febrero - abril 2020
Texto María Isabel Solana [Com 04 MIC 15] Fotografía Manuel Castells [Com 87]
Para el sociólogo y filósofo Pierpaolo Donati (Budrio, Italia, 1946), el aspecto relacional es inherente al ser humano. Esto constituye el punto de partida de la teoría relacional, de la que es fundador, que afirma que la sociedad no incluye relaciones entre personas, sino que consiste en ellas, y que para dar respuesta a los grandes desafíos de nuestro mundo hay que prestar atención a esos vínculos. A partir de su propuesta ha desarrollado numerosas investigaciones, que ha aplicado a ámbitos como la familia, la ciudadanía, la religión, el cambio cultural o el estado de bienestar. En su amplia producción científica establece conexiones significativas entre la sociología y el pensamiento católico.
Pierpaolo Donati visita la universidad todos los años para impartir clase en el Máster en Investigación en Ciencias Sociales, que coordina el Instituto Cultura y Sociedad (ICS). Allí forma a las nuevas generaciones en las bases del estudio científico social, campo en el que se erige como todo un referente internacional. No en vano cuenta con una dilatada experiencia docente e investigadora de cuatro décadas en la Universidad de Bolonia (Italia) y con más de ochocientas obras publicadas, la última de ellas, Sociología relacional de lo humano (EUNSA, 2019). Sus méritos profesionales le han valido reconocimientos como el de la ONU como miembro distinguido durante el Año Internacional de la Familia (1994), un doctorado honoris causa por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia (Pontificia Universidad Lateranense) o la incorporación a la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales en 1997, de la que continúa formando parte.
Vivimos en sociedades cada vez más complejas. De todos los retos actuales, ¿se atreve a decir cuál es el más relevante para nuestro futuro?
Se habla mucho del calentamiento global, que efectivamente supone un tema clave. Pero no deberíamos atender únicamente a los fenómenos de la naturaleza física, sino también al calentamiento social: observamos un incremento de conflictividad, agresividad y violencia entre personas, grupos, países, religiones o ideas políticas. La prioridad debería ser cambiar la cultura de las relaciones sociales tanto en el nivel interpersonal —familia, pareja, amigos…— como en asociaciones civiles, culturales o deportivas; organizaciones, entidades del tercer sector, etcétera. Si lo conseguimos, podemos transformar el mundo.
¿Cómo se enmarca este diagnóstico en la sociología de hoy?
La mayoría de los estudios sociológicos actuales no detectan que los problemas de la sociedad están generados por las relaciones. Para comprenderlos y tratar de resolverlos no basta con fijarse en los individuos o las estructuras, sino que hay que establecer nuevas conexiones. Por ejemplo, después de Zygmunt Bauman se ha hablado mucho del término sociedad líquida, que hace referencia a que experimentamos cambios constantes en nuestro entorno, que hay una gran efimeridad en comparación con las estructuras estables del pasado. Opino que tras la aparente liquidez superficial de nuestras vidas lo que ocurre es que hay estructuras de mala calidad, en las que cada uno protege su propio interés y deja de lado los vínculos con los otros.
¿Puede poner un ejemplo?
Es lo que vemos en el caso de la Unión Europea: en la actualidad se enfrenta a muchas dificultades porque las naciones que la componen quieren vivir para sí mismas y no dan prioridad a alcanzar los bienes comunes que podrían compartir.
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«Muchos estudios no detectan que los problemas de la sociedad están generados por las relaciones»
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¿De qué concepto debemos partir para lograr esa transformación?
Las relaciones no son nuestras proyecciones psicológicas —preferencias, gustos u opiniones—, sino realidades en sí mismas que, aunque están generadas por las personas involucradas en ellas, existen fuera de nosotros y requieren una atención. Cuando son positivas, nos conectan a la vez que promueven las diferencias y producen lo que denomino bienes relacionales: al cuidar los vínculos, obtenemos beneficios que no podríamos conseguir de otra manera.
¿Cómo podemos fomentar las relaciones de calidad?
Hay que entender que existe un bien en la trascendencia de nuestras individualidades. Por ejemplo, los miembros de una pareja pueden sostener posiciones políticas contrarias o preferir destinos de vacaciones distintos. Si en lugar de enfocarse en el bien de la relación para que prospere insisten en las confrontaciones y lo que les divide, chocarán todo el tiempo. Por su carácter individualista, la cultura occidental no tiene experiencia real de los bienes relacionales. Necesitamos superarlo y dar el giro hacia una cultura relacional.
¿Cómo explica esta tendencia al individualismo en la era de WhatsApp, las redes sociales e internet? Cada vez tenemos más oportunidades de encontrarnos con otros…
Porque la conexión a través de la red no implica conocimiento ni amistad real. De hecho, los nuevos medios están produciendo, paradójicamente, cada vez más aislamiento y soledad porque nos inmunizan de las relaciones sociales. Las sustituyen por comunicación o transferencia de información: como un mensaje, una fotografía o un vídeo. Pero internet no puede reemplazar las interacciones primarias en la vida cotidiana con nuestros hijos, vecinos y amigos. Por muchas horas que pasemos chateando o mirando nuestros perfiles en las redes no vamos a satisfacer nuestra vida relacional.
Para Donati, el multiculturalismo como doctrina política es una forma de relativismo | Manuel Castells
¿Percibe un riesgo para los nativos digitales?
Si seguimos en esa línea, los millennials, y las nuevas generaciones en general, pueden perder la noción de qué es un verdadero encuentro con el otro. Con todo, confío en que acabarán sintiendo la necesidad de esa experiencia, aunque quizá no tengan una idea concreta de cómo lograrlo si les faltan referentes.
¿Cómo será el escenario en el futuro?
Posiblemente se generará un nuevo tipo de relación en la que haya una mezcla de dimensiones humanas y tecnológicas. Precisamente, estoy trabajando sobre estos temas con un equipo de investigación internacional en inteligencia artificial y robótica. Mi aportación consiste en analizar esta hibridación de las relaciones en ámbitos como la empresas, la familia y la escuela.
¿Puede adelantar alguna conclusión?
Espero que las nuevas generaciones sean capaces de distinguir cada vez mejor cómo pueden lograr unos fines bien a través de dispositivos como el móvil o bien de una relación humana. Es decir, que aprendan a hacer un uso más selectivo de esas herramientas, a discernir en qué situaciones pueden ser más útiles que una charla o reunión personal. Debemos evitar que el mercado de las tecnologías de la información y la comunicación puedan borrar la realidad analógica o hibridarla de tal modo que acabe respondiendo a la lógica digital.
Junto con la tecnología, otro rasgo de nuestro tiempo que propicia la interacción social es la globalización. ¿Es posible entendernos a pesar de las diferencias?
En nuestras sociedades convive gente de distintas etnias y procedencias, lo que puede resultar muy positivo por la riqueza de puntos de vista. Pero hay que distinguir este hecho del multiculturalismo como doctrina política, que se introdujo en la constitución canadiense hace medio siglo y se extendió por otros países de América, por Reino Unido, Holanda, Australia… Esta ideología se basa en «Todos diferentes, todos iguales», propuesta que neutraliza y fragmenta la cultura y la sociedad. Esta concepción de la multiculturalidad implica un profundo relativismo: todos los valores, maneras de pensar, comportamientos y formas de vida son iguales y, por tanto, indiferentes. Encontramos segmentos que no dialogan, no se comunican y no comparten ningún bien relacional, lo que acentúa el choque entre civilizaciones, entre religiones…
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«Tras la aparente liquidez superficial de nuestras vidas hay estructuras de mala calidad»
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¿Qué propone usted?
Hablar de interculturalidad en lugar de multiculturalidad. La construcción del inter implica una comprensión interrelacional, ver qué pueden compartir las religiones o culturas en la práctica y qué pueden construir juntas que sea útil para ambas. Debe hacerse sin tocar su núcleo interno, el corazón de su dogmática, pues si ven amenazada su realidad más íntima pueden acabar reaccionando con enfrentamientos o violencia.
Algunas personas piensan que muchos choques están provocados por la religión y que, por tanto, deberíamos dejarla de lado. ¿Qué opinión le merece esta pretensión?
Las religiones cada vez tienen más importancia en la esfera pública, lo que significa que no es posible, ni empíricamente ni en la práctica, apartarlas de nuestras vidas, relegarlas a un rincón. Esta dimensión supone algo esencial para el ser humano. La cuestión no es, por tanto, su relevancia, sino qué tipo de reconocimiento necesitan para que no haya conflictos entre ellas. Cada religión debe reflexionar sobre sus convicciones y lo que es posible al entrar en relación con otras. Una vez más, lo ideal es que puedan mantener un vínculo que las conecte a la vez que se promuevan sus diferencias. Vemos que, en el intento de compartir y cooperar, algunos sienten que otro credo está invadiendo, confundiendo o colonizando el suyo, y eso origina una reacción negativa contra el otro. Hay que alimentar la confianza mutua y la reciprocidad al mismo tiempo que se preserva la propia identidad.
¿Y qué hay del conflicto entre los que profesan una religión y los que la rechazan?
Quienes ven esta dimensión como un enemigo también tienen su propia religión, sus creencias fundamentales sobre lo que está más allá de lo físico, lo empírico, lo experiencial. Incluso los ateos creen en algo. La pregunta es cómo construir una buena relación con esas ideologías. ¿Que alguien dice que la fe es contraria al progreso? Como respuesta se pueden mostrar las consecuencias de un credo, enseñar cómo las personas que lo ponen en práctica contribuyen a él buscando la justicia social, luchando contra la pobreza y la corrupción, por ejemplo. En lugar de confrontar ideas en torno a cuestiones complicadas, como la familia o la defensa de la vida, se trata de poner el énfasis en los bienes relacionales que se pueden generar.
La sociología relacional considera el consumo como una oportunidad de encuentro | Manuel Castells
Acaba de referirse usted a los escollos del relativismo, que también preocupaba enormemente a Benedicto XVI. ¿Podemos combatirlo?
Es la expresión de una tendencia en la sociedad occidental orientada a la idea de que todo es una construcción social o cultural —la familia, nuestra forma de socializar, la escuela, la empresa, etcétera— y, por tanto, podemos cambiarlo a nuestro gusto. El relativismo combina al sujeto que conoce y al objeto conocido, nuestra mente y la realidad. Frente a esto, el realismo crítico propone que hay una realidad más allá de la mente del sujeto y que necesita reconocimiento y protección. Esto es así tanto para el mundo físico natural como para el mundo social, y si nos mostramos radicalmente relativistas destruiremos tanto uno como el otro. Deberíamos ser reflexivos sobre nosotros mismos y sobre el mundo en general para comprender nuestra insatisfacción por el presente y pensar en el futuro. Hay que preservar los ecosistemas y los ríos..., en definitiva, el planeta, pero también al ser humano, que posee intrínsecamente una inclinación por la amistad, las relaciones familiares... No podemos modificar esta tendencia según criterios que no resulten acordes con nuestra propia esencia.
En esa reflexión sobre la sostenibilidad, ¿qué lugar ocupa el consumo? Cada vez hay más movimientos que reclaman una nueva mentalidad para garantizar el porvenir de las siguientes generaciones.
En este campo están sucediendo transformaciones muy interesantes. Una de ellas es la creciente preocupación por el consumo excesivo: hay que reducirlo y pensar menos en términos de producción y beneficios económicos. Todo esto significa atender a la naturaleza relacional del consumo como un modo de establecer vínculos con otros. Por tanto, ofrece una oportunidad para mantener un encuentro, un diálogo con los demás. La solución es verlo como un símbolo y olvidarse de convertirlo en una competición por poseer. Esa misma actitud es crucial también de cara a la naturaleza física: ¿lo que deseo consumir me lleva a una cierta relación con el mundo o no?
En la familia aprendemos a relacionarnos con los otros. ¿En qué medida recuperar su papel fundamental puede ayudarnos a mantener el norte?
Sin duda, hemos dejado atrás la cultura familiar que tanto necesitamos hoy. La familia se basa en relaciones interpersonales, no entre estructuras, y constituye el bien relacional primario, la escuela de las virtudes sociales. La confianza, la reciprocidad, la cooperación, la disponibilidad para el otro o la capacidad de establecer vínculos se aprenden en ella. En su seno se forma el sentido fundamental de la existencia para cada ser humano. Todavía pensamos en ella como una agregación de individuos que viven juntos, sin considerar la calidad o las propiedades de las relaciones que establecen. Por lo general, se cree que las virtudes se refieren a las personas, no a los vínculos que estas mantienen. Pero la familia no puede existir basándose solo en virtudes individuales: para comprenderla y promoverla hay que atender a las virtudes sociales.
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«Las relaciones son positivas cuando nos conectan a la vez que promueven las diferencias»
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De ese modo, ¿no basta con que cada uno cultive los rasgos positivos de su carácter?
Ninguna virtud nace o crece de forma aislada. Las virtudes personales tienen que ver con la reflexividad de la conciencia y llevan a la felicidad individual. Las virtudes sociales expresan en las relaciones con otros esa manera de vivir acorde con el bien moral y conducen a la felicidad pública.
¿Qué relación hay entre ellas?
Solo es posible disfrutar plenamente de la felicidad personal en un contexto relacional feliz, y viceversa. Las virtudes personales se apoyan en las sociales, pero no podemos dar por hecho sus conexiones. Puedo decir que un padre o una madre son buenas personas, que se comportan con honestidad, generosidad, empatía… Pero eso no significa que su relación sea también honesta, generosa y empática. Se suele concebir que la familia supone una proyección de los rasgos individuales: si alguien es bueno, debería ser capaz de mantener buenas relaciones. En la práctica no es cierto.
¿Los hijos virtuosos serán ciudadanos mejores?
Cuando una familia educa niños inteligentes y honestos, por lo general vemos ese capital humano, pero pocas veces vislumbramos también las virtudes sociales que se han generado, en la medida en que dicho capital se pone al servicio de la sociedad. La riqueza de las naciones se encuentra hoy ahí, no en el producto interior bruto.
En uno de sus libros propone que debemos promover una sociedad «amiga de la familia». ¿Cómo es posible conseguirlo?
El Estado tiene una responsabilidad primaria, así como el mercado, que concibe el bienestar solo en sentido materialista. Ambos deben adoptar nuevas formas de conciliación. Pero no les podemos confiar el futuro de la familia ni son los únicos responsables de buscar soluciones: hay que ampliar el horizonte. La familia debe regenerarse a sí misma. Esto significa que hay que implicar a otro gran actor: el tercer sector o privado social, que tiene que ver con realidades de la sociedad civil que no se mueven por el beneficio: movimientos familiares, asociaciones… Ellos pueden impulsar modelos de vida para construir una nueva esfera pública.