Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Más poesía y menos Prozac

Texto: Manuel Casado Velarde, Catedrático emérito de Lengua Española de la Universidad de Navarra Ilustración: Diego Fermín  

Vivimos en una sociedad que oferta entretenimiento sin interrupción, pero no parece que seamos más felices: así lo reflejan los datos de consumo de psicofármacos y el auge de movimientos que tratan de llenar el vacío que araña los días. En medio de este torbellino, la palabra y, en concreto, la poesía encierran propiedades terapéuticas. El libro superventas de Lou Marinoff, Más Platón y menos Prozac, me ha inspirado el título de este ensayo.


Desde que el Fausto de Goethe optó por la acción («En el principio era la Acción»), en vez de por la Palabra, para el logro de su realización vital, el culto a la Acción será el norte de su vida, y alcanzará a convertirse en rasgo central de la época moderna y contemporánea. 

Otro hito decisivo en el proceso de devaluación de la palabra, por lo dilatado de su influjo, lo representa Nietzsche. Escribe en Aurora: «¡Las palabras nos estorban en el camino!». «Toda palabra es un prejuicio», una mentira. Y la entera historia de la filosofía podría sintetizarse, según él, en un inmenso lapsus linguae. No resulta extraño que ese gran crítico y saboteador de la palabra que fue Nietzsche fuera también quien afirmara que Dios había muerto. Al fin y al cabo, el logos humano es participación del Logos con mayúscula.

 

LA SOSPECHA COMO MÉTODO

Sobre la base de los tres grandes maestros de la sospecha (Marx, Freud, Nietzsche), la Escuela de Fráncfort (Horkheimer, Adorno), con su visión crítica (léase marxista) del discurso, así como los pensadores deconstructivistas o próximos a ellos (como Roland Barthes, Michel Foucault, Jacques Derrida, etcétera), con su concepción del lenguaje como producto de una mentalidad burguesa, lleno de falacias encubridoras de diversas formas de sometimiento, de dominio y de desigualdad, se encargaron de hacer el resto, es decir, tratar de mostrar cómo todo discurso (excepto el de ellos, claro) está sembrado de minas antipersona, que es preciso desactivar críticamente, como ha señalado Alejandro Vigo

Resultado del minucioso trabajo de crítica y deconstrucción del lenguaje es el predominio actual, en los ámbitos intelectuales de Occidente, de la hermenéutica de la sospecha frente a la hermenéutica de la confianza. Hay palabras de tal manera desprestigiadas (deconstruidas) que apenas se pueden pronunciar, a no ser en sentido irónico: héroe, virtud, santidad, sacrificio, abnegación, ideal... Se consideran ingenuidades o malentendidos. Si bien no faltan los críticos de los críticos, como el teórico de la estética y poeta José María Valverde, cuando escribe: «“Absurda es la vida”, define el profesor, pero sus palabras, / por decirlas, se burlan de lo que dicen, / con vida propia, como bichos». Y es que la crítica radical del lenguaje no puede escapar de la autorrefutación. Como escribió Antonio Machado, «quien afirma que la verdad no existe pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción».

Lo que está hoy, y desde hace ya tiempo, en juego es la capacidad humana de conocer la verdad. Si solo podemos conocer lo empírico, lo que se puede tocar, pesar, medir y contar, ¿qué salida airosa queda? En cualquier caso, nos encontramos ante la imposibilidad de fundamentar y legitimar hoy la moral; y, por tanto, de poder compartirla y construir una vida común en paz. Desterrada la razón, lo característico del mundo moderno es el encastillamiento en la autonomía individual como valor supremo. Huelgan los argumentos racionales. Ya no van quedando personas a las que llegar con argumentos, se quejaba recientemente Habermas. La emoción, el sentimiento, lo es todo, había dicho Fausto. Nada firme, pues, a lo que asirse. Nada sobre lo que hacer pie.

 

OFERTA MASIVA DE ENTRETENIMIENTO Y SENSACIÓN DE VACÍO

Y a complacer sentidos y emociones se aplica la potente y engrasada maquinaria del entretenimiento, eje de la economía global. Hoy se puede aspirar a disfrutar de todos los placeres a golpe de clic o mando a distancia. Cada vez tenemos más satisfacciones a nuestro alcance, más viajes, más juegos, más información, menos dolores físicos, más esperanza de vida. 

Sin embargo, y sin negar que hay mucho y muy bueno en el escaparate contemporáneo, nada de esto nos ha franqueado las puertas de la alegría de vivir. Toda esta oferta de placer y disfrute sin límites no reporta la satisfacción y felicidad esperadas. El frenesí del consumo y la obsesión por el éxito, más que colmarnos, parecen producir frustración y sentimiento de vacío, de aburrimiento, de desencanto. Esa es hoy la pobreza y miseria más extendida y radical en nuestras latitudes: la falta de sentido. Se percibe lo distinta que es una vida plena de sentido y una vida solo decorada de éxitos y halagos en la exclamación de Ernesto Sabato: «El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria». Pero quien llora en la opulencia ha sido derrotado por el mundo. 

 

 

Hay un apunte de Rafael Sánchez Ferlosio titulado Llenar la nada, en el que anota: «El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado».

La aceleración y las prisas, la falta de sosiego, producen una sensación de vacío y de vértigo, que movimientos como el slow down o el denominado mindfulness o «atención plena», tratan de llenar. Afirmaba Ortega y Gasset que prisa, lo que se dice prisa, tienen solo los enfermos y los ambiciosos (también los delincuentes y los malos toreros, según el dicho popular). ¿Acertó Ortega a diagnosticar proféticamente la pandemia actual? Es posible que el acto más revolucionario que uno pueda llevar a cabo hoy, fuera de la política, sea ralentizar: desacelerar (Leo Wieseltier); pararse a contemplar, a reflexionar. Como dice el título del superventas escrito por Lou Marinoff: Más Platón y menos Prozac

 

LA BOYANTE INDUSTRIA DE LOS PSICOFÁRMACOS

Para remediar ese vacío vital, tan extendido y manifiesto, con la secuela de ansiedades y de trastornos adictivos (drogas, ludopatías, pornografía…), que los entretenimientos no pueden colmar, se acude a los psicofármacos. El médico danés Peter Goetzsche aseguraba que el consumo de psicofármacos es la tercera causa de muerte en Gran Bretaña, solo por detrás de las enfermedades cardiacas y el cáncer). La presidenta de la Reserva Federal de EE. UU., Yanet Yellen, alertaba de que la principal causa de muerte, entre los ciudadanos de menos de cincuenta años, son las drogas: las ilegales y las recetadas. Y la Agencia Española del Medicamento avisa, con preocupación, del crecimiento continuado, desde el año 2000, del consumo de ansiolíticos, de sedantes y de antidepresivos. Un artículo del diario El Mundo (20.6.19) ofrecía un reportaje bajo el elocuente título de «Generación Lexatin: cómo los tranquilizantes se han convertido en la droga de los jóvenes»

La ironía de la nobel polaca Wislawa Szymborska supo cifrar en este poema, titulado «Prospecto» (trad. de A. Murcia), la función que hoy demandamos a los psicofármacos: 

 

Soy un tranquilizante.

Funciono en casa,

soy eficaz en la oficina, 

me presento en los exámenes, 

comparezco ante los tribunales, 

pego cuidadosamente las tazas rotas: 

solo tienes que tomarme,

disolverme bajo la lengua, 

tragarme, 

solo tienes que beber un poco de agua.

 

Sé qué hacer con la desgracia, 

cómo sobrellevar una mala noticia, 

disminuir la injusticia, 

iluminar la ausencia de Dios, 

escoger un sombrero de luto que quede bien 

    con una cara. 

A qué esperas, 

confía en la piedad química. 

 

Eres todavía un hombre (una mujer) joven, 

deberías sentar la cabeza de algún modo. 

¿Quién ha dicho 

que la vida hay que vivirla arriesgadamente?

Entrégame tu abismo, 

lo cubriré de sueño, 

me estarás agradecido (agradecida) 

por haber caído de pie. 

 

Véndeme tu alma.

No habrá más comprador. 

 

Ya no hay otro demonio.



¿LA QUÍMICA O LA PALABRA?

Dice el poeta italiano Gabriele D’Annunzio que «un orden de palabras puede ser más medicinal que una fórmula química». Claro que también cabría matizarse con el hecho de que ciertos discursos (Mein Kampf, valga como ejemplo) pueden ser más mortíferos que una bomba atómica.

Christian Feldmann, en su biografía de Hildegarda de Bingen (1098-1179), sugiere que la medicina medieval nos adelanta sobre todo en el hecho de haber sabido descubrir la estrecha relación que existe entre curación y logos, entre salud y forma de vida: «Curación del cuerpo y cuidado del alma van siempre juntos. Actualmente son muchas más las personas que mueren por el estrés y la neurosis, por los abusos de sustancias que proporcionan bienestar y por desilusión espiritual, que las que mueren por las tradicionales enfermedades infecciosas; por ello, la “técnica” curativa debería por fin rendirse y hacer sitio a una medicina más integradora». Una medicina más personalista, más humana, como la que desde hace algunos años vienen reclamando el doctor Francisco Moya y tantos otros. La cita que acabo de copiar me trae a la memoria la frase escueta con que Thomas Merton refirió la pérdida de un amigo suyo: «Murió de civilización moderna». ¿Tendrá que ver, ahora que lo pienso, con lo que Leonardo Polo lamentaba en un artículo titulado «La muerte de los imbéciles», expresión tomada de Bernanos para referirse a la pérdida actual del sentido de la muerte?

Tiene razón Charles Chaput cuando afirma que «todo nuestro ser, en su integridad, depende de la salud de nuestra relación con Dios, que es el que nos formó a partir del barro e insufló vida a nuestro cuerpo. Así pues, cuando no hacemos caso de la palabra de Dios, estamos violando nuestra propia identidad». Es posible que ese vacío provocado por la ausencia de Dios, por la falta de sentido para la propia vida, lo estén ocupando los psicofármacos, como dijo, hace ya tiempo, Gonzalo Herranz, maestro de médicos y experimentado profesor. 

 

Y, A TODO ESTO, ¿QUÉ PINTA AQUÍ LA POESÍA?

Pienso —y no soy el único— que la poesía posee propiedades terapéuticas. Intentaré explicarme. De entrada, la poesía, con su entraña de canto y de ritmo, de música («Es la música la que hace hablar a los versos», dice Novalis), con su materialidad y concreción, con sus imágenes sensoriales, apela a la totalidad de la persona, cuerpo y espíritu, y no solo al sentido de la vista, como reclama la cultura de homo videns en que vivimos, nos movemos y somos; tiempos en los que la palabra, en cambio, se encuentra desacreditada, humillada (Ellul). «Una imagen (gráfica) vale más que mil palabras» es un tópico que nadie se atreve a refutar; nadie salvo los poetas, claro: «Es la palabra la que nos hace ver, no son los ojos, nunca son los ojos» (Christian Bobin).

Cuando me refiero a la poesía no excluyo, claro está, la prosa literaria ni el teatro; es decir, aquellas manifestaciones que merecen el nombre de Literatura, con mayúscula y con todas sus letras. Pero tampoco todo lo que se vende (es un decir) como poesía reúne categoría literaria. No son pocos quienes piensan que hacer poesía consiste en «juntar palabras que nunca han estado juntas»; gente —señala Miguel d’Ors— «hecha a la idea de que la poesía no ha de tener ni sentido común ni sentido musical ni siquiera sentido a secas».

Cosa distinta es que los buenos escritores, los buenos poetas, usen las palabras «como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia» (Steiner). De lo que se deriva esa «fuerza refrescante de la poesía; los conmocionantes poderes de la palabra poética»; «el más alto resplandor del lenguaje» (Bordelois). Pienso, con Todorov, que la belleza de un texto literario reside en su verdad, en su potencia reveladora. No me canso de releer lo que escribió Dámaso Alonso al presentar las pocas poesías que compuso san Juan de la Cruz: «En este librito pequeño se condensa uno de los mayores torrentes de luz y calor que haya producido el espíritu del hombre». Claro que se trataba de «el más poeta de los santos todos, / el más santo de todos los poetas» (Manuel Machado). No andaba falto (ni sobrado) de autoestima el poeta Aquilino Duque cuando dijo: «Si tengo alguna fuerza es la palabra. / Dadme un buen verso y moveré la tierra / y abriré el cielo». 

 

 

En estos tiempos de inseguras identidades, de pensamiento débil y de convicciones provisionales y líquidas (o liquidadas), añoramos discursos donde poder encontrar «hermosura, conocimiento y grosor de humanidad» (Jiménez Lozano), a modo de equipaje para atravesar el desierto deconstruccionista. Necesitamos discursos plenamente habitados por las vidas de quienes hablan; «una lengua carnal y verdadera», tan distinta de esa lengua abstracta y esquelética, salpicada de siglas, «que nunca toca tierra» (Jorge Guillén). Parafraseando al rabino del cuento de Martin Buber, una palabra debe decirse de tal modo que ella misma preste remedio. Ahora bien, ¿no hemos llegado, por esta vía de añoranza, al lenguaje sacramental, con el que se realiza lo que se dice?: «Yo te bautizo…», «Yo te absuelvo de tus pecados…», «Esto es mi cuerpo…». Pero este es el lenguaje del Verbo (el Logos), en el que habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). ¿Acaso no podría afirmarse que en la poesía habita la plenitud del logos humano corporalmente, la plenitud del lenguaje?

 

LA POESÍA, INTEGRADORA DE REALIDAD, CONOCIMIENTO Y VERDAD

La pura racionalidad no convence a nadie, porque la persona humana es superior a su razón, y lo sabe. Bien lo conocían ya los clásicos, que, para construir un discurso persuasivo, invocaban el ethos (el talante o credibilidad del orador) y el pathos (la empatía o apelación emocional) además del logos propiamente dicho. 

La poesía alimenta la pretensión, casi divina, de ofrecer, armónicamente integrado, a modo de viático, lo que el ser humano requiere para vivir en plenitud. Jorge Guillén abrigaba esta ambición: «La voz en luz erguida / requiero yo para integrar mi vida». 

Las modernas visiones del lenguaje han exagerado el carácter arbitrario, convencional, de los signos, de las palabras. Entre la palabra y la realidad designada hay un abismo insalvable. La analogía entre sonido y sentido, las llamadas onomatopeyas (gluglú, quiquiriquí, tictac), constituyen meros accidentes aislados; excepciones que confirman la regla. Pero la poesía, refractaria al influjo de las cambiantes ideologías, ha sentido siempre nostalgia de los orígenes, cuando el lenguaje hacía patente, de forma impepinable, la cosa que nombraba; porque las «palabras que ahora son abstractas tuvieron una vez un significado material», porque «son, originariamente, mágicas (y son devueltas a la magia por la poesía). Hubo quizá un momento en el que la palabra luz parecía resplandecer y la palabra noche era oscura» (Borges). Y, en lo posible, dependiendo de épocas y autores, el poeta trata de que los signos arbitrarios sean menos arbitrarios, de que estén ligados por un nexo real (sonido, ritmo, imagen, gesto) con lo designado; de que tengan algún parecido con las cosas y las fuerzas naturales; de encontrar «el nombre que cada cosa se da a sí misma» (Novalis), de que las palabras sean sintomáticas, mímicas, transparentes. 

Juan Ramón Jiménez expresó ese desiderátum en un conocido poema: 

 

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

...Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas;

que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas...

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo, y suyo, y mío, de las cosas!

 

Otro aspecto de la aspiración a la armonía entre la palabra y lo designado, entre decir y hacer en este caso, lo capta el nobel de Literatura mexicano Octavio Paz en un poema titulado «Decir: Hacer»: «[La poesía] No es un decir: / es un hacer. / Es un hacer / que es un decir». La poesía se erige, así, en una de las vías más consistentes de conocimiento, de acceder a la verdad; una vía que asume y sobrepasa la de la mera racionalidad, porque «la belleza de la poesía se apoya en su sentido y no puede separarse de su verdad» (Todorov). Esta idea ya había quedado esculpida en el famoso verso de Keats: «Beauty is Truth, Truth is Beauty». «Allí donde se detiene la filosofía, debe comenzar la poesía» (Schlegel). De hecho, la poesía sapiencial, en prosa o verso, es la más alta filosofía. Cabría decir, incluso, con palabras del poeta y filósofo Novalis, que «la poesía sana las heridas que la razón inflige». 

Desde la Grecia clásica, siempre se ha pensado que el conocimiento propio resulta indispensable para vivir una vida plena. Hoy se percibe un pasmoso déficit de autoconocimiento, debido en parte a la falta de reflexión. Se manifiesta, entre otros síntomas, en la pobreza léxica, rayana en la mudez, para expresar las propias emociones y afectos. Los emoticonos han ocupado el lugar de la semántica. Pero la mayor y mejor parte de la poesía (de la gran literatura de todos los tiempos) se refiere precisamente al conocimiento del hombre y al arte de vivir. «La vocación del poeta contiene un desafío: saber colocarse a la escucha del mundo y descubrir las frases que permiten a los otros, a sus lectores contemporáneos y de siempre, nombrar y comprender sus propias experiencias» (Todorov).

En una época en que supeditamos las cosas al cálculo humano y al dominio mediante la racionalidad de la ciencia, «las cosas van desapareciendo, y solo el poeta les guarda una última fidelidad» (Gadamer). La poesía, en cuanto que es «comunicación sin falsía de una intuición» (Bousoño), constituye una «visión penetrante de la realidad, el hallazgo de un sentido de las cosas más hondo que el práctico que les da nuestro intelecto» (Amado Alonso). 

 

 

Tzvetan Todorov nos ha legado un tesoro de reflexiones, algunas ya citadas, sobre la densidad del saber humano contenido en la literatura: «Como la filosofía, como las ciencias humanas, la literatura es pensamiento y conocimiento del mundo psicológico y social en que vivimos. La realidad que la literatura aspira a entender es sencillamente (aunque al mismo tiempo nada hay más complejo) la experiencia humana. Por eso podemos decir que Dante o Cervantes nos enseñan sobre la condición humana al menos tanto como los más grandes sociólogos o psicólogos, y que el primer saber y el segundo no son incompatibles». 

La literatura, esas palabras que ayudan a vivir mejor, permite entender la condición humana y transformar desde dentro el ser de los lectores. No era otra la función de la catarsis en la tragedia griega: se trataba de purificar al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra. Probablemente Unamuno, gran helenista, tenía presente esa función catártica del arte literario al intuir el vínculo entre lo bello y lo bueno, armonizado en una sola palabra griega, cuando escribió: «Belleza cuya contemplación no nos hace mejores no es tal belleza».

 

TRABAJO Y POESÍA. «EL TRABAJO GUSTOSO»

Integrar de manera lograda emoción y razón en el trabajo: este es uno de los grandes retos que tenemos planteados los ciudadanos de esta sociedad competitiva y supertecnificada. Conseguir que el trabajo no nos deshumanice; armonizar una tarea —a veces rutinaria y agobiante— y una vida plena. Hay una vieja tradición que sostiene que es preciso ser un artista para vivir plenamente. Es el reto de fundir acción y contemplación. Trabajar sabiamente. Al parecer, en la antigua China ser un artista no solo significaba detectar la belleza en el mundo natural, sino descubrir nuestro lugar en el mundo (Zeldin). 

El trabajo gustoso, título de un libro de Juan Ramón Jiménez, apunta a ese ideal de trabajo y emoción fundidos, «fundición de carne y alma»; aspiración a encontrar «la poesía del trabajo», «grado sumo de la vida», que lleva a «esperar contentos el trabajo de su día siguiente», superando la impresión de que «todo lo cotidiano es mucho y feo» (Quevedo). 

«Es siempre esencial que amemos lo que hacemos, que lo hagamos de corazón» (Thoreau). El fundador de la Universidad de Navarra, san Josemaría Escrivá, animaba a hacer endecasílabos con la prosa diaria, con el trabajo menudo y gris, por el amor que ponemos en lo que realizamos.

La poesía, la gran literatura de todos los tiempos, es una invitación a pararse, a contemplar; a «regresar y echar una segunda ojeada a las cosas sobre las que hemos pasado velozmente o considerado de manera negligente» (Samuel Johnson). 

Thornton Wilder, en su novela Los idus de marzo, pone en la pluma de Julio César esta reflexión: «Roma y sus asuntos se me figuran cosa de covachuelistas, árida y tediosa tarea con la que voy llenando mis días hasta que la muerte me libere de cumplirla. ¿Soy en esto demasiado peculiar? No lo sé. ¿Pueden los otros hombres entrelazar las alegrías pasadas con sus pensamientos presentes y con sus planes para el porvenir? Tal vez únicamente los poetas, ya que solo ellos se emplean con integridad en cada uno de los instantes de su labor». El viejo y sabio age quod agis: la atención llena de presencia de ánimo, sosegada, amorosa, a lo que se tiene entre manos.

 

POESÍA Y AMOR

En cuanto contemplación demorada (las Palabras de demora, de José Julio Cabanillas) de una realidad y dejarse alcanzar por ella, la poesía tiene un estrecho parentesco con el amor. Un amor que, quizá, no se muestre en toda su pureza, pero sí «en diversos continentes y formas, como confianza, humildad, recogimiento, alegría, fidelidad, vergüenza y gratitud» (Schlegel). 

Juan Ramón Jiménez consideraba equivalentes poesía, amor y religión. No es el único poeta que intuye estas identidades. La realización más cabal de la palabra humana, estoy convencido, es la palabra amorosa, la palabra que rezuma amor (Verbum spirans amorem, que decía Tomás de Aquino). Lo que dota de mayor densidad al lenguaje es el amor. Y, al revés, como escribió el mismo Juan Ramón, «cuando no se ama, todo suena a hueco». «Nos constituye el amor, o la palabra, que es lo mismo», apunta el poeta Alfonso Albalá. «Yo escribo poesía por amor», escuché decir en el Colegio Mayor Belagua a Carmelo Guillén, con flagrante pleonasmo.

El poeta, así lo han entendido muchos creadores, es un gran terapeuta, porque todos estamos heridos y es él quien acierta a señalar dónde está la herida. 

¡Ah! A diferencia de los medicamentos, la poesía no tiene fecha de caducidad. Como ha escrito el eterno candidato al Nobel de Literatura, el poeta polaco Adam Zagajewski, «la poesía —naturalmente, solo la grande, la excelente— es una de las artes que menos amarillean». ¿Tan improductivo es el improductivo placer de leer poesía, que diría la Szymborska?