que los jóvenes solo se dedican al móvil, al gimnasio y al alcohol.

Abundan las jeremiadas, pero algunas tienen fundamento. A comienzos de este año, el Ministerio de Sanidad publicó un informe muy preocupante. Al parecer, los españoles empiezan a beber sobre los quince años y se ponen como piojos. Los expertos lo llaman binge drinking y es una práctica estúpida y peligrosa. La gente no busca alocarse, ni dislocarse ni trastocarse, sino sencillamente colocarse. Nos sentimos tan a la deriva que hacemos de una serie de sustancias nuestras guías de perplejos. El cafecito de la mañana nos coloca en la casilla de salida y el cigarrito de mediodía nos recoloca. ¿No decía el Viejo Profesor [Enrique Tierno Galván (1918–1986), alcalde de Madrid] que quien no esté colocado que se coloque? Pues hoy lo de colocarse es tan importante que hasta rebasa el ocio. Cuando uno tiene trabajo, está bien colocado, y entonces sabe qué debe hacer y a dónde ir. Pero, como es tan precaria la posibilidad de colocarse, se recurre cada vez más al colocón. Compartimos casi todos los vicios de los jóvenes y, por desgracia, tenemos pocas virtudes que enseñarles. Nuestro coetáneo, en pocas palabras: el hígado de un abuelo y el bolsillo de un adolescente.

 

 

Usted señala, dentro de los principales defectos éticos de nuestra sociedad, tanto el mal gusto como el narcisismo. ¿Es por haber desterrado el canon?

No es tanto una ausencia de canon como la llegada de otro diferente: ojos de anime, pestañas magnéticas, bronceado artificial… Se ha arrumbado el gusto clásico en favor del turbogusto. Este es, según mi definición, la deformación del gusto al adecuarlo a la turbonormalidad, que es la realidad tumefacta y hormonada que inventan las redes sociales. Lo virtual es lo contrario de lo real, aunque traten de confundirnos. La galería no es buen lugar para vivir. La persona desfigurada por el turbogusto le mete filtros a la vida hasta que pega el cantazo.

 

Jorge Bustos dice que hemos llevado el barroquismo hasta el gin-tonic.

El Telecinco de las Mamachicho es un ejemplo de sobriedad estética comparado con lo que tenemos ahora. Hay videoclips de los noventa menos recargados que algunas películas de hoy. Y hablo de cintas tan ensalzadas como La gran belleza [Paolo Sorrentino, 2013], que es, a mi juicio, de pésimo gusto.

 

Santa Teresa de Ávila: «Nunca hable sin pensarlo bien, nunca afirme cosa sin saberla primero, nunca se entremeta a dar su parecer en todas las cosas si no se lo piden o la caridad lo demanda». ¿Pensaba en nuestra época esta monja?

Juan Clímaco aseguraba que la locuacidad es silla de la vanagloria, marca de la ignorancia y madre de la villanía. Me cuesta tomar en serio a quienes hablan «sin pelos en la lengua» o proclaman «las cosas claras», o los que arengan a los titubeantes en cualquier lid a expresarse «sin complejos». Tanta sinceridad y tanta espontaneidad no son sino variantes de la grosería.

 

Acaba usted de soltar algunas locuciones manidas. Me parece que les tiene algo de tirria.

El lenguaje define el pensamiento y, de alguna manera, da forma al mundo. Es lo que los griegos llamaban logos spermatikós. Orwell decía en La política y la lengua inglesa que hay que precaverse frente a las frases hechas, porque se libra una batalla de conquista por nuestra propia psique. Por eso la lucha contra el tópico es una tarea moral.

Por ejemplo, de un tiempo a esta parte se nos invita a no «bajar la guardia». Es el conjuro de políticos y periodistas. Da igual que se hable de vacunas, de seguridad vial o de fútbol. ¿Pero qué es? En el argot pugilístico, uno está en guardia cuando va con los puños en alto, protegiéndose la cara. Nos conminan a que avancemos por la vida a la defensiva y con los puñitos cerrados. Y yo me niego. El boxeo enseña que, si quieres flotar sobre el cuadrilátero, es preferible bailar con el adversario. La defensa ideal es un buen ataque. ¿Cuántos mundiales habrían ganado Brasil o Alemania tirando de catenaccio? Es mucho mejor mantenerse en pie y pisar firme.

 

¿Ese es el motivo por el que abunda el exhibicionismo, en especial en políticos? 

A finales del pasado año, acuñé el concepto de «peregrino publicista» pensando en el paseo mediático de Macarena Olona [exportavoz del partido político español Vox]. Puso un tuit en que se leía el mensaje «Sola ante Dios». Ante Dios, digo yo, y miles de seguidores. Todo peregrino lleva una pechina colgada, porque la ostra vive oculta y cerrada, en completo recogimiento. ¿A santo de qué vas a hacer un camino de introspección cuando puedes dar titulares y fortalecer tu marca personal? Por supuesto, los grilletes de la exposición pública aherrojan los tobillos del político y lo condenan a seguir bailando en el vodevil, ya sea al son del argumentario o por cuenta propia. Conque, sí, el exhibicionismo abunda en política, pero también fuera de ella. Ahora, cada ciudadano es un publicista de sí mismo. ¿No decía el padre Berkeley que ser es ser percibido? La pregunta hoy sería si uno existe si no tiene fotos haciendo el bobo en Instagram.

 

¿Tendrá algo que ver la calidad de la educación contemporánea? Algunos pensadores, como Gregorio Luri, sostienen que existe una especie de deber moral del conocimiento que en nuestras sociedades rara vez se practica. 

Lleva razón. La persona que no se cultiva es como el agricultor que permite que el pago se le enmalezca. Cultura es cultivo. En ese trabajo hortofrutícola existe hoy una falacia: la dicotomía entre competencismo y contenidismo. Y arrinconar la memoria porque todo esté en la red resulta una negligencia. ¿Te imaginas ir al taller y que el mecánico tenga que buscar en Google qué es el cigüeñal?

 

De modo que no somos la «generación mejor preparada».

Ese sintagma es más falso que un duro de madera. En términos lógicos podemos decir que estar preparado es una función que requiere un parámetro como valor de entrada: estar preparado-para-algo. O sea, que no se puede estar preparado en términos absolutos. Por otra parte, ¿cómo va a estar preparada una generación que no tiene oficio ni beneficio, incapaz de encontrar trabajo y de desarrollarse con autosuficiencia? Después de ningunear durante años la formación profesional —con lo que se perdió la oportunidad de emplear a centenares de miles de jóvenes—; después de agitar el señuelo credencialista de la titulitis —lo que creó infinidad de universitarios sobrecualificados que hoy se dividen entre parados, precarios y falsos autónomos—… llegan y les masajean el lomo con el halago de la «generación más preparada de la historia». Venga, hombre: a otro perro con ese hueso.

 

El filósofo en ocho aforismos

 
  1. «La cursilería es la estética del mentiroso»

  2. «Nuestro coetáneo, en pocas palabras: el hígado de un abuelo y el bolsillo de un adolescente»

  3. «La lucha contra el tópico es una tarea moral»

  4. «Cuando llega avalado por el poder, no hay bufón que tenga gracia»

  5. «Compartimos casi todos los vicios de los jóvenes y tenemos pocas virtudes que enseñarles»

  6. «Tanta sinceridad y espontaneidad son variantes de la grosería»

  7. «Cada ciudadano es un publicista de sí mismo»

  8. «La pregunta hoy sería si uno existe si no tiene fotos haciendo el bobo en Instagram»

 

¿Aceptamos demasiada influencia de internet, la televisión o los planes educativos?

No es que las aceptemos: estas cosas se nos imponen. Resulta imposible burlarlas. Podemos, todo lo más, sufrirlas de refilón. El remedio es no ser hijos de nuestro tiempo. Como dice Schiller en su Kallias, vive con tu siglo, pero no seas obra suya.

 

¿La vida buena es una buena vida?

Es la vida virtuosa, ya que la virtud es conforme a cada naturaleza. Justo ahora [La conversación tiene lugar a comienzos de 2023] estoy escribiendo un ensayo en que trato de responder a la pregunta que Adorno formula en su Minima moralia: ¿es posible edificar una vida buena cuando todo alrededor es malo? Soy muy pesimista. Sin embargo, creo que es mi mejor libro. Lleva por título La banalidad del bien y saldrá en octubre.

 

Definamos «vida virtuosa». ¿Qué virtudes es más importante cultivar?

Autodominio, contención, atención. Coraje, curiosidad y alegría. Cincelar el carácter, confiar sin fiarnos e imponer nuestra suerte. Con eso basta.

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«Después de ningunear durante años la formación profesional; después de agitar el señuelo credencialista de la titulitis… llegan y les masajean el lomo con el halago de la “generación más preparada de la historia”»

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¿Cómo ir a contracorriente y a la vez ejercer una influencia positiva en la sociedad? 

Marcando distancias. Lo que en absoluto supone aislarse, sino más bien emboscarse. Ir con ellos, como en el Childe Harold [de Byron], sin ser uno de ellos. Una cosa es vivir en sociedad y otra, mancornarse con el aprisco. Pero muchos no se dan cuenta y así les va. Apartarse del mundo es lo que hace el ermitaño; el hacendoso, que es la figura virtuosa de Hazte quien eres, habita el meollo de la urbe sin asimilarse ni aglomerarse. Decía Deleuze en su librito sobre Spinoza que el filósofo se apropia de las virtudes monásticas, y tenía razón. Se trata de pasar como una sombra, de puntillas y a la chita callando, por mundos que no son el tuyo.

 

¿Vivimos en una sociedad poscristiana?

Los nombres de nuestra cultura siguen siendo cristianos. Lo que pasa es que el cesto ha perdido la forma. El dichoso wokismo, por ejemplo, es un fenómeno luterano. No hay posibilidad de perdón para quien tropieza, toda vez que Lutero tira abajo la Ecclesia Dolens, de modo que clausura el purgatorio en que las almas expiaban sus pecados. La purgación es una pérdida de tiempo cuando se anda con prisas, y no espera a la justicia ultraterrena quien puede quemar a la bruja u organizar un juicio sumarísimo. Estoy con John Gray en que el Occidente actual es ferozmente santurrón. En el caso estadounidense, las aguas de lo protestante se secaron en los setenta, pero dejan charcos identitarios. Lo woke no es más que rigorismo puritano, esto es, una religión supersticiosa en el sentido que Spinoza da en su Ética a la palabra superstición: censurar los vicios en lugar de enseñar las virtudes, y no guiar a las personas según la razón, sino contenerlos por el miedo.

 

Teniendo en cuenta esta perspectiva, ¿adónde se encamina Europa?

Hacia la irrelevancia. 

 

¿Ya no somos el continente de la libertad y la creatividad?

Se supone que abundan los creadores, ¿no? El fraile Savonarola se pondría de uñas con quienes se atribuyen la capacidad de crear ex nihilo. «Alfarero, a tus cacharros / haz tu copa y no te importe / si no puedes hacer barro». Luego hay otro problema, de índole económica: creativo es, en muchas ocasiones, el nombre del empleado que se aviene a trabajar sin sueldo. Si cobras en likes, no hace falta collar de hierro. Y, si confundes ocio y negocio, no hay para ti manumisión posible. La creatividad es una mentirijilla que los pedagogos contaban a los niños. Y ahora que los niños han crecido, se la cuentan los jefes. Como ha estudiado Remedios Zafra, la creatividad es una de las añagazas de que se sirve la moderna explotación. Como todo gremio que vive a la caza del like, los creadores de contenido han desbordado el continente. En tiempos de exceso y saturación de los canales comunicativos, la creatividad se vuelve una cuestión escurridiza.

 

 

Pero tampoco somos tan creativos. Incluso estamos prohibiendo el humor, por incorrecto.

En efecto. Se proscribe un tipo de humor al tiempo que todo se llena de humor. Piensa en los famosos zascas que inundan la actualidad política. ¿No decía Baudelaire que hay que ser sublime sin interrupción? Pues hoy muchos se encomiendan la tarea de ser graciosos sin interrupción. Pero, cuando llega avalado por el poder, no hay bufón que tenga gracia. El humor es, ante todo, la herramienta del escéptico. Por eso es la vía más directa hacia la suspensión del juicio. El humor escudriña la cosa para hallar en ella sus contradicciones, disolviéndolas, con el ulterior estallido de la carcajada. 

 

¿Cuáles son los límites del humor? Decía a Nerón el Petronio de Sienkiewicz: «Asesina, pero no compongas versos; incendia, pero no toques la cítara».

Me hubiera gustado saber qué opinaba el Nerón de Peter Ustinov acerca de los dichosos límites del humor. Yo pienso que se hallan en el estómago de los interlocutores. Le puedo soltar a un amigo, después de un par de copas, que metería a su abuela en el horno. Porque ese «juego de lenguaje», a la manera wittgensteniana, establece que se puede decir todo tipo de canalladas entre amigos. A nadie se le ocurriría grabarlo o ponerlo en un tuit. El humor es una cuestión de retórica, y la retórica es la negociación de una distancia entre emisor y receptor. Si a un amigo le hablo como si fuese el notario, seguramente se ría; si aparezco en la notaría y mento a la madre del notario, a lo mejor no se ríe nadie. 

Lo que no entienden muchos de nuestros humoristas es que el humor no va de hacerse el gracioso. Piensa en Eugenio, que era adusto, llevaba gafas ahumadas y trajes de luto. No es que te contara historias como si estuviera en el sepelio de su padre, ¡es que parecía que él mismo fuera el inquilino del féretro! Eugenio, un gran humorista, sabía que el humor es un arte y que, al igual que la tragedia, nos pone en contacto con la verdad. La tragedia nos reconcilia con el destino, la poesía nos reconcilia con el instante y el humor nos libera de ambos. No es poco.  

 


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