Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Miguel Ángel Blanco: la víctima que cambió la historia

​​Texto: María Jiménez Ramos [Com 10 PhD 18], periodista y doctora en Comunicación 

El secuestro y asesinato del concejal del municipio vizcaíno de Ermua Miguel Ángel Blanco Garrido es uno de esos acontecimientos sobre los que se construye la memoria colectiva: toda una generación de españoles sabe dónde estaban o qué hacían aquel día de julio de 1997 cuando recibieron la noticia de su captura o el mazazo de su muerte. La respuesta cívica al chantaje de ETA quebró la indiferencia social hacia las víctimas y, pese a las posteriores derivas políticas, nada volvió a ser igual. Este reportaje alterna la cronología del calvario vivido aquellos días con una reflexión sobre sus efectos en nuestro pasado reciente. Se cumplen veinticinco años de aquellas 48 horas en las que el empeño frustrado de un país por salvar a un joven desconocido pero, a fin de cuentas, uno de los suyos, cambió el curso de la historia.

Manifestación por Miguel Ángel Blanco. Foto: Domènec Umbert

A las seis de la mañana del 4 de marzo de 1997, Marimar Blanco entró en la habitación de Miguel Ángel en su modesto piso de Ermua (Bizkaia). Poco después iba a tomar el avión que la llevaría a Escocia para perfeccionar su inglés. En el silencio de aquel cuarto, escenario de su infancia, dio un beso a su único hermano. «Le dije “Hasta luego” sin saber que iba a ser hasta siempre», rememora. Fue la última vez que lo vio con vida. Ella tenía veintitrés años. «¿Tenéis alguno veintitrés años?», pregunta al grupo de diez alumnos de la Facultad de Comunicación que la rodea en la redacción de Nuestro Tiempo. Ninguno de ellos había nacido cuando a Miguel Ángel Blanco Garrido, concejal del Partido Popular, lo secuestró y asesinó ETA. Sin embargo, todos rondan la edad que ella tenía cuando, en sus propias palabras, le «cambió la vida». No solo su biografía y la de su familia dieron un giro sin retorno aquellos días de julio. En la historia del terrorismo en España, el nombre del concejal de Ermua marca un punto de referencia generacional: para quienes los vivieron, esos momentos forman parte del catálogo de acontecimientos imprescindibles que, como en otros contextos de violencia política, dejaron una huella que persiste en la memoria colectiva

Cuando José Antonio Ortega Lara pasó de ser una foto fija para la mayoría de los españoles a convertirse en una persona que a duras penas recobraba la libertad, hubo quien comparó su imagen con la de los supervivientes de Auschwitz. Había perdido veintitrés kilos, una barba frondosa le llenaba la cara y daba pasos frágiles con la espalda encorvada y la mirada perdida. Habían pasado 532 días desde que un comando de la organización terrorista ETA lo secuestró en el garaje de su casa, en Burgos, cuando regresaba de su trabajo en la cárcel de Logroño. Ortega Lara, que aquel 17 de enero de 1996 tenía 38 años, era funcionario de prisiones, un colectivo al que el discurso nacionalista vasco radical tachaba de «carcelero» de los varios cientos de presos de ETA dispersos entonces por penales de toda España. Con el secuestro, decían, querían forzar su traslado al País Vasco. El cautiverio de Ortega Lara transcurrió en un espacio minúsculo y húmedo excavado en el suelo de una nave industrial en Mondragón (Gipuzkoa). Si extendía los brazos en cruz, casi podía rozar las dos paredes que delimitaban el habitáculo. La operación de la Guardia Civil que lo rescató casualmente el mismo día en que ETA liberó a su otro secuestrado, el empresario Cosme Delclaux, significó un éxito de la lucha antiterrorista y una humillación para la banda. También una suerte de salvación: pese a su profunda fe, Ortega Lara ya había puesto fecha a su suicidio. ETA y su brazo político respondieron con una advertencia: la venganza. El portavoz de Herri Batasuna (HB), Floren Aoiz, anunció en una rueda de prensa que después de la «borrachera policial» llegaría la «resaca». Nueve días más tarde,  un comando secuestró a Miguel Ángel Blanco.    

La Fundacion Körber es una entidad alemana que debe su nombre a Kurt Körber, un empresario que en su juventud perteneció al partido nazi y que, años después, se convirtió en un destacado filántropo. La entidad publicó en 2020 una encuesta en la que trataba de responder a una preocupación creciente: ¿cuánto saben los alemanes sobre el Holocausto? En los cuestionarios había una pregunta clave que funcionaba como el termómetro más revelador en materia de memoria: «¿Sabes qué fue Auschwitz?». La conclusión: menos de la mitad de los adolescentes entre catorce y dieciséis años había oído hablar del campo de exterminio donde más de un millón de personas murieron ejecutadas entre 1941 y 1945. Trasladados los datos al conjunto de la población, el 86 por ciento afirmaba saber cuál era el objetivo del campo. En la discusión sobre el olvido y el pasado reciente, los resultados del estudio planteaban una pregunta inquietante: ¿cuánto se tarda en olvidar un holocausto?

La alarma saltó en apenas media hora. A las cuatro de la tarde del 10 de julio de 1997, Miguel Ángel Blanco tenía una cita con un cliente en Eibar. No acudió. Sus compañeros de la consultora en la que trabajaba se extrañaron: solía ser muy puntual. A las cinco y media, las televisiones nacionales interrumpieron su programación: un desconocido concejal del Partido Popular de Ermua había sido secuestrado por ETA. La organización terrorista había dado un ultimátum: el Gobierno tenía 48 horas para acercar a los cuatrocientos presos de la banda a cárceles del País Vasco. Si no lo hacía, Miguel Ángel moriría asesinado. 

Los resultados de la encuesta Körber se publicaron unas semanas después de que el historiador israelí y premio Nobel de la Paz Saul Friedländer pronunciara un discurso en el Bundestag y encarase el asunto del olvido: «En algún momento la gente leerá libros sobre el Tercer Reich y el Holocausto como lo hacemos hoy día sobre la guerra de las Galias de César. Así será, y no hay nada que podamos hacer sobre ello». La visión pesimista de Friedländer no coincide con la de otros historiadores. Wolfgang Benz, por ejemplo, opina que se trata de un proceso completamente natural, pero que no debe equipararse con «el embotamiento o la indiferencia» y que el Holocausto «nunca desaparecerá de la memoria pública». Su contundencia en torno a una suerte de imperativo ético y político la comparte Angela Merkel. Durante una visita a Auschwitz en 2019, la entonces canciller afirmó que forma parte de la identidad alemana ser consciente de la responsabilidad de no olvidar aquellos crímenes, de nombrar a sus autores y de rendir a las víctimas un homenaje digno. Mientras unos ven en el recuerdo un rasgo identitario, hay también quien percibe el olvido como una tentación. Como ha escrito Antonio Muñoz Molina, «no hay injurias más fáciles de olvidar que las que han sufrido otros, sobre todo si es uno mismo el que las ha cometido».

La imagen de Miguel Ángel inundó los medios de comunicación, que fueron desgranando algunos detalles de su biografía. Tenía veintinueve años. Había estudiado Económicas, tocaba la batería en el grupo Póker y era fan de Héroes del Silencio. Tenía novia y planeaban casarse. Era concejal del PP desde 1995, el año en el que ETA puso en marcha la rueda de su asesinato. Sus padres, Consuelo Garrido y Miguel Blanco, eran gallegos y habían emigrado a Ermua. Allí se conocieron, se casaron y tuvieron a sus dos hijos: Marimar y Miguel Ángel. Consuelo era ama de casa y Miguel, albañil. De hecho, lo seguía siendo aquel 10 de julio, cuando al regresar a su casa con la ropa de faena se topó con un barullo de periodistas. «¿Qué ha pasado?», les preguntó.

¿En qué consiste el deber de la memoria, que es el anverso del olvido? La clave reside, de nuevo, en Auschwitz. Hasta entonces, como ha explicado el filósofo Manuel Reyes Mate, la memoria era un sentimiento: se aceptaba que la historia se construyera sobre el sufrimiento, y se consideraba a las víctimas como el precio necesario del progreso. El Holocausto lo cambió todo. Los supervivientes relataron «lo impensable, lo que la ciencia no había intuido, lo que escapaba a nuestros esquemas», y la barbarie se convirtió en el punto de partida de la reflexión para que aquello no se repitiera. La memoria adquirió entonces un nuevo significado: el conocimiento de la parte de la realidad que históricamente había permanecido oculta. Y en ese conocimiento los supervivientes desempeñaban un papel central: después de Auschwitz, fueron ellos los primeros en enarbolar la bandera del «nunca más». «La estrategia consistía en la memoria, el gran antídoto contra la repetición de la barbarie», ha concluido Reyes Mate. Esta idea sentaría las bases de «la era de los testigos» que, en un primer momento, encarnaron personas que habían dejado por escrito sus vivencias del Holocausto. Sin embargo, a principios de la década de los sesenta tendría lugar un momento decisivo propiciado por un poco conocido fiscal: Gideon Hausner

La estrategia que condujo al asesinato de Miguel Ángel Blanco tenía nombre propio: Oldartzen (Embistiendo). Se trataba de un documento con el que la dirección de la organización terrorista y HB decidieron subir un peldaño en su particular escala de crueldad. Para entonces, ETA acumulaba más de setecientos muertos y, sin embargo, sus objetivos políticos parecían lejos aún. La respuesta a la frustración fue ampliar el centro de su diana e incluir en ella a los discrepantes, desde políticos hasta periodistas o jueces. En la lógica terrorista, se buscaba que los responsables públicos salieran del funeral de un compañero pensando que podían ser los siguientes. Los teóricos de la izquierda abertzale lo llamaron «socialización del sufrimiento» y llevaron el texto a votación entre sus militantes. HB celebró 211 asambleas en el País Vasco y Navarra y el 71,23 por ciento de los más de cinco mil participantes votaron a favor. «Este mundo, llámesele “la comunidad de la violencia”, logró con éxito promover una inversión moral, y el mal se convirtió en bien, y a la inversa», explica Luis Castells, catedrático de Historia en la Universidad del País Vasco. Para llegar a ese extremo, se produjo lo que describe como un «cóctel explosivo» formado por tres elementos: la carencia de valores humanos, que facilitaba la deshumanización de la potencial víctima; el fanatismo político alimentado por un nacionalismo étnico radical en el que a los discrepantes se les considera enemigos que no merecen una consideración moral; y el odio, que servía como sustento sentimental. Estos factores desembocaron en una convicción: «Matar al otro estaba moralmente justificado».

El 11 de abril de 1961 comenzó en Jerusalén el juicio contra Adolf Eichmann, que había sido teniente coronel de las SS, director de varios departamentos responsables de la deportación forzosa de centenares de miles de judíos y uno de los responsables de la puesta en marcha de la Solución Final para aniquilar a los judíos europeos. El Mosad lo había localizado en Argentina después de quince años huido. El juicio se prolongó ocho meses. El acusado declaró en treinta y tres sesiones y media, rodeado de una gran expectación mediática. Después, la mayoría de los periodistas se fueron. Entre quienes continuaron asistiendo a la vista oral se encontraba la filósofa Hannah Arendt, que publicaba sus crónicas en The New Yorker. El fiscal, Gideon Hausner, estaba convencido de que en los juicios de Núremberg se había cometido un error: aunque se había condenado a los criminales, la justicia no había logrado llegar al «corazón de los hombres». Para remediarlo, las sesenta y dos sesiones que siguieron a la declaración de Eichmann se dedicaron a escuchar a cien testigos a los que eligieron de entre centenares de voluntarios. Uno de ellos impresionó sobrecogedoramente a Arendt: Zindel Grynszpan, que narró las penurias de su expulsión y la de su familia. Tras el relato de «la insensata e inútil destrucción de veintisiete años en menos de veinticuatro horas, no se podía evitar el imprudente pensamiento: todos y cada uno [de los supervivientes] deberían tener derecho a comparecer ante el tribunal», escribió Arendt. Los testimonios de los testigos adquirieron entonces un significado personal y político. Las víctimas, por fin, se situaban en el centro del relato. Ese «yo estuve allí» se convirtió en un elemento poderoso para privar de legitimidad a la violencia. 

La estrategia contenida en la ponencia Oldartzen se inició el 23 de enero de 1995. Ese día, en vísperas de las elecciones municipales, un terrorista asesinó de un tiro en la cabeza a uno de sus enemigos dialécticamente más combativos: Gregorio Ordóñez [Com 81], parlamentario vasco del PP, teniente alcalde de San Sebastián y, según las encuestas, futuro alcalde de la ciudad. El crimen removió a la sociedad vasca y empujó a algunos jóvenes inquietos a involucrarse en política. Uno de ellos fue Miguel Ángel Blanco. Aunque se había afiliado en 1993, fue en aquel 1995 cuando decidió avanzar a primera línea y resultó elegido concejal de su pueblo. Pese a tener un papel discreto dentro de un municipio de 17.000 habitantes, no se arredró. Carlos Totorika, alcalde socialista de Ermua entre 1991 y 2018, relata un ejemplo en el documental El desafío: ETA (2020): «Recuerdo una intervención en la que dijo a los de HB que eran una cuadrilla de asesinos. Eso en Euskadi era una condena a muerte». 

Cuando Europa experimentó el giro hacia la centralidad de la víctima, España vivía los primeros envites de la actividad terrorista. Una amalgama de siglas de todos los extremos políticos actuaron en el país durante el final del franquismo y la Transición democrática, pero fue ETA la que sobreviviría más tiempo —casi sesenta años—, la que causó más víctimas —más de 850 asesinados, más de 2500 heridos y varios miles de extorsionados y desterrados— y la que hipotecó de forma más determinante la vida democrática. Aunque los años más crueles, en cuanto a asesinados, se registraron a principios de los ochenta, el protagonismo de las víctimas comenzó a apuntalarse a finales de esa década y no fue definitivo hasta mediados de los noventa. Antes, las víctimas vivieron en los márgenes de la historia, socavadas por un relato procedente del mundo violento que las deshumanizaba, por una legislación ausente y por una sociedad que miraba hacia otro lado. Lourdes Oñederra, escritora, catedrática de Filología de la UPV y miembro de la asociación Gogoan-Por una Memoria Digna, ahonda en los motivos de este comportamiento: «Hay una característica fascinante de la percepción humana: discrimina, selecciona. En el terreno de la compasión humana, parece que tenemos la capacidad de no percibir aquello que “no interesa”. Nuestra sensibilidad es selectiva: nos compadecemos de algunas personas, pero no de otras. En nuestra sociedad demasiada gente se las ha arreglado para no sentir aquello que, una vez percibido, la habría sacado de la comodidad cotidiana». La expresión «algo habrá hecho» actuaba, además, como un inhibidor moral que no solo justificaba los crímenes sino que condenaba a las víctimas a la irrelevancia. 

El reloj se invirtió, y el tiempo, en lugar de avanzar, comenzó a descontarse. El chantaje expiraba el 12 de julio a las cuatro de la tarde, por lo que las Fuerzas de Seguridad disponían de 48 horas para encontrar a Miguel Ángel Blanco. Centenares de agentes de la Guardia Civil, la Policía Nacional y la Ertzaintza participaron en la operación. «Los mandos conocían muy bien a ETA y eran los más conscientes de lo difícil que era que le perdonasen la vida a Miguel Ángel Blanco —asegura el periodista Óscar Beltrán de Otálora, entonces responsable de la información sobre terrorismo en el diario vizcaíno El Correo—. La decisión de matarle ya estaba tomada. Los agentes no se rindieron, pero sabían que necesitaban un milagro».

Antes del secuestro de Miguel Ángel Blanco, la sociedad ya había empezado a movilizarse ante otros chantajes de ETA. Las concentraciones sistemáticas y silenciosas de Gesto por la Paz y de otros movimientos pacifistas fueron «llegando lentamente a más conciencias», asegura Lourdes Oñederra. El lazo azul, un símbolo por la libertad de los secuestrados que había diseñado el artista Agustín Ibarrola y que representaba la A de askatu (libre), soliviantó al mundo radical, poco acostumbrado a que sus afrentas recibieran respuesta. A raíz del secuestro del industrial Julio Iglesias Zamora en 1993, un periodista de Egin, el periódico portavoz de los postulados de ETA, tachó el símbolo de «tortura visual»: «En todos estos días nada ha habido más desafortunado y desdichado que el desafiante lazo». En las calles comenzaron a verse carteles en los que se leía «Los asesinos llevan lazo azul» o «Españolazo», con la ele formando el símbolo de Ibarrola. «Empezamos a ganarles la calle —afirmó José María Calleja, uno de los puntales informativos más críticos con el terrorismo—. El lazo azul significó jugar en el terreno de lo icónico, y aquello los desesperaba». Tras el asesinato de Gregorio Ordóñez, un grupo de ciudadanos que se ganarían el apelativo de resistentes, y entre los que se encontraba Calleja, se organizaron para manifestarse ante la sede de Herri Batasuna en San Sebastián: «Firmamos un acuerdo con nombre y apellidos que nos comprometía a ponernos ante la sede de HB. ¡Entre nosotros lo firmamos! Y nos plantamos delante de la sede, temblando, con unos letreros de “Aski da”, “Basta ya”... ¡Tuvimos que firmar para comprometernos a nosotros mismos!». Ese y otros pequeños gestos configuraron la antesala de la gran movilización.

Aquella tarde del 10 de julio, los vecinos de Ermua salieron a la calle. Varios centenares se concentraron bajo el modesto edificio en el que vivían los Blanco-Garrido. Después, se trasladaron a la plaza del Ayuntamiento con carteles en los que se leía, en castellano y en euskera, junto a la foto del concejal, «Miguel, te esperamos». Se inició entonces una movilización sin precedentes. El lazo azul inundó solapas y pancartas. Volvieron también las manos blancas que los alumnos de la Universidad Autónoma de Madrid habían enarbolado como protesta por el asesinato de su profesor Francisco Tomás y Valiente en 1996. Blancas y abiertas, simbolizaban la pureza frente a la sangre, la apertura y la pluralidad frente a la cerrazón. Durante las 48 horas que duró el ultimátum, se celebraron más de mil quinientos actos públicos, muchos en el País Vasco. Más de seis millones de personas protestaron en las calles de toda España con la convicción de que la presión social podía salvar la vida del concejal. «Miguel Ángel no está solo, ETA sí está sola», clamó el periodista Iñaki Gabilondo en la Puerta del Sol. «Un ser humano no puede tener un futuro de 48 horas», rogó Marimar Blanco en Ermua. Durante la noche, cientos de personas se concentraron a modo de vigilia en la localidad vizcaína, con velas y en un silencio que solo se rompió de madrugada con aplausos y gritos de «¡Libertad!». A mediodía del 12 de julio, en Bilbao, medio millón de personas participaron en la manifestación más multitudinaria en la historia del País Vasco. Las voces, esta vez, se dirigieron también al brazo político de ETA: «HB, lo tienes que pagar». Una rebelión cívica sin precedentes había despertado. 

La respuesta social al terrorismo creció en paralelo al protagonismo de las víctimas. Frente a las de otros delitos, eran víctimas distintas: además de sufrir el terror de manera individual, albergaban una condición simbólica, ya que representaban el ataque al Estado democrático que ETA hacía tambalear a golpe de atentado. Sus víctimas no eran, por tanto, un fin sino un medio, y la ideología que justificaba que se las asesinara, secuestrara y extorsionara las convertía en víctimas políticas. Su halo simbólico se debía también a otro motivo: su comportamiento. Ante la violencia, se mantuvieron del lado de la ley y no se tomaron la justicia por su mano, una actitud que Antonio Beristain, sacerdote jesuita fundador del Instituto Vasco de Criminología, describió como un «milagro heroico». 

Entretanto, la Guardia Civil, a la cabeza de la lucha antiterrorista, cruzó los datos de los comandos que habían operado en la zona y delimitó su área de búsqueda: los especialistas sospechaban que el responsable podía ser el comando Donosti y que el lugar donde tendrían retenido al concejal se ubicaría en algún paraje entre Lasarte y Hernani. Los caminos y senderos que recorrían la zona se contaban por decenas, por lo que los agentes decidieron rastrear de forma alterna: uno sí, uno no. A la hora en que se cumplía el ultimátum, la familia de Miguel Ángel esperaba en torno al teléfono en su casa de Ermua. «Tía, tienes que comer porque llevas dos días sin comer», le pidió una sobrina a Consuelo Garrido. Ella miró el reloj de su muñeca: «¿Cómo voy a comer si en estos momentos están asesinando a mi hijo?».  

En la importancia de las víctimas había un aspecto más: eran esenciales para conocer la verdad, en concreto, la parte silenciada de la realidad. Como ha explicado el periodista Javier Marrodán [Com 89 PhD 00], coordinador de la obra Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra (2013, 2015), los testimonios de las víctimas contienen una mirada panorámica a las consecuencias del terrorismo: no solo se centran en aquello que acapara la atención social y mediática en el momento del atentado, sino que abarcan las biografías comprometidas con las que los terroristas justificaron la persecución previa y las consecuencias posteriores a los atentados, lo que algunos han llamado la «onda expansiva del terrorismo». Se trata de los estigmas sociales, las penurias económicas, las rupturas familiares, los problemas psicológicos o psiquiátricos, incluso los suicidios. En definitiva, la letra pequeña del terrorismo que solo quienes lo han padecido pueden contar en un relato que adquiere, inevitablemente, una dimensión moral: la sola presencia de las víctimas obliga a mirar hacia el horror, recuerda el mal ejecutado y activa un particular efecto espejo, aquel que interpela a los ciudadanos acerca de qué estaban haciendo mientras todo aquello ocurría.  

Cincuenta minutos después de que se cumpliera el ultimátum, dos personas avisaron de que habían encontrado un cuerpo en una pista forestal del barrio de Azobaka, en Lasarte. Era Miguel Ángel. Estaba bocabajo, tenía las manos atadas con un cable y dos tiros en la cabeza. El primero lo había dejado con vida. El segundo, en la nuca y a cañón tocante, según la jerga forense, fue mortal. Le habían disparado por la espalda mientras estaba arrodillado. La sentencia describiría su posición corporal como de «absoluta indefensión». Pese a la cercanía de los agentes y los paseantes, nadie había escuchado los disparos. Los terroristas utilizaron un arma del calibre 22, cuya detonación es difícilmente perceptible. Para la Guardia Civil, fue un último acto de cobardía. Miguel Ángel llegó al hospital Nuestra Señora de Aránzazu de San Sebastián en coma. Falleció dieciocho horas después. 

Con Miguel Ángel Blanco, muchos ciudadanos vivieron de cerca el terrorismo. Millones de personas acabaron familiarizándose con la imagen de aquel joven que podía ser el hijo, el hermano o el compañero de cualquiera; conocieron a sus padres, a su hermana y a su novia; supieron que tenía aficiones quizá compartidas; y se conmovieron con unos planes de futuro que ETA, como había hecho el nazismo con Grynszpan, solo tardó un puñado de horas en truncar. De alguna manera, se reconocieron en Miguel Ángel. Su calvario constituye uno de esos acontecimientos que configuran la memoria personal y colectiva: quienes lo vivieron recuerdan dónde estaban o qué hacían cuando recibieron la noticia del secuestro o el mazazo del asesinato. En aquellos días, el terrorismo dejó de ser una abstracción para convertirse en una historia concreta: la de un desconocido concejal de Ermua al que, aunque quisieran, difícilmente podrían borrar de su imaginario. Pese a que, como advierte el politólogo Martín Alonso, hay que cuidar la proporción a la hora de hacer analogías, si el termómetro de la memoria en Alemania tiene el nombre de un campo de exterminio, en España lleva el nombre de una víctima: Miguel Ángel Blanco

A última hora de la tarde, mientras Miguel Ángel agonizaba, se convocaron protestas en toda España. En el País Vasco y en Navarra, si hasta entonces las concentraciones solían celebrarse ante los ayuntamientos, se mudaron a las sedes de Herri Batasuna y a algunas herriko tabernas, locales frecuentados por simpatizantes de la izquierda radical abertzale. El traspaso de la responsabilidad se había consumado. «¡ETA, apunta, aquí tienes mi nuca!», gritaron los vecinos de Ermua arrodillados ante la sede de la formación batasuna. «No tenemos balas, solo miradas» o «Queremos ver el miedo en sus caras», se escuchaba. En algunos momentos, la rabia se desató. El alcalde, Carlos Totorika, participó en la extinción de un incendio en la sede de HB. En Pamplona y en plenos Sanfermines, el Casco Viejo se convirtió en el escenario de una batalla campal: mientras varios cientos de personas pedían la suspensión de las fiestas e intentaban asaltar la sede de HB, grupos radicales incendiaron los pañuelos rojos que muchos ciudadanos habían atado a la fachada del Ayuntamiento en señal de duelo. En San Sebastián, los ertzainas que protegían la sede abertzale de la calle Urbieta se quitaron sus capuchas ante los manifestantes, que respondieron abrazándolos. El lema «Vascos sí, ETA no» nació en aquellas protestas. «ETA no solo había matado a una persona, sino que había hecho un desprecio total al pueblo por el que decía luchar», argumenta Beltrán de Otálora. Al día siguiente, Ermua acogió un funeral casi de Estado al que asistieron el entonces príncipe Felipe y todos los presidentes del Gobierno de la democracia. «El pueblo maldice a ETA», tituló El Mundo a toda página. El periodista José María Calleja definiría lo ocurrido como «el levantamiento democrático de los vascos». Había nacido el «espíritu de Ermua»

En los últimos años, algunos estudios han dado la voz de alarma acerca del estado de la memoria del terrorismo en España. En 2017, la Universidad de Deusto preguntó a los universitarios vascos por Miguel Ángel Blanco: el 40 por ciento no sabía quién era. En 2020, la consultora Gad3 realizó un nuevo trabajo en el que se afirmaba que un amplio porcentaje de la sociedad española era incapaz de identificar a algunas de las víctimas que más repercusión habían tenido en los medios de comunicación, incluidas Miguel Ángel Blanco (el 60 por ciento de los jóvenes ignoraba quién era) y José Antonio Ortega Lara. Además, el 68 por ciento de los jóvenes admitía que no había estudiado a ETA en el colegio o la universidad. En 2021, el Gobierno de Navarra puso el foco en los alumnos de secundaria: solo el 57 por ciento sabía qué había sido ETA y apenas el 0,5 por ciento identificaba a Miguel Ángel Blanco. En este último estudio había otra variable preocupante: un 26 por ciento de los estudiantes navarros entre 11 y 16 años consideraba que el uso de la violencia podía estar justificado en algún caso para la obtención de fines políticos. Para Raúl López Romo, responsable de Educación del Centro Memorial para las Víctimas del Terrorismo con sede en Vitoria, estos datos se enmarcan en un «desconocimiento generalizado de la historia». «Hurtar a los jóvenes el conocimiento de una parte tan importante de su pasado es un gran error —asegura López Romo—. Ya no tienen una memoria directa de lo que fue el terrorismo y, por tanto, lo pueden ver con menor interés, como algo ajeno o lejano, pese a que en términos históricos ocurrió en nuestra misma época. Aún estamos a tiempo de paliar ese desconocimiento o ese desinterés transmitiendo un conocimiento riguroso frente a los peligros que se derivan del olvido y también de la tergiversación».

 Manifestación por Miguel Ángel Blanco. Foto: Domènec Umbert

Los efectos del espíritu de Ermua se volvieron pronto visibles. En la calle, se multiplicaron los colectivos cívicos que se oponían al terrorismo y las protestas por los siguientes atentados, que no tardaron en llegar, fueron más numerosas de lo que acostumbraban. Se extendió una sensación inédita: que a ETA se la podía derrotar. En el plano institucional, partidos de todo el espectro ideológico recrudecieron la condena a la organización terrorista, a su brazo político y a su entramado social. Se unieron, además, en una campaña para desbancar a los alcaldes de Herri Batasuna y se iniciaron reformas legales contra la violencia callejera o kale borroka. Sin embargo, la unidad política resultó fugaz y el nacionalismo pronto se reagrupó ante el temor de que la ola contra ETA pudiera arrastrarlo. La magnitud de la protesta cívica contra el terrorismo, como expone Oñederra, «se desinfló» con el paso del tiempo, pero «ya nada fue lo mismo. La indignación popular había quedado patente, ya no era algo impensable ni impronunciable: se había abierto una brecha en la indiferencia social».

Si en las conquistas sociales en torno al terrorismo las víctimas han tenido un papel clave, también en el ámbito educativo ocupan hoy un lugar esencial. Las iniciativas que pretenden llevar la historia del terrorismo a las aulas pasan premeditadamente por incorporar sus testimonios. Cada víctima constituye, en palabras de López Romo, una «voz creíble», ya que se trata de «un testigo directo, que en este caso ha sufrido un tremendo daño injusto, y que además se despliega sin odio, sin ansias de venganza, que rompe, por tanto, la cadena del mal porque no quiere responder a la violencia con más violencia. De esta forma, se convierte en un modelo cívico de primera categoría. Es una voz con un poder pedagógico enorme». La fuerza de su vivencia enlaza con la necesidad de «llegar a los corazones» que expresaba el fiscal del juicio de Eichmann. Las investigaciones que han profundizado en el impacto de los testimonios de las víctimas en los estudiantes apuntan a que despiertan la empatía, y asombran la fortaleza y la ausencia de venganza. También el hecho de que acontecimientos que, a sus ojos, parecen lejanos dejen su estela en el presente. Además, el relato en primera persona contiene detalles únicos que revelan el alcance del sufrimiento. En definitiva, la potencia de una historia concreta convierte la Historia en algo completamente distinto.

El comando Donosti que secuestró y mató a Miguel Ángel Blanco lo integraban tres personas. A José Luis Geresta se le atribuyó la responsabilidad de sujetar al concejal mientras Javier García Gaztelu, Txapote, consumaba el asesinato. El cuerpo de Geresta se encontró el 20 de marzo de 1999 a las afueras de Rentería. El análisis forense determinó que se había suicidado de un tiro en la sien unos días después de manifestar «un proceso de delirio persecutorio o paranoico». A Txapote e Irantzu Gallastegi, Amaia, los detuvieron en 2001. Tenían 35 y 27 años, respectivamente, y eran pareja. Pertenecían a la línea más irredenta de ETA y han acumulado condenas por asesinatos, secuestros y atentados que suman decenas de años de cárcel. El juicio por el asesinato de Miguel Ángel Blanco se celebró en 2006. La sentencia estableció que resultaba «difícil pensar en una forma de causar la muerte más alevosa que la ocasionada a la víctima».  

«Antes de la charla había investigado sobre el suceso y las movilizaciones, pero escuchar de Marimar lo que sintió en esas 48 horas me hizo experimentar una conexión más fuerte con la historia», admite uno de los estudiantes que participó en la conversación con Marimar Blanco en la redacción de Nuestro Tiempo. La hermana del concejal repasó algunas de las escenas que, mitigado el dolor, han ido regresando a su memoria: su llegada a Ermua desde Escocia («Cuando vi las imágenes de “Miguel, te esperamos”, fui consciente de que aquello sí que iba conmigo»); el reencuentro con sus padres («Mi casa estaba llena de gente. Me los encontré destrozados, aunque no sabían lo del ultimátum de las 48 horas y me tocó decírselo»); la impresión de la movilización social, sobre todo de la manifestación de Bilbao («Yo recuerdo que llegué a mi casa convencida de que habíamos conseguido salvar a mi hermano»); o el viaje al hospital de San Sebastián cuando aún pensaban que Miguel Ángel solo tenía un tiro superficial («Fue el viaje, quién me lo iba a decir, más feliz del mundo»). «Me causó una impresión muy fuerte. Empaticé mucho con ella y su dolor», reconoce otro alumno. «Me impactó la fortaleza que mostró al contar su testimonio», admite un tercero. Y uno más: «Me ha ayudado a conocer más el tema desde alguien que lo vivió en primera persona y saber qué podemos hacer desde nuestra trinchera para que no se pase página». 

A Miguel Ángel Blanco lo enterraron inicialmente en el cementerio de Ermua. En 2007 y con absoluta discreción, sus padres trasladaron los restos de su hijo a la aldea de Faramontaos, en Ourense: querían evitar nuevos ataques al nicho en forma de cristales rotos, pintadas y flores tiradas. Consuelo Garrido habló desde el principio con su hija sobre Miguel Ángel: ambas querían tenerlo presente. Sin embargo, su marido no pudo: «Mi padre tardó diez años en poder hablar de mi hermano y en poder ver alguna imagen. Si aparecía en los medios de comunicación, cambiaba de canal o se levantaba. Era incapaz de pronunciar su nombre». Pasada una década, Marimar lo sorprendió contándole anécdotas de su hijo a su nieta mayor. «Tengo la imagen muy grabada; fue una escena muy bonita».

Miguel Blanco padecía demencia. «¿Dónde está Miguel Ángel?», le preguntó un día a su mujer. Ella se le quedó mirando y le respondió: «¿No te acuerdas de lo que le hicieron?». Él recobró la consciencia y rompió a llorar. 

Miguel y Consuelo murieron en 2020 con apenas quince días de diferencia. Ambos están enterrados en Galicia junto a su hijo. Marimar se resigna: «Me he quedado sola, pero tengo muchos ángeles». 

 

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