Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Podemos disminuir los suicidios?

Texto: Enrique Aubá [Med 99 PhD 06] es médico psiquiatra en la Clínica Universidad de Navarra y coordinador del proyecto «Salud y bienestar» de la Estrategia 2025 de la Universidad de Navarra. Imagen: Helena Lopes en Unsplash  

Aunque sabemos —por la naturaleza del fenómeno— que es imposible erradicar el suicidio, hay buenas razones para pensar que, con una buena coordinación de los recursos existentes, hoy deberíamos ser capaces de reducirlo. Para ello hace falta comprender bien sus causas próximas y lejanas y actuar sobre ellas.


«He decidido que dentro de un año me voy a suicidar», me dijo el Chico cuando apareció en mi consulta. Creo que contuve la expresión, eso se aprende, aunque por dentro se me revolvían las entrañas. Puse cara como de haber oído un «Me gustan esos cuadros» o «Ese reloj está retrasado». Pero estaba claro, para los dos, que la partida había comenzado. Tenía el rostro triste y una expresión fría que asustaba. Parecía solo. Lo positivo es que el Chico quería jugar la partida en mi despacho. Eso es mucho. Pasó un año y el Chico no se suicidó. Han pasado cinco años y es un hombre hecho y derecho que trabaja cuidando a personas que sufren. Tenía su historia, le hacía falta hablar de su sufrimiento, se medicó un tiempo. Necesitaba no sentirse solo.

El suicidio es un drama personal y familiar, y también un problema de salud pública. Se estima que en el mundo fallecen por suicidio unas 800.000 personas al año. En España, entre 3500 y 4000, algo más de 4000 en 2022, según últimos datos. Encabeza la lista de causas de muerte no natural, por encima de los accidentes de tráfico. La franja con mayor proporción de suicidios va de los 50 a los 60 años, pero se da también en personas de edad avanzada y en jóvenes.

Para intentar predecir la conducta suicida se debe diferenciar, primero, entre el suicidio consumado y las tentativas. Las cifras anteriores corresponden a suicidios consumados. Las tentativas resultan más frecuentes: se estima que diez veces más. Dentro de esta categoría también conviene distinguir entre la ideación o pensamientos, la intención, el plan y el intento de suicidio. No es cierto que el que dice que se va a suicidar no se suicida: el 90 por ciento de las personas que se quitan la vida lo anunciaron antes. Aunque sí es verdad que la mayoría de quienes dicen que van a suicidarse no lo hacen. Hay que prestar atención y ayuda a alguien que verbaliza pensamientos suicidas, sin subestimarlos, para disminuir el número de suicidios consumados. Pero el hecho es que es muy difícil predecir la conducta suicida. Leí recientemente al profesor y psiquiatra Guillermo Lahera que, aunque conocemos muchos factores de riesgo, siete de cada diez personas que se suicidan no tenían pensado hacerlo una hora antes. Este dato puede parecer descorazonador, pero nos habla de la naturaleza del fenómeno, señala que el margen de mejora es amplio y subraya de nuevo algunos momentos de actuación preventiva.

De manera paralela, no dejamos de atender a «segundas víctimas» del suicidio: ahora hablo de la familia, que es el primer factor protector y, a la vez, «paciente de segundo orden». Cuando hay desestructuración, desvinculación o falta de lazos, se genera un contexto de mayor riesgo, con menos apoyo y más propenso a la soledad. Por otra parte, el suicidio tiene un efecto devastador en los familiares: es frecuente que reaccionen con sentimientos de culpa encontrados con otros de rabia e ira. Atraviesan un proceso de duelo especialmente difícil y estigmatizador, y necesitan saberse acompañados. Respetando sus tiempos y su intimidad, tienen que poder hablar y expresarse. Debemos aprender a acompañar y a escuchar, tanto al que pasa por un momento de oscuridad como a su familia. Los profesionales ayudan, pero todos somos protagonistas de los cuidados. El reto es combatir la soledad.

 

NO ES UN ACTO DE LIBERTAD

Siempre hemos sido restrictivos a la hora de hablar sobre el suicidio para no generar un efecto llamada, contagio, dominó, imitación, aprendizaje vicario. Debemos ser prudentes, pero en el ámbito periodístico hay consenso en la necesidad de comunicar de manera adecuada sobre el suicidio. No hace falta mencionar matices superfluos, ya sean métodos, lugares o aspectos morbosos o sensacionalistas. Tampoco resulta aceptable justificar el suicidio como una salida elegible ante situaciones complejas. Un buen mal ejemplo es la desafortunada serie Por trece razones (2017), que pretendía denunciar el bullying pero parece que defiende el suicidio, da ideas sobre cómo hacerlo y es morbosa. La intención no sería mala, digo yo, pero le faltó equilibrio y al final perjudica más que ayuda. 

Hablar bien del suicidio es comunicar para prevenir. Cuando se busca «normalizar» y «desestigmatizar» no se trata de hacer pasar por bueno lo que es una tragedia, sino de entender que es normal tener, en algún momento de la vida, pensamientos de imaginar o desear la muerte. Pero reconocer esos pensamientos no quiere decir que haya que suicidarse. Este tipo de vivencias angustia a muchas personas, y saber que son relativamente frecuentes alivia. Normalizar los pensamientos, desestigmatizarlos, facilita que los expresemos y pidamos ayuda.

El suicidio es un acto violento que desafía la fuerza natural del instinto de vida. En la inmensa mayoría de casos el suicidio conlleva un estado de alteración emocional, aguda o prolongada, que hace ineficientes los mecanismos de autorregulación habituales. En este sentido, elegir entre morir o seguir sufriendo no es un acto de libertad, como le escuché al psicólogo especialista en suicidios Pedro Martín-Barrajón. La persona que se suicida lo que quiere es dejar de sufrir, no morir.  Esta dicotomía se ve muy claramente en la película Las horas (2002), articulada en torno a Virginia Woolf, donde muchos personajes padecen un sufrimiento intenso, se ven abocados al suicidio, pero en ocasiones encuentran alternativas y motivaciones: «Eso es lo que hacemos, lo hace todo el mundo, seguir vivos por los demás... no puedes encontrar paz evitando la vida... era la muerte y elegí la vida».

En la novela La hermana (1946), el escritor húngaro Sandor Marai, se hace estas preguntas al hilo del suicidio de unos amantes: «¿Qué había obligado a esas dos personas a destrozar su vida de una forma tan irracional y contra todo pronóstico? ¿Tan intenso es el ser humano? La educación, la moral, las leyes sociales, ¿no tienen fuerza suficiente para contener el embate de la pasión en los momentos cruciales?». Marai subraya con esta escena la fuerza de las pasiones: en la conducta suicida hay un momento transitorio de ofuscación por alteración emocional, estado de «visión túnel», en el que no se ve otra salida más que el suicidio. Este instante es de especial importancia, es en el que se ha de conseguir tender una mano o que la persona pida ayuda, hablar. Una vez superado, se alivia la angustia inmediata y pueden buscarse soluciones a los problemas, contar con redes de apoyo, poner en marcha mecanismos de autorregulación. Ahí es donde tenemos que conseguir estar, para que el que entra en el túnel pueda ver luz a la que agarrarse.

 

SUFRIMIENTO Y EQUILIBRIO PSICOSOMÁTICO

¿Cuántos elementos influyen para que una persona quiera suicidarse, intente suicidarse o se suicide? Innumerables, pero de algunos tenemos constancia. El suicidio es una señal de alteración del equilibrio psicosomático, de la homeostasis interna, que se traduce en sufrimiento. A las personas nos sostiene una pulsión de vida interna a la que llamamos instinto; nos movemos hacia delante, hacia donde sea, en busca de sentido. Nos nutrimos, nos reproducimos, jugamos, nos relacionamos, trabajamos, creamos, amamos, nos realizamos. Todas las fuerzas motivacionales están en juego a la vez —unas más animales, otras más propiamente humanas—, pero todas nos mueven. Este equilibrio dinámico se puede ver alterado por varias causas: exceso de demandas y saturación, agotamiento o falta de energía, o porque, sencillamente, los mecanismos de regulación nerviosa funcionan mal (como en la diabetes fallan los que regulan el azúcar). Cuando nos desestabilizamos, simplificando un poco, aparece primero la ansiedad en diversas formas, la disregulación de otros sistemas fisiológicos con síntomas somáticos (cefaleas, molestias digestivas inespecíficas, cuadros de fatiga y dolor, disfunciones sexuales ...) y la depresión. Este sufrimiento puede ser leve o intenso, transitorio o permanente. A veces cuesta más convivir con él o se antoja imposible de llevar, y el suicidio puede parecer, aunque no lo sea, una solución. Pero se puede recuperar el equilibrio. En el plano estático se puede aprender a suscitar respuestas fisiológicas de relajación, y en el dinámico es posible encontrar de nuevo un objetivo, un propósito para la vida.

El trastorno mental, el consumo de alcohol y otros tóxicos y factores psicosociales constituyen los principales factores de riesgo para el suicidio. Se estima que solo un 10 por ciento de las personas que se suicidan no tiene enfermedad mental o trastorno mental transitorio. Entre los trastornos mentales destacan la depresión, la  ansiedad, otros trastornos graves (esquizofrenia o bipolaridad, entre otros) y los de personalidad. En un estado mental alterado, el consumo de tóxicos produce una desinhibición y falta de control sobre la conducta que puede desencadenar un intento de suicidio. Hay factores sociales (crisis económica, carencias, acontecimientos traumáticos, conflictos familiares o de relación, estrés laboral...) que pueden condicionar la aparición de estados afectivos negativos y asociarse también con conductas suicidas. Como contrapeso, el apoyo familiar y social, los recursos emocionales y las defensas psicológicas, la capacidad de pedir ayuda y algunas creencias y valores ejercen habitualmente de factores protectores. Cuando no están, también aumenta el riesgo de suicidio. Esta variedad de elementos apunta distintos niveles de actuación posibles.

 

LOS JÓVENES, UN CASO ESPECIAL

Aunque la tasa global de suicidios permanece relativamente estable —haría falta más tiempo para determinar si crece—, desde la pandemia están aumentando los intentos de suicido y las autolesiones en los jóvenes. Entre ellos se han multiplicado también los cuadros de ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, abuso de sustancias (alcohol y cannabis, además de tabaco) y adicciones comportamentales (fundamentalmente por un uso problemático de la tecnología). Constituyen, por lo tanto, un grupo prioritario para la prevención.

Son útiles los estudios en población universitaria, ya que se pueden hacer fotos periódicas y se ven los cambios con el paso de los años. Además, no hay diferencias importantes entre los jóvenes universitarios y los no universitarios. Más o menos el 20 por ciento de los universitarios tiene un trastorno mental definido; alrededor del 40 por ciento puede tener en algún momento niveles significativos de malestar; más del 80 por ciento de sus trastornos han empezado antes de terminar el instituto, a los 16 o 17 años. La pandemia lo ha acentuado, pero el incremento ya venía de antes, y todavía nos falta ver si su efecto es transitorio o estable. Las autolesiones, por cierto, son un problema en sí, no solo en la medida en que son conductas previas o preparatorias para el suicidio: indican que la persona no puede manejar estados de estrés y sufrimiento. No es adaptativo calmar la ansiedad con dolor, como tampoco lo es hacerlo con violencia, sexo o comida. 

Las causas que hay detrás del aumento de disregulación emocional en jóvenes son múltiples. La vida y la evidencia señalan direcciones sólidas por las que actuar y seguir investigando. Me atrevo a apuntar al menos cuatro. Primero: la amenaza que ha supuesto la pandemia. Segundo: esta generación se ha configurado desde la pubertad con smartphones de alta velocidad y tarifa plana en el bolsillo, con lo que supone de hiperestímulo, potenciación de conductas adictivas y homogeneización. A este respecto me ha resultado iluminador el libro Salmones, hormonas y pantallas (2023) del profesor Miguel Ángel Martínez González. El libro muestra las evidencias científicas que relacionan la epidemia de trastornos psicopatológicos y disregulación emocional en jóvenes y el aumento de agresiones y delitos sexuales con las conductas adictivas mediadas por los dispositivos digitales, incluida la pornografía, y con hábitos relacionados con la sexualidad. Es claro que falta consenso y determinación social para hacer verdadera prevención y promoción de la salud en lo que tiene que ver con el uso de los móviles y con los modos de vivir la sexualidad.

En tercer lugar, es también bastante razonable pensar que influyen estilos educativos adoptados en las últimas décadas que conllevan una baja tolerancia a la frustración, falta de límites definidos y referencias poco claras para el crecimiento. Estos cambios pueden deberse en parte a un movimiento pendular tras unos estilos más rígidos o disciplinarios, a la vez que manifiestan una desestructuración progresiva de la familia. Cuarto: un nuevo paradigma de valores que afecta a la construcción de la identidad. Lo líquido y el cambio han pasado a ser la norma. «Modernidad líquida» lo llamó el sociólogo Zygmunt Bauman. Yo lo aprendí del doctor Manuel Martín Carrasco, actual presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, quien señala que los problemas de identidad están en la base de muchos trastornos psiquiátricos. 

 

TODOS ACTUAMOS EN LA PREVENCIÓN

Se necesita facilitar que las personas con ideación suicida puedan acceder a recursos para la petición de ayuda, para la expresión y regulación emocional. Ya existen, tanto en el ámbito sanitario como en el del acompañamiento, pero el estigma impide que acudan cuando lo necesitan. Es urgente que quienes padecen trastornos mentales reciban los tratamientos necesarios, ya sean psicoterapéuticos, farmacológicos u otros. Se deben procurar soluciones ante los factores sociofamiliares y económicos que influyen, abordar las situaciones de falta de medios y grupos desfavorecidos: personas solas, familias desestructuradas y pobres. El sistema está saturado, tensionado; hace tiempo que tiene fisuras que se han hecho más patentes con la pandemia. Hemos de mejorar los servicios de salud y las ayudas sociales, pero no podemos pedirle al sistema que lo haga todo: prevención, promoción de la salud, psicoeducación, formación… Ni puede ni podrá. La clave está en reclutar a agentes de distinto tipo, además de los sanitarios: familia, educadores, trabajadores sociales, agentes pastorales, cuidadores; públicos y privados; profesionales y voluntarios. 

¿Es el «suicidio cero» el objetivo? Tendría que ser, pero no estamos en condiciones de hacernos esa pregunta, ni falta que hace en este momento. Ahora se trata de revertir la tendencia. Reducir las tasas de suicidio, por ejemplo, en un 10 o un 20 por ciento, debería ser posible. Después vendrán los siguientes pasos. Pero hace falta determinación, implicación para actuar a diferentes niveles y muy buena coordinación.

 


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